Hemos catalogado este fenómeno como “fetichización” del déficit fiscal. Marx se refería a este vinculado a la representación deformada, artificial, casi fantasmagórica de las mercancías, que a través de la sobreestimación del proceso de intercambio permitía ocultar la verdadera naturaleza de las relaciones mercantiles que había detrás. Algo similar sucede con la sobrevaloración que se le intenta dar al déficit fiscal.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARMECaras y Caretas Diario
En tu email todos los días
No cuestionamos para nada la importancia de evitar tener sostenidos gastos por encima de los ingresos, que indudablemente se traducen en mayores niveles de endeudamiento. En efecto, el déficit fiscal se paga con deuda pública. Pero de lo que se trata en todo caso es de entender la verdadera naturaleza del déficit, que es el fondo de la cuestión, y no solo la superficie del problema. Nuevamente, no se trata meramente de la política económica, sino, realmente, de la economía política.
Desde la política económica podemos ver que las medidas que se proponen -de acuerdo a las declaraciones de los principales representantes del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF)- inspiradas a partir del dato “duro y puro” del déficit fiscal, que “depurado” se ubica en 5,2% del PIB, apuntan a que el gobierno estaría decidido a abatirlo, y para hacerlo pretende, de manera resoluta, reducir el gasto público, lo que posiblemente se traduzca en un próximo Presupuesto Nacional caracterizado por el recorte de políticas públicas.
En tanto, desde la economía política -paso previo al diseño de las políticas-, se debiera interpretar los datos “duros y puros”, es decir, identificar y analizar sus factores causales. No se trata estrictamente si el déficit fiscal se ubica en 5,2% del PIB, sino, más bien, qué lo provocó; para que las medidas que se implementen para reducirlo, si se entienden necesarias, sean realmente efectivas.
Por ello, la pregunta relevante es por qué el déficit fiscal que registra nuestro país es uno de los más altos de los últimos 30 años. Es a partir de aquí donde podemos hallar las brechas interpretativas entre el gobierno de coalición y el que se fue luego de 15 años de gestión. Aquí está el verdadero nudo de la cuestión, la piedra angular de cada relato.
Para el actual gobierno, las razones del déficit fiscal se expresan en un excesivo gasto en función del ingreso -incluso en algún caso denominado superfluo e innecesario- y en la pesada presión tributaria que carga la población. En cambio, para el gobierno que se fue -del Frente Amplio-, las razones que llevaron a que el gasto público supere al ingreso se hallan en la necesidad primero de superar una profunda crisis económica y social, caracterizada, entre otras cosas, por altos índices de pobreza e indigencia; y luego, para sostener las políticas sociales inspiradas en derechos y en la necesidad de brindar recursos suficientes a áreas estratégicas y sensibles que estuvieron marginadas en el pasado; ello sin perder los equilibrios macroeconómicos alcanzados.
Como se puede apreciar de esta “descripción”, la distancia entre un relato y otro obedece a “lecturas” distintas sobre la realidad y, por lo tanto, orientan medidas o políticas distintas. No obstante ello, más allá del apoyo popular o legitimidad que tenga cada relato, existe una pregunta más a ser formulada, con algo de independencia respecto a la lógica de “fetichización” que se pretende en torno a las finanzas públicas: ¿tiene nuestro país “espalda” financiera para enfrentar estos niveles de déficit fiscal, que se traducen en endeudamiento público?
En efecto -incluso desafiando cualquier intento comparativo con el pasado-, nuestro país cuenta con la solidez financiera necesaria para poder soportar estos niveles de endeudamiento. En primer lugar, la relación de la deuda pública respecto al nivel de producto generado se ubica muy por debajo de la que se registró durante la crisis de 2001, en el entorno de 75%. En segundo lugar, la deuda neta (descontando los activos netos de reserva que cuenta nuestro país -de los más altos de la historia económica-) se ubica en el orden de 30% respecto al PIB, en tanto en tiempos de la crisis se ubicaba cerca de 70%. En tercer lugar, Uruguay tiene acceso automático a créditos “blandos”, es decir, con bajas tasas de interés, en la medida de haber alcanzado y mantenido el grado “inversor”, cuestión que no aplica para la mayoría de los países, y con el que no contaba el nuestro, durante la pasada crisis de 2001, cuando más lo requería. En resumen, existe “espalda” financiera suficiente para sostener estos niveles de déficit fiscal y ninguna razón para “fetichizarlo”.
Sin dudas, admitir que los niveles de gasto están justificados en términos del mantenimiento del bienestar social y de los equilibrios macro más allá de contar con fuentes de financiamiento externo-, no es lo mismo que afirmar que el gasto público es excesivo porque resulta de un uso ineficiente o de una mala gestión de los recursos; y lo que es aun peor, ignorar las capacidades financieras del país para enfrentar sus cuentas fiscales. Lamentablemente, hacer “culto” al resultado fiscal, sin fundamentos sólidos, tiene repercusiones graves.
En primer término, porque malas interpretaciones causales llevan a políticas económicas ineficaces, eventualmente contraproducentes. La “fetichización” del déficit fiscal lleva a concebir que no importa cómo ni por qué; de lo que se trata es de reducirlo, punto. Existen pocos caminos que nos lleven a mejorar los resultados de las cuentas públicas, pero todos entre combinaciones entre ingresos y egresos públicos, básicamente; o bien, mejoramos más lo ingresos, o bien reducimos los egresos. Este gobierno ha tomado una definición clara al respecto: reducir el gasto público.
Curiosamente, ha negado por la vía de la política salarial de recorte -tanto para públicos como para privados- mejorar la recaudación, que es en definitiva, el principal ingreso público. Una opción descartada podría haber sido aumentar los salarios, que se traducen a mayor consumo -dado que los impuestos que más recaudan son los asociados al consumo, como el IVA, que representa casi 50% de la recaudación total-. En cambio, los trabajadores (y en consecuencia, los jubilados y pensionistas que ajustan en función al nivel general de los salarios) dispondrán de menor capacidad de consumo (caída del salario real).
En cambio, al optar por el camino de la reducción de gasto, cabe preguntarse dónde se expresará ese “ahorro” en tanto la mayoría del gasto público es social, o bien es rígido como pueden ser las transferencias a la seguridad social que representan una cifra cercana a 25% del total del Presupuesto Nacional. ¿Será a partir de la reducción de la plantilla de funcionarios públicos que en su enorme mayoría son docentes, policías y personal de la salud? ¿Será a partir de la menor inversión pública? ¿Acaso no son necesarias mayores inversiones en infraestructura, que son requeridas y demandadas para avanzar a mayores niveles de desarrollo y menores niveles de dependencia externa? ¿O acaso no son necesarios mayores recursos para la investigación y desarrollo que lleva adelante la Universidad de la República -principal motor en la creación de conocimiento- y que tanto han contribuido al combate de la pandemia en nuestro territorio? ¿Por dónde se piensa recortar?
Otro tema de enorme trascendencias es preguntarse de qué manera en el marco de una política económica orientada a reducir el gasto público sin generar estímulos claros para la reactivación económica y con fuerte deterioro social, expresado en mayores niveles de desocupación y de pobreza: «¿no debiera ser acaso la verdadera prioridad nacional velar por el bienestar social, aún a costa de un peor resultado fiscal? No solo contamos con la solidez financiera necesaria para enfrentarlo sino, siendo además, según la Cepal, el país que menos recursos dedicó al combate de la pandemia y donde consta que las calificadoras de riesgo no verían afectadas sus notas, por lo tanto no corre riesgo el grado inversor, en función de mayores gastos entendidos como necesarios y de carácter temporal.