En estos días de vacaciones, que ya se acercan a su fin, me he dado una vueltita por las redes sociales. Además del habitual espanto ante la frivolidad que suele imperar en esas páginas virtuales, tuve ocasión de horrorizarme ante la andanada de violencia que emerge por todos lados.
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Violencia contra el prójimo, entiéndase, en todas las formas posibles. Es como si las redes se hubieran convertido en la cloaca perfecta para vomitar allí todo lo que las leyes, los derechos humanos y la mínima decencia humana han conquistado a fuerza de lucha, de dolor y de sangre. En las redes campean la mentira, la xenofobia, el insulto, la difamación y la malicia.
Desembozadamente afloran todos y cada uno de los vicios que han tornado miserable la vida de la humanidad durante siglos y milenios. Es el terreno ideal para la representación de La Comedia Humana, del escritor francés Honoré de Balzac, pero también para que autores como Mark Twain y Bertolt Brecht, entre tantos otros, se hagan un festín, en caso de resurrección. Balzac analiza y disecciona la sociedad entera de su tiempo.
La Comedia Humana, que escribió para pagar sus deudas (cobraba por línea) se compone de noventa y cuatro obras, de las cuales ochenta y cinco son novelas y el resto se integra con ensayos variados. Cualquiera que no haya leído jamás a Balzac (y no sabe lo que se pierde) podría creer que, si el hombre apostaba al volumen, su prosa resultaría pobre y desmerecida, cuando no volátil. Nada más falso. Lo maravilloso de Balzac es que, a pesar de su necesidad de ganarse la vida borroneando cuartillas, era genial en cada punto y coma. Es cierto que en ocasiones se demora más de lo conveniente en las descripciones de ambientes y de personas, pero para un lector atento esta característica constituye un material invalorable. Balzac se propone estudiar en La comedia humana los efectos de la sociedad en todas las clases sociales, edades, géneros y profesiones.
Es una obra ácida, implacable, de extraordinaria puntería para descubrir el cangrejo debajo de la piedra, y no perdona ningún rasgo humano habido o por haber. Es como una red social gigantesca, con la única diferencia de su monumental calidad literaria, que hace legítima e incluso indispensable su lectura, no digamos de cabo a rabo, pero al menos seleccionada.
Allí se ocupa Balzac de temas como la política, el poder y el dinero, el ansia de éxito social, las ambivalencias de la paternidad y la maternidad, la figura de la mujer y el sexo (están la prostituta trágica, la bien casada, la dominatriz, la amante, la soñadora, la calculadora, la solidaria, la heroína, la lesbiana, la sensata y la imprudente, la ingrata y la mártir).
El estadounidense Mark Twain escribió por su parte una obra casi totalmente olvidada, pero que mantiene una estremecedora vigencia. Bien podría decirse que es otra red virtual enorme, aunque exenta de la imbecilidad rampante que suele saturar a las nuestras; al igual que la de Balzac, nos brinda el raro beneficio de una deslumbrante calidad artística y, aunque nos deje el regusto de la amargura y por qué no de la impotencia, en ningún lugar está escrito que el arte deba ser amable, considerado, prudente o políticamente correcto.
Se trata de la obra El forastero misterioso, escrita entre 1897 y 1908. El protagonista principal es un sujeto tan bello como el ángel caído, que en el invierno de 1590 se deja caer en el pueblito de Eseldorf y en poco tiempo hace aflorar en la gente las más bajas pasiones, ésas que llevan, por ejemplo, a quemar por brujas a una docena de niñas inocentes, y otras lindezas por el estilo.
El forastero no les insufla estas bellaquerías, bueno es precisarlo. Todo lo que hace es poner a la gente frente a una situación social cualquiera y echar a rodar libremente sus instintos. El tema de la obra, sarcástica como pocas de la literatura universal, es la crueldad humana, de la que incluso el forastero llega a asombrarse. “El forastero lo había visto todo, había estado en todas partes, lo sabía todo, y no olvidaba nada. Y hacía que las cosas tuvieran vida ante nuestros ojos con sólo hablar de ellas”.
