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Informe sobre el uso (i)legítimo de la violencia

Por Rafael Bayce.

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Al verano de 2020 se lo puede tipificar de ‘caliente’; y no tanto por los picos de temperatura que se han vivido como por la variedad de episodios violentos (por cierto muy cruentos) que han dominado el comentario público desde el lugar de preferencia que, explicablemente, ocuparon en la prensa. Un intruso muerto por una cerca electrificada, varios policías asaltados aparentemente para obtener sus armas, arrestos ciudadanos que devinieron en muerte, muertes de delincuentes a manos policiales, linchamientos con resultado variado. Para todos los gustos. Pero hay que trascender imágenes truculentas y morbosas para reflexionar, no solo sobre esos mismos hechos, también sobre sus causas, contextos, caldos de cultivo e historicidad. Por eso les propongo una reflexión conjunta, si nos da el espacio, sobre: ‘fuerza’, ‘violencia’, ‘agresividad’, ‘supervivencia’, ‘legítima defensa’, ‘justicia por mano propia’, ‘arresto ciudadano’.

 

Violencia, fuerza, agresividad

La acepción consensuada de violencia (Lalande, Diccionario filosófico) nos dice que es el “empleo ilegítimo, o por lo menos ilegal, de la fuerza”. Jugosa definición, especial para analizar. Veamos.

La sociedad, a través de su historia, y con variantes ayer y hoy en el espacio-tiempo, no ha considerado unívocamente la violencia. Lo que se considera violento en un lugar no lo es en otro, y en un mismo lugar difiere en el tiempo; más aún, edades, estratos sociales y barrios presentan indicadores y nociones que pueden ser muy diversas de la violencia. Todos sabemos que no es tildado de violento en un cante lo que sí lo es en un convento. Ni es lo mismo la violencia para quien no estuvo en una guerra que para quien estuvo. En Inglaterra se llegó a argumentar que lo que era considerado violento por los críticos deportivos, de extracción de clase media, no era lo mismo que para los jugadores de fútbol, de extracción baja o trabajadora, o para los hooligans de clase obrera baja. Siguiendo con los ejemplos deportivos, en un mismo ámbito social puede llegar a considerarse a un futbolista como violento y en otros no: hay peñarolenses que calificarían al extricolor Julio Montero Castillo de violento, pero no dirían lo mismo de su hijo Paolo Montero (¡qué familia!). Entonces, la violencia es atribuida a hechos, grupos o individuos de modo relativamente variable y multívoco. Sin embargo, la definición de Lalande sigue en pie más allá de esa relatividad espacio-temporal de las calificaciones.

Muy importante es la inclusión de la violencia como el uso de la fuerza ilegal o ilegítima, distinción fundamental que permite entender algunas figuras delictivas codificadas y la diversa justificación de usos de la fuerza, incluso de entre los que listamos como ejemplos al comienzo. En efecto, es violento el uso de la fuerza de modo prohibido por la legislación, pero puede haber un uso ilegal de la fuerza que sea considerado ‘legítimo’ (por ejemplo, el linchamiento a un transgresor, más allá de lo que un arresto ciudadano legal autorizaría), o uno legal que puede ser criticado como ‘ilegítimo’ (un policía que intenta detener a un transgresor evitando el linchamiento o ilegal justicia por mano propia).

Hay conductas violentas que pueden ser, efectiva y afortunadamente, ilegítimas (contrarias al deber ser socioculturalmente mayoritario) e ilegales (prohibidos por la legislación vigente). Pero el problema es cuando hay divergencia entre la legalidad y la legitimidad, y por eso la definición que usamos incluye ambos usos violentos de la fuerza. Por ejemplo, cuando alguien esgrime algún garantismo que defiende a algún transgresor de una detención o ataque armado que frustre una acción manifiestamente violenta, se estila preguntarle si pensaría o haría lo mismo si los vulnerados o amenazados fueran sus hijos, padres, hermanos o amigos/compañeros íntimos.

Si un compañero de barra está siendo insultado o amenazado, está en los códigos de legitimidad el ‘saltar’ para secundarlo y hasta excesivamente respecto de la afrenta sufrida. Es una conducta de alta legitimidad sociocultural, aunque sea claramente ilegal (promoción de riña, ataque a mano armada).

La justicia por mano propia, por último, es un ejemplo de conducta que tiene cierta legitimidad aunque esté codificada legalmente como ilícita o ilegal. Explicar esta diferencia, tan importante, entre uso legítimo/ilegítimo y uso legal/ilegal, ambos violentos, de la fuerza, exige un breve trayecto histórico.

