Hace días que tomó estado público, a través de vistosos titulares, la cuestión de la repetición escolar/liceal. Es un tema que me consta que preocupa hace tiempo y desde el que hace unos cinco años se viene discutiendo internamente en el ámbito de las autoridades de la educación, especialmente porque la repetición es la antesala al abandono escolar y liceal y, aún con críticas, si hay algo que debe reconocerse en estos últimos tiempos es el trabajo que, en el sentido de gestar la permanencia de nuestros estudiantes dentro del sistema, se viene dando.
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Es un tema importante pero peligrosamente banalizable. No faltaron por estos días las voces de quienes defienden a ultranza la repetición, aferrándose a la defensa de una calidad educativa que no se sabe muy bien qué significa y que no logran desagregar en dimensiones visibles y tampoco faltaron los que creen con candor que bastará un cambio en la reglamentación vigente para que el acto mágico se produzca. Ni hablar de quienes dejan traslucir malsanamente que el único objetivo de desterrar la repetición es el deseo de las autoridades de mejorar las estadísticas educativas.
Para dar una discusión sabrosa y a fondo, hay que “moverse” con cuidado. Por un lado, porque abordar este tema permite interpelar las rutinas de un sistema educativo que gusta de repetirse, que instala unos automatismos sobre los que no hay posteriormente reflexión alguna. Máxime si hablamos de educación media, ciclo educativo en el que un estudiante repite el curso simplemente como resultado de una suma de asignaturas con bajo promedio que llevan a esa consecuencia. Se repite como producto de una operación matemática -usted escuchó bien, lector-, una secuencia invariable sobre la que nadie piensa. Y digo esto último especialmente porque nadie piensa en el estudiante. El fallo final es el producto de una operación en el que todo se reduce a una simple suma de cuyo resultado surge la promoción o la repetición. En absoluto se piensa si la repetición del curso será una buena medida para ese estudiante, si a través de esa reiteración, en algunos casos, casi idéntica, logrará superar las dificultades y adquirir las destrezas , habilidades y conocimientos que hasta la fecha, aparentemente y al decir individual de cada docente, el o la joven no lograron.
Las posibilidades de abrir interrogantes sobre el tema son variadas: ¿Es lo administrativo a través del reglamento de evaluación y pasaje de grado lo que termina reinando y subordinando las decisiones pedagógicas? ¿Es posible pensar lo educativo de otra manera para que realmente reine el aprendizaje como valor esencial a ser conseguido? ¿Hay chances para erradicar las rutinas y crear nuevas institucionalidades en las instituciones existentes? ¿Cómo haríamos para incorporar la novedad y poner foco verdadero en nuestros estudiantes como sujetos de derecho?
Siento la necesidad de señalar una y otra vez, cuánto resistimos los cambios y cuánto nos cuesta, especialmente a los educadores uruguayos “desnaturalizar” la práctica de la repetición para pasar con creatividad a rediseñar nuestra propuesta didáctica y nuestra postura pedagógica. De alguna manera es poder enfrentarse a la imposibilidad de despertar en el otro el saber ¿Cómo puede explicarse que en el marco de la aventura pedagógica entre un adulto formado para ese fin y un joven que, según dicen los psicoanalistas, cuenta con una pulsión epistemofílica -la curiosidad, el deseo de saber, de conocer que parece que todos los humanos portamos- no se produzca la trasmisión? Reconozco que puede haber mil respuestas. Saldrán a hablar los que dicen que las condiciones no son buenas y algunos en ciertos casos puntuales pueden tener razón. Es cierto que también hay un problema de formación de los docentes, especialmente encarnado por aquellas personas que no tienen formación específica o, habiéndola tenido en un principio, jamás se actualizaron profesionalmente. Puede haber miles de razones entre las que no hay que eludir que también estarán los que disimuladamente celebran que no todos “pasen” porque sienten que la educación no es para todos. Dice con acierto la argentina Graciela Frigerio que hay una porción de la población que disfruta cada vez que las cifras dan cuenta del fracaso: “El fracaso que a muchos nos duele, para otros, es la mejor coartada para seguir dividiendo y clasificando las vidas”.
Hay que salir de la tentación del simplismo. La repetición, así como está planteada en Uruguay, responde al mecanismo de la selectividad, a aquella génesis fundacional de la educación media que iba dejando por el camino a los estudiantes porque consideraba que los niveles superiores solo les correspondían a algunos. Hoy es necesario hacer florecer la vida de las instituciones educativas, dar lugar al imaginario motor y crear algo diferente con espacios y tiempos nuevos en los que cada joven pueda encontrar una propuesta que le permita humanizarse, que lo nutra para encontrar su lugar de inscripción en el conjunto social.
Por eso tengamos claro que si eliminamos la repetición y no encontramos mecanismos de trabajo en los centros en que el joven como sujeto de derechos pueda realizar su recorrido formativo acompañado integralmente, nada tendrá sentido porque no servirá defender el derecho a la educación si, en el fondo, es un derecho a la nada.