Cuando se refiere a la crueldad, le dice a un joven: “Es propia de tu raza miserable: siempre mintiendo, siempre atribuyéndose virtudes que no posee, siempre renegando de los buenos animales, que sí las tienen… Cuando una bestia causa dolor, lo hace inocentemente; no está mal, pues para ella el mal no existe. Y no causa dolor por el simple placer de causarlo: eso sólo lo hace el hombre”.
Satán, que así se llama el forastero, posee el supremo don de poner al ser humano frente a sí mismo y frente a eso que llamamos el sentido moral, tan resbaloso, tan ambivalente, tan propicio a justificar las mayores barbaries. Y todo, absolutamente todo cae en la bolsa del implacable análisis. “(…) Y entonces nació la cristiandad.
Vimos pasar ante nuestros ojos las edades de Europa, y contemplamos a la cristiandad y a la civilización recorrer esas edades cogidas de la mano «dejando tras de sí hambre, muerte, desolación, y otras muestras del progreso de la raza humana». Y siempre guerras, guerras y más guerras.
Y siempre odio y deseo de mal al semejante. “¿Y todo esto para qué? Para nada. No ganáis nada. Siempre acabáis donde habéis empezado. Durante un millón de años la raza se ha propagado monótonamente, representando una y otra vez su aburrido disparate. ¿Con qué fin? ¡No hay quien lo sepa! ¿Quién se beneficia de eso? Nadie, excepto un grupo de reyezuelos y nobles que os desprecian”.
Sus oyentes, todos jóvenes que no pasaban de los quince años, no cabían en sí del horror ante el discurso del forastero, que no se quedaba en la mera letra, sino que se adobaba con el ejemplo, instalado allí mismo, en la remota aldea. Cómo sería la cosa, que hasta a Satán le dio pena de los muchachos, lo que no impidió que los siguiera instruyendo con el arma más letal imaginable: la verdad.
“El primer hombre era un hipócrita y un cobarde, cualidades que aún no se han perdido en su linaje; son los cimientos sobre los que se han levantado todas las civilizaciones. ¡Brindemos por su perpetuación! ¡Brindemos por su aumento!”. Pero en este punto la compasión de Satán pudo más. Miró a sus interlocutores, levantó su copa y exclamó: “Brindaremos por nuestra salud y nos olvidaremos de la civilización”.
Obras como las que he descrito de manera tan breve podrían ser muy aleccionadoras para nuestra época, cuando seguimos creyendo que estamos al final de la historia, que somos mucho más vivos que nuestros predecesores y que hemos descubierto, por fin, la pólvora. Pero hay algo más.
En mis clases de historia, muchas veces los alumnos se asombran y me dicen: “¿Cómo es posible que los derechos humanos se hayan declarado oficialmente, por primera vez, en 1948, cuando la humanidad viene pensando y actuando desde hace por lo menos cuatro mil años?”.
Yo les respondo que no hay respuesta, valga la redundancia. Que a cada uno corresponde reflexionar en ese hecho, y que la reflexión puede llevarles la existencia entera. Hoy las redes sociales, en buena medida, representan la violación campante de muchos de esos derechos humanos.
Y menos mal que no es posible matar físicamente a otro por medio de la opinología, pues en tal caso el mundo estaría sembrado de cadáveres. Cuando la gente dice, a propósito de los inmigrantes venezolanos en Uruguay, cosas (y cito literalmente) como “Hay que sacarlos del culo del país”: “No pueden criticar a mi gobierno, y sí, tal vez debemos consultar a un abogado”; “Tiene muchísimos lugares en el mundo ése o ésa extranjera”, cuando leo esas frases sesudas y cargadas de racionalidad, me doy cuenta de la vigencia espeluznante de Twain.
Parece que olvidamos algo muy elemental: la mejora del mundo no depende de éste o aquel movimiento social, gobierno o parlamento, sino de nosotros mismos en nuestro día a día.
Somos tan breves y ensuciamos tan a la ligera nuestra brevedad con ejercicios inútiles de mezquindad y de alevosía. Como dice Satán, en El forastero misterioso: “No todo es ridículo, al fin de cuentas, cuando uno recuerda qué tan escasos son sus días y que ustedes no son más que sombras”.