Textos: Daniel Alejandro
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Una tarde de octubre de 2010, el periodista y poeta uruguayo Ignacio Suárez fue el puente para un reportaje mano a mano con un escritor que hasta ese momento desconocía: Fernando Villalba. Una semana después lo recibía en las mañanas de Radio Carve para presentar su primera novela El pañuelo del Mago, cuyo principal personaje, Victorino Duarte, era un canillita sin nada que perder en la vida que quedaría guardado en mi corazón para siempre. Desde entonces ese libro ha estado a mi lado y he perdido la cuenta de cuántas veces lo he leído.
Pasaron once años de aquel encuentro y nuevamente las letras nos vuelven a juntar, esta vez en Ziba de Pocitos. Fernando está presentando su tercera novela, La Bic de Dios. El tiempo ha pasado: encuentro al escritor con menos pelo en la cabeza y alguna que otra arruga en su rostro, pero no ha perdido lo que expresan sus ojos. Eso el tiempo no se lo puede quitar.
Charlando en este segundo encuentro, me pregunto si este hombre escribe con la pluma o lo hace con sus ojos. La energía que envuelve nuestra charla es muy especial, y entonces me percato -sin confesar cómo ni por qué- que el gran Victorino Duarte nos acompaña en silencio, siendo testigo de cada palabra y cada aliento.
Si yo fuera Dios, ¿qué me preguntaría?
Le preguntaría qué es la muerte.
Y usted que es un hombre con mucha imaginación, ¿cuál cree que sería la respuesta?
El examen final. El pasar raya a
una etapa, o al menos eso espero.
¿Cree en la reencarnación?
No creo en nada en particular, es muy difícil que una mecánica de algo tan dramático para el ser humano esté establecida. Sí creo en algo superior. Ahora, que eso redunde en una reencarnación o en otro tipo de existencias no encarnadas, no estoy seguro. Creo que la muerte no es el final y que es posible matar el alma, aunque muchos tienen el concepto contrario que se puede matar el cuerpo solamente, pero yo pienso que al alma también.
¿De alguna forma cree que el que las hace las paga?
Algo de eso hay. Pero la medida divina no nos es muy accesible y no actúa de una forma sencilla. No hay una manifestación directa, pero sí hay una comunicación muy sutil. Entonces en esas manifestaciones no tengo más remedio que creer porque las he vivido. Incluso he vivido algunas muchas más explícitas. Yo viví años en Santiago de Compostela y viajaba a trabajar jueves y viernes al norte de Portugal. A veces pasaba por la entrada de Fátima, pero nunca entraba. No soy católico, soy bautizado sin mi consentimiento digamos, pero respeto mucho. Un día lluvioso pasamos con mi amigo Antonio Lima, un artista que es todo un personaje, y le digo: “Vamos a entrar”. Entramos, no había nadie. Preguntamos dónde era la basílica y tampoco había nadie. Nos distrajimos mirando unas palomas blancas y entonces nos dimos cuenta de algo: llovía a cántaros, pero ninguno estaba mojado, la lluvia no nos tocó a dos pecadores como nosotros.
¿Escribir de alguna forma es su escape?
Sí, es mi vida. Yo ahí existo. Y eso que soy un escritor postergado. Lo primero que quise ser fue escritor, pero empecé a trabajar a los 9 años para comprar un par de zapatos porque no tenía propios sino heredados, y quería tener mi propia pisada. Entonces hacía ferias, trabajé en almacenes y vendí diarios, entre algunas otras cosas. Recuerdo cuando dije en mi casa que quería ser poeta, mi madre que era pintora y su papá músico, me dijo que no. “Otro artista en la familia no, tenés que hacer una ‘profesión alimenticia’”. En el liceo tenía una profesora joven de Química, de la cual me enamoré en secreto; eso hizo que siguiera Química y después me terminé enamorando de esa materia. Empecé a trabajar en lo que hoy es Aluminios de Uruguay, en el turno de la noche de 22 a 6 de la mañana. Luego desayunaba, me iba a Facultad de Química y en la tarde dormía. Ese ritmo siguió postergando al escritor que yo quería ser, pero a la vez obtuve un montón de vivencias de las que estoy muy orgulloso. Aprendí mucho con los gringos a los 19 años y eso me ha dado una perspectiva. Soy muy propenso a trabajar con gente joven y reconocerlos, aprendí a trabajar en equipo y conocí mil historias. Porque en el turno de la noche, tenés tiempo para conversar con todos.
¿Cómo se ve de aquí a 20 años?
Viejito y más dedicado a lo que siempre quise que es ser artista, poeta, escritor. Y espero que con salud porque en 20 años voy a tener 80.
¿Le tiene miedo a la muerte?
Sí, mucho. ¿Sabés por qué? Porque siempre tengo muchos proyectos y mucho amor a esos proyectos, así como les tengo amor a mis personajes y la gente dice que se nota. A Victorino Duarte se le nota el amor que le tengo, al igual que a estos personajes de la Bic de Dios, que en parte tiene 520 páginas porque no me quería separar de ellos. Recuerdo que pensaba: “No sé si editar ese libro porque no quiero que otros hombres se enamoren de Estelita”. Tenía celos de ella. Esos mundos que te permite la escritura son maravillosos. Siempre le pongo luz a la cosa y eso se lo debo a mi profundo gran amor por Brasil. Tengo gran admiración por Onetti, pero no me sale escribir oscuro.
