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La conspiración de Duvimioso Terra

Por Leonardo Borges.

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1891. Presidía Uruguay -desde 1890- don Julio Herrera y Obes, principista de otros tiempos, convertido en jefe del Partido Colorado. Ejercía entonces un gobierno de corte civil, en contraposición al período inmediatamente anterior, el militarismo. De este modo, en 1891 el presidente civilista gobernaba poco más de un año y una conspiración se cernía desde las sombras. Desde la vecina Buenos Aires, se preparaban los conjurados. Otra rebelión en puerta, en un Uruguay que poco tenía de aquel caudillesco y pastoril, en el que los niños iban cada vez más a la escuela; donde el desorden ya no plagaba los campos, donde se comenzó a difundir el uso del teléfono y la energía eléctrica, entre muchos otros cambios. La pregunta sería por qué.

El estilo herrerista poco se parecía al del joven principista de otros tiempos; estaba convertido en un fuerte jefe de partido. De esta manera, su gobierno navegó entre el exclusivismo político, la política selectiva y los fraudes electorales, especie de patología del sistema electoral del país. Ante ese exclusivismo, un grupo se intentó rebelar aquel año. Eran muchos los enemigos de Herrera y Obes, entre ellos, los constitucionalistas, los nacionalistas y principalmente los colorados populares. Estos últimos formaban parte de su partido y eran liderados por su némesis, el joven José Batlle y Ordóñez.

El complot se comenzó a desarrollar desde Buenos Aires. Los conspiradores irían contra Herrera. Entre estos se encontraba a la cabeza Duvimioso Terra, sumándose Ventura Gotuzzo, Antenor Pereyra, Manuel Barreto, Benito Montaldo, Juan Cruz Costa y el Dr. Pantaleón Pérez. Pérez, según consta, era un conocido médico y filántropo, fundador de la Sociedad de Socorros Mutuos del Partido Nacional y miembro del Directorio del Banco Comercial.

Desde Buenos Aires, Terra y los suyos armaron la estrategia. Derrocarían al presidente colocando a Tomás Gomensoro como gobernador provisorio. De esta manera, el país podría continuar con su vida política, en este caso, para todos por igual.

Uno de los hombres que desde Buenos Aires -aparecía como un apoyo fuerte al movimiento- era el coronel Lorenzo Latorre. Los conspiradores apostaban al coronel Andrés Kringler, hombre de confianza de Latorre. Pero Latorre -desde el principio- se presentó lejano al movimiento e incluso al país. Le contestó a Benito Montaldo, con su posición, sobre la conjura.

“Estimado amigo: es tan informal lo que se pretende, que no puedo ni debo acceder sin antes saber de qué elementos se trata y que es lo que se pretende.

Ni por mi carácter ni por mis antecedentes, soy hombre de obedecer incondicionalmente a nadie. Sin pretensiones personales de ningún género y sin más interés que servir a mi país y a mi partido, concurriré donde él me necesite, a condición de tener por base moral y administrativa, la igualdad de derechos para todos.

En política, desprecio las amenazas, como los halagos. No me intimidan ni me ofenden, como prefiero que se prescinda de mí para movimientos personales. Tengo conquistado un nombre entre las gentes honradas de mi país y no lo perderé por nada ni por nadie.

¿Qué movimiento político es el que ahí se proyecta, que los hombres que a él deben concurrir, y piden mi dirección o concurso, aparecen entre sombras? ¿Cómo es posible acceder a nada sin saber quiénes son los que se comprometen y el fin que los guía? ¿Cómo asumir la responsabilidad de un asunto de tanta magnitud y del cual conozco detalles? ¿Cómo me piden armas, dinero y demás pertrechos de guerra, sin que yo sepa el destino de todo eso? ¿Es acaso una celada o una explotación?.

Pido disculpa al buen amigo a quien dirijo estas líneas y hago debida justicia a sus leales y sinceras intenciones, pero le ruego medite en las razones que le expongo y se convenza de la verdad de cuanto digo.

Termino repitiendo lo dicho ya: no pretendo nada para mí ni tengo en política pretensiones personales de ningún género. Y, si estoy dispuesto a prestar mi más o menos valioso concurso personal a todo lo que importe un beneficio para mi país y mi partido, será bajo las condiciones enunciadas”.

