“En esas condiciones no hay alivio posible, ni el bálsamo falaz de la nostalgia, ni el más firme consuelo del olvido”.
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Ángel González
1865. ¿Cuánto tiempo tardamos en tomar una decisión? ¿Cuánto tarda en transcurrir ese segundo? Cuántos pensamientos se disparan desparejos, abultados, apretados unos con otros; mientras se proyectan constantes emociones, odio, dolor, o tan solo ansias de resarcimiento, que inevitablemente creemos justo. Cuántas cosas nos pasan adentro cuando vamos a tomar una decisión tan tajante. Los culpables de mi dolor serán tal vez y al mismo tiempo, y por contraposición justa, los dolientes de mi barbarie. Villanos de hoy, mártires de la historia negra, oculta detrás de revisionistas que no han vivido. Que no han sentido la muerte cerca, la atrocidad de la expiración, la sangre confundida con la orina, cuando el hombre ya no controla ni su propio cuerpo. La suciedad de la guerra, el olor penetrante de cadáveres inertes. Cuánto tarda uno en tomar la decisión de su vida. ¿Cuánto tarda la historia en echártelo en cara?
Cuántas imágenes dolientes, de inocencia perdida. Ese odio que no podemos explicar, que nace de las entrañas y que duele. La imagen de un niño que observa atónito, sin comprender en su cabal totalidad, a su madre siendo penetrada por un ser taciturno, oscuro ente con un pañuelo blanco. ¡Ese color! Los recuerdos aturden. Ni el olvido ni la nostalgia de tiempos buenos. Nada es más fuerte que el odio. La venganza.
Recién había acabado la confrontación. Mucho había tardado, un mes para tomar una ciudad pulguienta que ni siquiera murallas tenía. Veinte mil hombres, brasileros y orientales compartían aquel mes unas vacaciones en Paysandú, esperando la inevitable caída de la ciudad. Era solo cuestión de tiempo; él lo sabia. Pero Venancio Flores estaba nervioso, los brasileños lo miraban, el almirante Tamandaré y Mena Barreto, cajetillas, no podían creer que un solo hombre soportara con ochocientos mugrientos aquel sitio. Todas las mañanas se paseaba a las risas ese blanquillo, Leandro Gómez se ríe bajito. Nos tenía agarrados de las bolas. Todo nuestro ejército para tomar Paysandú. Esos pañuelos blancos que se regodeaban. Sabían que estaban perdidos, pero se sostenían por la tozudez de ese caudillejo. Pero ese día nos colamos entre las aberturas de la piojosa ciudad y los agarramos. Ya no se reían.
De repente en medio de aquella rendición, de esos hombres que pasaban en fila, serios, cabizbajos y meditando su derrota, algo sucedió. Leandro Gómez había sido apresado por los brasileños, que lo trataban como un trofeo; tu enemigo realza tu victoria en muchos casos. Pero allí apareció el Pancho Belén con otros hombres y pidieron al vencido. Una lucha de autoridades se cerró con la frase adusta y contundente de Gómez: “Prefiero ser prisionero de mis conciudadanos antes que de extranjeros”. Optaba sin saberlo por la peor opción. Belén los llevó ante el mismísimo Gregorio Goyo Suárez, el afamado caudillo colorado al que apodaban Goyo Jeta. Y allí estaban, Gómez y sus hombres, esos pocos que quedaban de los 800 iniciales. Allí estaban, esperando su destino.
¿Cuánto tarda un hombre en tomar una decisión que cambiará su vida? Silencio “¿Qué hago goyo? ¿Qué hago?”, repitió Belén, mientras Suárez se perdía en sus recuerdos, en su bombardeo de dolor. Habrá sido un segundo. Levantó la mirada y miró fijamente a Gómez. Tenía un pañuelo blanco. Recordó de repente, en un segundo a aquellos blancos que habían asaltado su estancia, recordó su niñez muerta tras la violación de su madre, recordó los meneadores con los que la ataron y como reían y un gaucho sucio con los pantalones bajos se aseaba su sexo. La prendieron fuego. Ardía y gritaba y lo miraba. “¡Quítelos de mi presencia, carajo! ¡No los quiero ver! ¡Páselos al fondo y cumpla su deber!”. Silencio.
Cuenta la historia que Leandro Gómez fue “acribillado a balazos y después hecho trizas a puñaladas hasta dejarlo completamente desfigurado”.
Mientras el cadáver todavía no parecía cadáver, un oficial colorado, don Eleuterio Mujica, cortó de un saque la barba del general Gómez para jugar con sus compañeros, haciendo que los pintaba con aquel macabro pincel.
Los demás fueron cayendo uno a uno, hasta llegar a 100 fusilados y minuciosamente torturados previamente por los hombres del Goyo. Mientras eran fusilados, ardía todavía la madre de Suárez, en su mente, todo en su imaginación. Veneno que corría por sus venas. Al mismo tiempo la historia se lo estaba cobrando. Héroes ayer, villanos hoy. Y quedaba tiempo para más veneno. Siempre hay tiempo para más veneno.