“La voz del poeta ha de ser espontánea; insensiblemente, en él se van acendrando los conocimientos y creciendo el acervo cultural. Pero hombre que se ponga a estudiar la retórica y a aprender ritmos y medidas para luego hacer versos, podrá llegar a ser un menhir, un monolito, una infusión de adormideras, pero nunca un poeta”. Juana de Ibarbourou, 1938.
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Efectivamente el pasaje de algunos por la escuela hizo un trabajo formidable para colocar a Juana de Ibarbourou en un pedestal inalcanzable y ese pedestal, en mi caso, generó una distancia insalvable. Mucho tuvo que ver también su figura de bronce y eminentemente oficial que le dio su relación con el poder. Juana de América, poeta oficial de los gobiernos de turno, que aparecía como un prócer más que como una artista. Pero a lo largo de los años sus figuras literarias y su vida sufrida fueron pariendo una poesía sincera y estilizada. Juana es la de la higuera pero también la de Rebelde o las Horas, Juana es la poeta oficial, condecorada por la dictadura, mimada por la academia, pero también la mujer sufriente que expresaba mucho de eso en sus versos bien armados. Es aquella a la que nada menos que Miguel de Unamuno contestó con adjetivos altamente positivos al envío de su primer libro.
Juana de Ibarbourou nació en Melo, departamento de Cerro Largo, el 8 de marzo de 1892. Juana Fernández Morales era su verdadero nombre, pero tras casarse con el capitán Lucas Ibarbourou tomó su apellido.
Parece una extraña coincidencia que su fecha de nacimiento sea justamente un 8 de marzo -el Día Internacional de la Mujer- conociendo la sufrida historia de vida y la violencia de género sufrida por Juana.
Su padre Vicente Fernández había emigrado desde España y era un criador de gallos de riña, su madre Valentina Morales era ama de casa. Vivió hasta los 18 años en Melo, lugar al que definió como “su paraíso” al que no quiso volver para no perderlo. Allí, cuando era una niña conoció al caudillo blanco Aparicio Saravia.
Ya establecida en Montevideo comenzó su exitosa carrera como escritora. Las lenguas de diamante, El cántaro fresco y Raíz salvaje fueron sus primeras obras, que la colocaron en el mapa de las poetas uruguayas más destacadas. En 1919 esta joven mujer gritaba a los cuatro vientos:
«¡Soy libre, sana, alegre, juvenil y morena,
cual si fuera la diosa del trigo y de la avena!».
Para 1922 vendía tantos libros como discos Gardel. Estaba pletórica. Se acercó así a los grandes escritores del viejo mundo. Les mandó sus poemas a Miguel de Unamuno, Antonio Machado, y a Juan Ramón Jiménez. Se cuenta que nada menos que Federico García Lorca era adicto a la poesía de Juana.
Juana se sentía “mimada por la vida” o por lo menos eso le respondió nada menos que a Miguel de Unamuno en su correspondencia.
El 10 de agosto de 1929 recibió el título de Juana de América en el Palacio Legislativo, ceremonia que presidió el poeta Juan Zorrilla de San Martín y que contó con la participación del ensayista mexicano Alfonso Reyes. Comenzaba su relación con el establishment.
Sus triunfos en el espacio de lo público chocan inexorablemente con una vida muy particular en el ámbito de lo privado. La violencia ejercida por su marido primero y su hijo después y su adicción a la morfina también marcaron su obra.
A pesar de todo, Juana escribía al amor y a la naturaleza y a través de su obra podemos conocerla. Cuando ella misma debió definir su propia creación literaria, su viaje inspirador, simplemente lo definió como “en pantuflas”. En 1938 se dio un encuentro muy particular. Las tres poetas más importantes del momento, la argentina Alfonsina Storni, la chilena Gabriela Mistral y Juana dieron una conferencia.
En enero de ese año Alfonsina pasó sus vacaciones en Colonia y recibió el 26 de ese mes una invitación del Ministerio de Instrucción Pública que intentaba reunir en un mismo acto a las tres grandes poetas del momento: Juana de Ibarbourou, Gabriela Mistral y ella. Aquello fue en el Instituto Vázquez Acevedo, donde se encontraba casi sin quererlo el futuro de la poesía uruguaya, una jovencísima poeta, Idea Vilariño.
En 1942, Juana enviudó. En 1947 se enamora de un médico argentino veinte años menor que ella, Eduardo de Robertis. Muchos dicen que fue su verdadero amor. Viaja con él en 1953 a las cataratas del Niágara.
En 1955 fue premiada por su obra por el Instituto de Cultura Hispánica de Madrid. En 1959 se le entrega el Premio Nacional de Literatura, en su primera edición.
Los últimos años de su vida los pasó recluida en su casa, en penumbras. Le escribió a una amiga:
“Di algún día a la gente que así era Juana y así creó leyendas, dulces, malas o tontas, como una mujer irreal…”
En plena dictadura, una Juana ya recluida en su casa recibe la medalla “Protector de los Pueblos Libres, General José Artigas”. Condecoración que recibirán años después Videla y Pinochet. Se cuenta que lo aceptó por las presiones de su hijo.
Falleció el 15 de julio de 1979. Fue velada en el Salón de los Pasos Perdidos con honores de Estado.