1515. Amanecía y el sol tremendo aparecía sollozando desde el este, marcando el camino que debíamos seguir. Habíamos sufrido una tormenta dos días antes, que había averiado el timón de una de las naves y había destruido también nuestra paz. Aquel viaje era una locura. En nombre del rey surcábamos quien sabe qué mares, atravesábamos intensas tormentas, luchábamos contra nuestros miedos, y para qué… por qué. La misión era encontrar un pasaje, que ni siquiera sabíamos que existía. Habíamos zarpado de la barra de San Lúcar, el ocho de octubre del año de nuestro señor de 1515. Una hermosa mañana, despejada, abierta a los siete mares, análogamente abierta a la incertidumbre. La marcha hacia lo desconocido estaba compuesta por tres hermosas carabelas. «Los portugos intentaron sabotearnos las naves», dijo el capitán unos días antes de salir. Pero claro es que no lo lograron. Mientras preparábamos la expedición, se tuvo noticia de unos portugueses merodeando en las barracas. Habían llegado a Cádiz hacía tres o cuatro días, traídos por Joao, un portugués que trabajaba en el puerto. Se decía hispano y pretendía que lo llamáramos Juan. Pero era un espía, zorro astuto de impíos imperios. Los tiempos habían cambiado, hispanos y lusos luchaban por trozos de poder, reinos cristianos enfrentados en la política, de la peor manera. 60 hombres embarcaban aquella madrugada sin saber adónde. Desde los tiempos de las primeras expediciones, se había abierto una puerta enorme, un portal que había puesto de cabeza al mundo. Nuestro capitán, por quien yo estoy aquí, me ha contado varias de sus aventuras. «Allá afuera está el devenir», me dijo antes de convidarme a esta locura. Yo era su confesor y su amigo. Desde los tiempos de la juventud, compartimos las ideas de aquellos tiempos, los sueños… que eran otros. En Sevilla nos cruzamos un par de veces, pero nuestro encuentro en la amistad fue en Cádiz. Todos los tiempos son el mismo tiempo, pensábamos de jóvenes, pero las crónicas que él contaba en aquellas largas noches de tertulias, me hacían repensar mis verdades y convicciones. Las extravagancias de Marco Polo parecían nimiedades con lo que mi amigo contaba. Realidad y fantasía se confundían en una romería prostibular.
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Los viajes a las Indias con los portugos, en los que, crean mis palabras, más de una ocasión no pude creer lo que mis oídos escuchaban. Las crónicas de los Caribes, esas bestias sin alma ni Dios…, el terrible Yucatán, con sus salvajes paisajes vírgenes impuros…, y ese era el futuro, decían, y aquello me hacía pensar. Cuánto de impuro tiene una virgen, o hasta dónde la inocencia o la ignorancia son pecados.
Más me envolvía en la trama de aquel viaje aquella descabellada hazaña que me convidaba mi amigo, el que tantas olas ha surcado y ha sobrevivido. Más de una vez recordó los tiempos de corsario con los franceses, en los que mataba o moría por un botín, en el que se alejó de la fe, pero fue perdonado pues cambió. ¿Hasta dónde cambia un hombre?
Aquel día dije que sí, que me embarcaría para conocer esos mares y las tierras que bañaban. Mis migrañas eran intensas y solo los cataplasmas contenían aquello. Pero mis dolores venían desde otro sitio. Las preguntas explotaban en mi cabeza. El mundo estaba cambiando y yo iba a ser un protagonista.
El mundo estaba cambiando tan rápidamente que nadie podía tener ya todas las respuestas. Los sabios sacrosantos, ascetas, anacoretas, ahora estaban desmoronándose como un castillo de arena. ¿Quién tenía las verdades ahora? ¿En qué baúl, en qué cueva escondida estaban las verdades del hombre?. Y en medio de esta insanía, nosotros turbábamos al destino, navegando las aguas que nadie navegó jamás desde el principio de los tiempos. Aquello no era un buen presagio. Habían pasado 50 años desde que este cristiano había visto la luz, en Murcia, una mañana del 7 de marzo del año de nuestro señor de 1466. Nací y me crié en una tierra de orden. Hoy, al mirar hacia atrás, veo la sapiencia de aquellos tiempos, pues hoy los campesinos se creen nobles, las fronteras se mueven como serpientes y existe un rincón olvidado por Dios. Y como si fuésemos penitentes, hacia allí es que vamos.
La tierra que soñaron nuestros padres, y sus padres y los padres de estos se deshace, como el bizcocho podrido que comemos aquí. ¿Acaso somos animales? ¿Qué hace un noble entre tanta basura?… pregunté un día, al Piloto Mayor de su Majestad, mi amigo, Juan Díaz de Solís. Pero aquel hombre estaba convencido y con su mirada adelante, eso me decía cuando por las noches compartíamos un buen vino. Mientras preparábamos el viaje, en Lepe, alejados de las confabulaciones de los portugos, siempre conversábamos sobre sus historias fantásticas y la gloria de navegar hacia las riquezas…
La gloria era la ambrosía de Solís, pero no la mía. Pues no encontraba gloria, en aquellas tierras insignificantes, salvajes e infieles. Había cosas más importantes en mi cabeza, tal vez, preguntas sin respuesta que aparecían y exaltaban mis migrañas. Habían pasado ya 90 largos y penosos días desde que habíamos partido en busca del bendito canal. Largas noches de vigilia, pensando cómo eran aquellas gentes infieles, cómo eran esas tierras salvajes. Había leído algunas crónicas del italiano Vespuci, que relataban las maravillas y perversiones de aquellas tierras. En más de una ocasión, tras cenar con el capitán, me encerré en mi camarote a pensar, mirando a través del ojo de buey el mar. Tan inmenso y terrible, tan sabio y viejo… y uno, tan pequeño e insignificante. ¿Cuánta sabiduría recoge un cuenco? Eso somos tal vez, tan solo un cuenco que espera ser llenado… con la sabiduría de los tiempos. Pero han cambiado las estaciones, han cambiado los saberes, o están cambiando… cómo llenar el cuenco con el agua indicada. Cómo saber, cómo sentir. Hacia dónde vamos, me preguntaba por las noches, mirando ese mar embravecido… ¿hacia el paraíso o hacia el infierno? ¿Quiénes son esos otros, parecidos, con rasgos de humanos pero con corazón salvaje? ¿Son animales sin ánima o dolor, son bestias de carga? Demasiadas preguntas nublaban mi cavilar, demasiadas preguntas y tal vez un miedo inconmensurable ante las respuestas.