 

Asuntos de (i)legitimidad

La humanidad, gruesamente, ha ido disminuyendo la legitimidad de la violencia y aumentando su ilegalidad. Este ‘proceso civilizatorio’ ha sido convincentemente descrito en varios volúmenes por Norbert Elias, con primorosos análisis de la función civilizatoria de los ceremoniales, diplomacia, etiqueta, maneras de mesa, buenas costumbres y sociedades cortesanas.

Gilles Lipovetsky ha remarcado, sin embargo, que el timing de civilización ha variado en el espacio-tiempo y que, aunque sea verdad que la ilegitimación e ilegalización de la violencia ha progresado globalmente, hay territorios y entornos que pueden no haber sido alcanzados por ese proceso. Por ejemplo, la ilegalización de la justicia por mano propia sucede a la legitimidad más arcaica de la moral babilonia del ojo-por-ojo y diente-por-diente y de la proliferación de venganzas y vendettas de grupos y mafias. Para ello, la moral babilonia tuvo que ser erosionada por la moral del quinto mandamiento del Decálogo Hebreo y por la afirmación posrenacentista de los Estados-nación posfeudales.

En ese proceso de afirmación y legitimación, se hace necesaria la tendencia hacia el monopolio público estatal del uso o amenaza de uso de la fuerza, con ilegalización de venganzas y linchamientos privados. Los dos procesos (ley hebrea y Estados unificados) ilegalizan la violencia no pública-estatal y tienden a ilegitimarla. Pero no pueden hacerlo completamente en la medida en que antiguamente no eran ilegales y eran legítimas; y las convicciones no se cambian con la facilidad de las normas. El derecho positivo, la legalidad, son más fáciles de cambiar que la moral, la legitimidad de los usos y la cultura ética. Los linchamientos a transgresores fueron legítimos, y lo mismo sucedía con las venganzas, vendettas familiares o grupales, en la moral arcaica y en la vigencia sociocultural plena de la moral babilonia.

En este proceso histórico ha sido más fácil ilegalizar conductas usuales que ilegitimarlas; y pueden observarse también bolsones de retraso o resistencia a una ilegalización que no consigue deslegitimar conductas largamente impuestas por un golpe legislativo gubernamental y estatal coyuntural. La imposición en América Latina de códigos europeos sobre poblaciones criollas o indígenas es un buen ejemplo de incompleta y relativamente frágil imposición de una legalidad con incompleta deslegitimación de las conductas ilegalizadas.

Dramáticas instancias de esa diferencia legalidad-legitimidad: una voluminosa negra africana que vociferó en un congreso occidentalmente hegemónico (creo que Beijing): “¡¿Quiénes son ustedes para decirnos a nosotros lo que tenemos que hacer con nuestros clítoris?!”. O los países africanos y asiáticos que difirieron del contenido de los derechos humanos que les quería imponer la hegemonía yanqui-europea en la ONU diciendo que eran individualistas y liberales; que ellos creían más en los deberes objetivos de los individuos hacia el colectivo que en los derechos subjetivos frente y desde el colectivo.

 

Lógicas (i)legales

Tuve la fortuna de asistir, en Roraima, Brasil, a un gran congreso jurídico en que se debatían los límites de imposición de modernas lógicas legales translocales (autoridades e intereses estaduales, federales) por sobre las normatividades ancestrales locales, en aras de una unificación, coherencia y minimización del conflicto normativo en todos los territorios del país. Las legislaciones son habitualmente más iluministas que las poblaciones sobre las que se imponen; imponen legalidades que están sustentadas en legitimidades más translocales que las locales.

Los códigos carcelarios y los de las mafias delictivas, por otra parte, son ejemplos de lógicas situacionales que generan normatividades y legitimidades ad hoc. La cruenta conducta de las mafias del narcotráfico se explica: uno, por la dura socialización de quienes tienen que jugarse en esos ámbitos porque no tienen otra para sobrevivir con niveles consumistas; dos, por la anarquía relativa de los negocios que manejan, pervertidos por la prohibición y su persecución, lo más criminógeno de todo: la desigualdad, los contextos y la hipercriminógena y corrupta guerra a las drogas.

Le debemos, lector, algo sobre ‘agresividad’. No nos da el espacio, pero para hacer boca le dejamos la noción de ‘agresión’ del biólogo Henri Laborit de la que partiremos: «La cantidad de energía cinética capaz de destruir más o menos completamente una estructura, acelerando la tendencia a la entropía de un sistema, u obstaculizando su nivelación termodinámica”. Una “liberación energética desestructurante”. Hasta la próxima.

 

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