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La celebración de la esperanza.

Por Celsa Puente

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Caras y Caretas Diario

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El salón es de tamaño mediano. La luz de una mañana que va apagándose a fuerza de la persistencia de las nubes, ingresa por la ventana pero aunque tenue es suficiente como para distinguir con claridad todo lo que hay en el aula: los bancos, un escritorio, una pizarra. El profesor que dicta el curso está animado y hace del encuentro una instancia interesante en la que entrega al inicio de la clase y a todos sus estudiantes un material impreso preparado amorosamente, cuya lectura irán compartiendo. El tema de la clase de hoy es la clasificación de las fuentes de luz. El docente trabaja en la pizarra, intentando dialogar con sus estudiantes, y a medida que lo hace va escribiendo aspectos significativos en ella. Si hay algo que desborda el espacio de este salón es la empatía que este profe pone en juego en el contacto con sus estudiantes. En la parte superior derecha se lee claramente la asignatura y el curso: Ciencias Físicas, primer año. La pizarra es el espacio de trabajo donde se registra ordenadamente aquello que surge del intercambio y que merece ser recordado. Así, acompasadamente, se va completando el espacio disponible de derecha a izquierda para facilitar la lectura y estimular el registro en los cuadernos que deberán realizar los alumnos. Nada parecería llamar la atención en esta descripción, podría ser el delineado sencillo de una clase tomada al azar de cualquier liceo, sin embargo, no es así, estamos en la unidad Número 6 de la cárcel de Punta de Rieles. La coincidencia no solo se produce por la descripción del salón, la presencia del profe o la ocasión de un pizarrón que sirve como herramienta didáctica, lo terrible de la coincidencia es que nuestros estudiantes son casi tan jóvenes como los muchachos a los que estamos acostumbrados a ver en cualquier liceo y eso me resulta desgarrante. “El Uruguay tiene la adolescencia encarcelada”, me dice Robert, el profe, cuando le comento con estupor el impacto que me produce confirmar la juventud de estos estudiantes en situación de reclusión en una cárcel de adultos. “Las cárceles están llenitas de adolescentes tratados como adultos”, continúa, “administrativamente les encarpetan la adolescencia, les dicen que son adultos”. La moratoria social es el tiempo de la vida en que la sociedad, en general a través del padre, la madre o la familia, brinda la condiciones para que las y los jóvenes puedan configurar su proyecto de vida, por lo que hay aseguradas algunas circunstancias materiales y emocionales que permiten que el nuevo integrante de la sociedad pueda sentirse acompañado. Mil cosas pasaron por mi cabeza y mi corazón en esos momentos. Pienso en todos los gurises y gurisas que tienen que vivir con la rabia de no haber tenido la chance de vivir ese tiempo de pensar y sentir el futuro con las necesidades básicas resueltas en el presente. Pienso en todos ellos, los que no pudieron darse el tiempo de disfrutar de la edad sin presiones ni responsabilidades. Pienso también en otros/as que tampoco contaron con adultos que los ayudaran a descubrir los límites, que los acompañaran para construir caminos de vida posibles y sobre todo disfrutables. Vivimos en una sociedad que abandona a sus niños/as y jóvenes y después los condena. Yo los veo levantar la mano para hablar en clase, escuchar con atención las indicaciones del profesor, leer y escribir en sus cuadernos y siento que el instante educativo es el que les da la posibilidad de adolescentizar, de sentirse libres, aunque sea un ratito, creciendo en contacto con el saber. Por momentos me pregunto por qué no supimos generar antes estos espacios para evitar el error, la macana, el delito, la reclusión pero aún así estoy contenta y confiada en que al menos algunos puedan estar en clase y repensar su futuro. Hay dos chiquilines simpatiquísimos que atienden la biblioteca. Ambos son flaquitos y sonrientes y están sentados delante de los estantes rebosantes de libros mientras ellos también leen. Tienen tatuajes. Todos tienen tatuajes. Recuerdo claramente el comentario de una alumna de profesorado que es tatuadora y me contó que ingresó al mundo de los tatuajes porque con cada tatuaje que se hacía sentía que tapaba el dolor. En ese momento, su vida era dolor sobre dolor, tatuaje sobre tatuaje. Se había hecho tatuadora para ayudar a otros a encontrar el camino de tramitar sus dolores ¿Cuántos dolores hay ilustrados en esos cuerpos? ¿Cómo son? ¿Qué significan? Hay signos, serpientes, calaveras, nombres, números, letras… Significantes de esos recorridos seguramente terribles que necesitan imprimirse en la piel como huellas recordatorias de lo vivido, quizás para identificar que aún habiendo pasado eso, han sobrevivido. Y se lleva así como un trofeo, una marca que debe quedar indeleble en el cuerpo para siempre porque para siempre está en el alma. Uno de estos jóvenes me cuenta que estudiará Psicología porque desde la Universidad llegan estudiantes avanzados a tutorarlos. En el fondo, creo que los que discuten la existencia de un dispositivo educativo en la cárcel no hacen más que discutir sobre la educabilidad. Y algunos jóvenes como este que ahora recuerdo, rebaten el argumento negativo con su desempeño. “La educación es la única cura a todos los problemas sociales”, me dice una madre emocionada que me envía un mensaje de agradecimiento un par de días después de haber visitado el dispositivo educativo de secundaria en la cárcel de Punta de Rieles. Y yo creo que es una sabia aseveración.

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