¿No podría escribir como Onetti desde la cama?
No, no. Tengo que abrir las ventanas, tocar un poco la guitarra, saber cómo está mi nieto en España, ver a mi hija chiquita. Yo a la vida le veo la luz y la alegría.
Dígame un escritor que lo haya marcado. Solo uno.
¡Qué difícil! Por lo temprano que me llegó, García Márquez. Fue el primero después de leer cosas de aventuras y me dio vuelta la cabeza con 100 años de soledad. Ahora también hay otros como Onetti, aunque me da mucha rabia porque digo: “¡Puta! ¿Cuándo voy a poder escribir como este loco?”.
Hay una cierta contradicción entonces. Si Dios le diera el don de tener la escritura de Onetti, pero con todo apagado, ¿qué elegiría?
Elijo la luz, siempre la luz.
¿Cuándo fue la última vez que Fernando Villalba dijo “te amo”?
Ayer. A mi me cuesta mucho hacer gimnasia, pero no tengo más remedio por temas médicos. La última vez me dijeron que prácticamente me estaba suicidando por no hacer ejercicio, así que me empecé a mover. Entonces vino Giulia, la más chiquita, brasilerita, a hacer gimnasia conmigo. Hacía todo tan precioso, se consiguió unas pesitas de plástico y nos matamos de la risa. Y cuando nos pusimos a hacer el estiramiento le dije: “¡Giulia, te amo!” “Yo también, papá”, me respondió. No soy mucho de decirlo porque pienso que cuando se siente amor de verdad, decirlo es como una redundancia.
Pero a lo mejor la otra persona lo necesita o lo espera.
Sí, es cierto. No me ha pasado igual.
¿Qué es el amor de pareja para usted?
El amor es un metabolismo del afecto al cual estamos esclavizados. Estamos diseñados para sufrirlo, sabiendo que nos va a llevar al muere.
¿Siempre se va al muere cuando se apuesta al amor?
Indefectiblemente.
Entonces hay otra contradicción. Dice que es un hombre con mucha luz, pero con el amor, que es lo más lindo del mundo, piensa en negativo.
Es verdad. Lo que pasa es que no tengo la ingenuidad de considerar eterno al amor, salvo con los hijos.
Y si no es eterno, ¿para qué está? Algo así como para qué nacemos si vamos a morir.
Bueno, es una de las ilusiones que tiene la vida.
¿Es una ilusión o es un engaño?
Creo que una ilusión. Los niños chicos tienen la ilusión de la eternidad y cuando crecen se dan cuenta que es una ilusión. Cuando empezás a sentir amor de pareja, tenés la ilusión de la eternidad, y después con los años y los porrazos te das cuenta que es un poco una utopía. Aunque hay amores que duran todo el tiempo, por qué será no sé.
Hemingway decía que un hombre puede ser vencido, pero jamás derrotado. ¿Le ha pasado en la vida?
Sí, concuerdo bastante. He tenido mis batallas perdidas.
¿Cuál fue la más importante?
No fue una batalla exclusivamente mía, pero lo más doloroso de mi vida fue la muerte de mi madre. Porque fue el ser que me dio no solo la vida sino el arte, la moral, la ética. Todo me lo marcó ella. Era un ser que administraba el tema de la generosidad de una manera muy inusual. Ella no se rendía ante el “pedigüeño profesional”, pero si alguien precisaba una mano no tenía problema en dar. En casa no teníamos cocina porque mi madre se la había regalado a un vecino que se había operado del corazón y necesitaba cocinar al horno. Regaló mi cama porque el hijo de no se quién estaba enfermo y como teníamos un sofá cama yo podía dormir ahí. Eso un poco exasperaba a mi padre, pero creo que él la miraba y la amaba mucho por eso también. Y cuando se fue, heredé las caridades que ella hacía. Nada de dinero ni cosas materiales. A las personas que ella ayudaba, las empecé a ayudar yo con toda la satisfacción que da el poder ayudar.
¿Cuál es la batalla más importante que ha ganado?
El poder escribir ya desahogado en dinero. Gracias a Dios mi trabajo como ingeniero a través de estos 40 años me ha dado una cierta tranquilidad económica. Y ahora puedo escribir con tranquilidad. Por ejemplo, por primera vez se va a editar un libro mío de poesía en Brasil. Esa es la mayor batalla que he vencido: poder escribir con tranquilidad. Diría que ese sacrificio por ganar dinero lo heredé de los Pérez y que de los Villalba heredé el arte. Por eso en arte soy Fernando Villalba y como ingeniero me conocen como Fernando Pérez.
Mañana muere y se reencarna de nuevo en usted: ¿elige una vida de poeta al cien por ciento o de ingeniero, poeta y escritor?
Ingeniero, poeta y escritor.