Estamos en un mundo irremediablemente multicultural. La convivencia entre culturas es una condición connatural al ejercicio de la vida social que devela, sin embargo, que estamos muy lejos aún de la interculturalidad. No tengo intenciones de marear con términos similares al lector, pero siento que es necesario explicar que la existencia de culturas variadas no significa nada más que yuxtaposición; para lograr la interculturalidad se hace imprescindible una tarea seria con acciones planificadas e intencionadas que permitan producir integración, intercambio y riqueza entre los miembros de la sociedad. Lo intercultural concierne a la relación de culturas en el encuentro, en la ocasión de dar a conocer y procurar conocer, de abrirnos a los otros y compartir con ellos los rasgos esenciales de cómo somos, sentimos y vivimos, y recibir hospitalariamente a los que llegan del mismo modo, con la apertura de quien está disponible para conocer y valorar.
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Uruguay es un país marcado por la migración. “Los uruguayos descendemos de los barcos”, se dice por allí jocosamente para dar a entender ese pasado unido inexorablemente a nuestros ancestros, especialmente -aunque no únicamente- procedentes de España y de Italia. Es también una forma de disfrazar la matanza imperdonable de los indígenas que eran los verdaderos habitantes de estas tierras.
Desde aquellos primeros tiempos hasta el presente, se sucedieron ciclos diversos de inmigración y emigración, esta última provocada por razones económicas y políticas en instancias históricas de doloroso fratricidio. Hoy miramos perplejos la llegada de personas desde nuestra América, con su tono lingüístico diferencial, su música, su comida, su alegría. Y a nosotros, los campeones de los flujos migratorios nos atacó una amnesia inesperada y parece que no podemos recordar los tiempos no tan lejanos en que los que salíamos a ganarnos el pan haciendo cualquier tarea en el extranjero éramos nosotros.
Por momentos siento vergüenza, aunque aún tengo esperanza y sigo apostando a que lo mejor surja y se genere una verdadera integración. La educación formal tiene mucho para mostrar en este sentido, mucho para hacer también por delante, sobre todo cuando de integración y valoración del diferente se trata, destituyendo la tentación de la asimilación y presentando ocasiones nuevas para forjar un futuro de convivencia enriquecida. Está siempre latente la presencia de las modalidades de los nacionalismos excluyentes a las que hay que combatir con una visión más completa y enriquecida del ser humano.
Es esto último algo de lo que urge ocuparse. Sobre todo, cuando pensamos en la educación media y sumamos a la dificultad que traen muchos jóvenes, provocada por esta instalación en un país diferente al de origen, la propia condición adolescente. La adolescencia es un tiempo de desasosiego sobre todo identitario. Es el tiempo de abandonar los ropajes de la infancia e ir generando el proyecto de vida. Debe ser de verdad muy difícil lograrlo si entre las coincidencias se produce la migración con esta etapa del desarrollo. “La vida en 23 kilos”, escribe una de nuestras estudiantes llegadita hace unos meses desde algún rincón de nuestra América Latina. Sólo podía traer a este nuevo destino una valija de 23 kilos, por eso narra la dolorosa selección de objetos que necesitará materialmente para vivir, pero sobre todo la elección de recuerdos que necesitará emocionalmente para resistir la instalación en un país tan diferente.
El reto de la educación es desarrollar un modelo de enseñanza hospitalario, en el que la presencia de las culturas diferentes, coexistiendo en un mismo centro, en el mismo salón de clases, no sea motivo de conflictos, sino la oportunidad para hacer de estos lugares escenarios de diálogo, intercambio, comunicación, fomento del conocimiento, respeto y aceptación entre colectivos distintos socioculturalmente hablando. En muchos centros se suceden trabajos interesantes y necesarios que vinculan asignaturas en forma interdisciplinaria, permitiendo que muchos estudiantes enseñen las características más representativas de su cultura de origen.
Así aparecen ferias gastronómicas, muestras de artes plásticas, expresiones musicales y un sinfín de acciones que ponen en juego y valor ese saber de los recién llegados con los locales.
El reto de Uruguay es recibir y alojar a estas personas que llegan, muchas veces sin haberlo planificado demasiado, a luchar por un destino posible. Por eso, en este final de reflexión, no veo mejor modo de cierre que recurrir a una anécdota generada en un salón de clase de un liceo uruguayo, cuando en ocasión de una tarea colectiva en clase de Geografía, los estudiantes se dieron a cumplir la consigna: dibujar un mapa de nuestro país. Así fueron, entre todos, agregando ciudades, accidentes geográficos, características territoriales. Sobre el final, la profesora les indicó a sus estudiantes la necesidad de poner un nombre a la tarea. Allí estaba la representación gráfica de este rinconcito americano que es Uruguay hecha por los estudiantes de primer año de un liceo montevideano, cuya etapa final de trabajo consistía en ponerle un título a ese mapa. La clase estaba en silencio, quizás provocado por la concentración del pensamiento, hasta que desde un ángulo del salón surgió una vocecita con un dejo especial y alegre, cargada del color y el calor del Caribe con la respuesta justa: “Paraíso, Profe, le podemos llamar Paraíso”.