La negativa de Lorenzo Latorre traía implícita muchas enseñanzas para los conjurados. Latorre no estaba de acuerdo con la rebelión, pero ya sabía, aunque fuera fragmentariamente sobre ella. Los conspiradores continuaron intentando hacerse de la oficialidad, traerlos a su patio. Mientras más se contactaban con ellos, más desperdigaban la noticia de la sublevación inminente. Abordaron al coronel Valentín Martínez, jefe del Regimiento de Artillería Ligera, y al coronel Roberto Usher, jefe del 4º de Cazadores; estos inmediatamente pusieron de sobreaviso al presidente Herrera y Obes. El tejido estaba descubierto y Herrera, en una movida magistral, delegó al coronel Andrés Kringler para infiltrarse en el movimiento. De este modo, poseía una especie de topo, un rata en la conspiración.

El 7 de octubre de 1891, Duvimioso Terra viajó desde Buenos Aires y llegó a Montevideo continuando su actividad subversiva, intentando sumar cada vez más participantes. Mientras más preguntaba, más alimentaba al gobierno. Ya los infiltrados eran tres. A pesar de esto, muchos fueron los que se sumaron a la rebelión, Herrera era muy resistido por propios y ajenos. José María Pampillón, Eustaquio Tomé, Agustín Urtubey y nada menos que Gumersindo Saravia, uno de los hermanos de Aparicio, se sumaron a la intriga. La mayoría eran blancos, pero no faltaban los colorados. Según Maiztegui, los conjurados contaban con una figura de renombre colorado, el coronel Melitón Muñoz.

El día indicado era el 11 de octubre. Cuenta José Luciano Martínez que “a las dos y media de la tarde, el coronel Roberto Usher, después de proveer de cuchillos a la tropa, marchó con su batallón al cuartel de La Unión. Entro a la plaza de armas, hizo armar pabellones y se puso a órdenes del coronel Valentín Martínez”. A las 10 de la noche llegaba al cuartel Duvimioso Terra para dirigir el movimiento. Se cuenta que entraron a la sala de espera. Aparecieron entonces Martínez y Usher junto con los mayores Ortiz, Medina y Ferreira. Se sentaron en una gran mesa, en la que se sirvió un tentempié. Pero una hora después, cuando el reloj marcaba las 11 de la noche, se desbarató la conspiración.

“El campanazo del reloj de la Mayoría, con un toque de atención, marcó las 11. ¡Era la señal! Rápidamente, se puso de pie el coronel Valentín Martínez y dirigiéndose al Dr. Duvimioso Terra, le dijo: ‘Está usted preso’. Este, sin inmutarse, le respondió: ‘Yo lo creía a usted, pero nunca…’”.

De esta forma, fueron llevados a detención en tres piezas bien vigiladas. Entretanto, corrió la noticia de que en 8 de Octubre y Comercio había disturbios. Un grupo armado de la Sociedad de Socorros Mutuos del Partido Nacional, expectante de los hechos, esperaba noticias. Inmediatamente se encontraron estos con un escuadrón del Batallón Nº 4. Allí mismo arremetieron a tiros unos contra otros y la muerte inevitablemente se hizo presente. Murieron allí Adramantino Fernández, Miguel Stella, Manuel Cordones, Adhemar Cordones y Bartolomé Cardozo. Mientras que permanecían heridos Pablo Montes de Oca, Juan Reboledo, Heraclio Basáñez, Rodolfo Horne y Lindero Spikerman, dentro de los blancos, y por los militares, Leonardo Arias y Gauna.

Ya era bastante sangre por un día, pero restaba otra muerte. Dentro del cuartel, Pantaleón Pérez intentó escabullirse para escapar y fue atravesado por una bala de un guardia. Murió al instante.

Una hora después llegaba el presidente; inflado por su estratagema victoriosa, pasó revista a la tropa formada en la calle 18 de Julio. El civilista de otrora, el romántico orador, era ahora un típico jefe de partido.

El Directorio del Partido Nacional, en boca de su presidente Juan José de Herrera, se alejó de los conspiradores. Pero muchos hombres responsabilizaron a Herrera y Obes por las muertes. En definitiva, él había pergeñado la celada.

Los conspiradores terminaron presos. Un mes después, tras una amnistía, Terra pasó a Buenos Aires. Desde allí, lejos de estar vencido, tomó aires renovados. El gobierno exclusivista de Herrera proseguía. Su grupo político, La Colectividad, minaba y contaminaba cada rincón del sistema político de Uruguay.

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