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Lorquiana

Por Celsa Puente.

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El domingo pasado, 18 de agosto, se cumplió un año más -83 en total- del fusilamiento del poeta y dramaturgo español Federico García Lorca por parte de las fuerzas fascistas que lo persiguieron y asesinaron como expresión pura del horror que les despierta el que es diferente a aquellos que quieren un mundo idéntico y homogéneo. Su cuerpo nunca apareció, pero se dice que aquella madrugada, amparados en la cobarde “ley de fuga” -la simulación de una fuga para justificar el asesinato-, al grito de “rojo y maricón”, lo exterminaron.

Creo que ese gesto incalificable de sus asesinos, sumado a la fuerza de su palabra creadora, lejos de borrarlo de la faz de la tierra, lo dejó vivo para siempre y nos dejó la oportunidad de emocionarnos con sus textos y seguir indignándonos con un asesinato nacido de la maldad más profunda. Antonio Machado, otro gran poeta español, imaginó este instante del homicidio aludiendo a que la cobardía fue seguramente lo que reinó en aquel descampado sitio de Granada: “El pelotón de verdugos / no osó mirarle la cara / Todos cerraron los ojos”.

Hay momentos personales que se convierten en colectivos por su simbolismo, por la fuerza de los ideales que encarnan y porque nos permiten reflexionar sobre aspectos de nuestra humanidad, presente o ausente en ellos. La muerte de Federico García Lorca es uno de esos momentos que no pueden ser evaluados como meros sucesos personales.

En principio, porque tal como el psicoanalista uruguayo Marcelo Viñar plantea en relación al análisis de casos similares, su asesinato muestra la “pérdida de la capacidad para admitir la alteridad” que desarrollan algunos seres a los que lo heterogéneo se les hace insoportable, como contraste a la riqueza del diálogo controversial, definitorio del ser humano”. Las dictaduras suelen encarnar cierta herencia perversa que parece no morir nunca y consiste en percibir la divergencia como detestable y aspiran a la concreción de un ser unívoco y monolítico, considerando a todo el que porte otras características como abominable, extraño y enemigo, por tanto, pasible de ser exterminado.

A pesar del dolor de su desaparición tan temprana -tenía solo 38 años- y de las circunstancias tan indignantes de su muerte, el mejor triunfo es que Federico vive. Lo conocí durante mi infancia de labios de mi madre, una gallega que admiraba el arte andaluz y se regocijaba con el canto y el recitado de algunos de sus textos. Así es que mi infancia también estuvo poblada por la luna andaluza y sus mitos de amor y muerte, por gitanillos y gitanillas que estaban siempre rondando entre el amor, la pasión y la muerte, tan locales y a la vez tan universales. Ya de adolescente, ingresé por mi propia mano a conocer sus piezas teatrales y me enamoré de algunas de ellas. Mi alma adolescente no olvidará jamás la pasión de Mariana Pineda, expresión pura del amor en todos sus matices que es capaz de decir: “En la bandera de la libertad bordé el amor más grande de mi vida”. La firmeza de la construcción de ese personaje, esa fortaleza femenina, comprometida, me llevó a amar tanto su nombre, que fue casi condición sine qua non para que, al formar mi propia familia, expusiera a mi marido que de tener una hija, se llamaría Mariana. Ya allí anda mi Mariana por el mundo, comprometida con la vida, con su país y profundamente enamorada.

Algunos de sus textos, discursos, comentarios en medios de prensa de la época, dan cuenta de su mirada política, profundamente sensible con la diversidad, totalmente hospitalario. En enero de 1931, declara en La Gaceta Literaria: “Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío…, del morisco que todos llevamos dentro”. Intentaba explicar esa vocación de encuentro con lo humano que, más allá de las diferencias, lo caracterizaba. Esa sensibilidad lo llevó a decir unos años más tarde, en 1934: “En este mundo yo siempre soy y seré partidario de los pobres. Yo siempre seré partidario de los que no tienen nada y hasta la tranquilidad de la nada se les niega”. Y es en este sentido, de discutir sobre la pobreza y su definición, que creo que algunos párrafos del discurso que dio en la apertura de la biblioteca de su pueblo, Fuentevaqueros, vienen a tener una fortaleza duradera, honda y conmovedora: “No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle, no pediría un pan, sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales, que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social”.

Releer a Federico en toda la amplitud de su obra es encontrarnos con estas ideas tan vigentes, tan humanas. Sigue siendo actual, no solo porque seguramente él era un avanzado en relación a su tiempo, sino porque vivimos en un mundo que no pudo prosperar y sigue firme en esa vocación de erradicar al diferente, firme en el individualismo y el egoísmo. Mientras escribo estas líneas, siento el corazón oprimido. Aún están dentro del Open Arms, desde hace 20 días, una centena de personas en el Mediterráneo, a las que se les está negando asilo en los puertos europeos porque son pobres, porque son negros, porque esas diferencias molestan.

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