La Asamblea General de las Naciones Unidas vuelve este 28 y 29 de octubre a debatir el bloqueo de Estados Unidos contra Cuba, la política más prolongada de sanciones económicas impuesta en la historia moderna. Por trigésimo tercera vez, la comunidad internacional discutirá una resolución que pide su levantamiento. Y por trigésimo tercera vez, el resultado será previsible, una abrumadora mayoría condenará el cerco, pero nada cambiará en la práctica.
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¿Cómo puede persistir una política rechazada casi por unanimidad durante tres décadas? Esta pregunta tiene respuestas jurídicas, económicas y políticas, pero también morales. El bloqueo es un mecanismo de coerción económica; es una forma de castigo colectivo que intenta rendir por hambre a un país pequeño y soberano, en abierta contradicción con la Carta de las Naciones Unidas y con los principios básicos de los derechos humanos.
El costo humano de una política de guerra económica
El más reciente Informe de Cuba sobre los efectos del bloqueo detalla el alcance devastador de las sanciones. Entre marzo de 2024 y febrero de 2025, las pérdidas ascendieron a 7.556 millones de dólares, un incremento del 49 % respecto al año anterior. En términos acumulados, los daños superan los 170.000 millones, una cifra que equivale a varias veces el presupuesto anual de salud y educación del país.
Más allá de los números, el informe revela la dimensión humana del cerco. La política estadounidense impide la compra directa de medicamentos, reactivos, piezas de repuesto, insumos agrícolas y tecnologías esenciales. Detrás de cada partida retenida o transferencia bloqueada hay un hospital sin equipamiento, una cirugía pospuesta o una escuela sin materiales.
En el sistema de salud, Cuba no puede adquirir equipos o fármacos fabricados en Estados Unidos ni aquellos que contengan más de un 10 % de componentes estadounidenses. Esto impide el acceso a marcapasos, prótesis cardíacas, reactivos oncológicos, bombas de infusión y medicamentos biotecnológicos de uso común en el resto del mundo. Más de 94.000 pacientes esperan cirugías que no pueden realizarse por falta de insumos.
Los daños no se limitan a los hospitales. Las dificultades para importar alimentos básicos, fertilizantes o combustibles repercuten en la canasta familiar normada, que depende casi totalmente de productos importados. En 2024, la producción nacional de carne de cerdo cayó un 47 %, y el país no pudo garantizar la leche en polvo para todos los niños.
Cada hora de bloqueo cuesta a Cuba más de 860.000 dólares. Pero lo que esa cifra encierra son horas de privación, desigualdad y sufrimiento.
Desde el punto de vista jurídico, el bloqueo constituye una violación flagrante del derecho internacional consuetudinario y de la propia Carta de las Naciones Unidas, que prohíbe el uso de medidas coercitivas unilaterales. También viola el principio de no intervención en los asuntos internos de los Estados y el derecho de los pueblos a su desarrollo.
El carácter extraterritorial de la política estadounidense agrava su ilegalidad. La llamada Ley Helms-Burton permite demandar a empresas de terceros países que comercien con Cuba si sus operaciones involucran propiedades nacionalizadas tras 1959. Desde 2019, decenas de compañías europeas, canadienses y asiáticas han sido objeto de sanciones o presiones por parte de tribunales estadounidenses.
Además, la inclusión arbitraria de Cuba en la lista unilateral de Estados patrocinadores del terrorismo refuerza el cerco financiero. Esta medida disuade a bancos e instituciones de operar con la isla, bajo amenaza de sanciones. En la práctica, paraliza transferencias destinadas a la compra de alimentos y medicamentos, e incluso afecta el funcionamiento de las embajadas cubanas en el exterior.
A lo largo de seis décadas, Washington justifica el embargo como una “herramienta de presión política” para promover la “democracia” en Cuba. Sin embargo, los hechos demuestran que las sanciones son un atentado directo a su población.
El acceso restringido a financiamiento internacional, la persecución de proveedores y la penalización de transacciones han reducido la capacidad de inversión del país, con efectos directos sobre la calidad de vida. Sectores tan sensibles como la educación, el transporte y la energía padecen los costos de una política que pretende “asfixiar la economía cubana”, según reconocieron altos funcionarios estadounidenses.
El resultado es una economía más frágil, pero también una sociedad más dependiente y desigual. Los hospitales improvisan con recursos mínimos, los docentes reciclan materiales de enseñanza y las familias soportan apagones y carencias que no derivan de errores de gestión, sino de una estrategia deliberada para causar sufrimiento.
El aislamiento de Estados Unidos ante el mundo
Desde 1992, la Asamblea General de la ONU ha aprobado 33 resoluciones consecutivas condenando el bloqueo. En 2023, 187 países votaron a favor de levantarlo, solo Estados Unidos e Israel se opusieron, y dos gobiernos se abstuvieron. La tendencia ha sido constante, el consenso global contra el embargo es prácticamente unánime.
Sin embargo, las resoluciones de la Asamblea no tienen carácter vinculante. Estados Unidos las ignora con impunidad, amparado en su poder económico y político. La falta de mecanismos coercitivos internacionales convierte estas votaciones en gestos simbólicos, pero sin efecto práctico.
Por estas horas el canciller Bruno Rodríguez denunció que Washington presiona a gobiernos de América Latina y Europa para modificar su voto. Según sus declaraciones, el Departamento de Estado ha instruido a sus embajadas a ejercer “presiones y amenazas económicas” sobre aquellos países que apoyen el proyecto cubano.
¿Por qué un embargo condenado en casi todo el planeta sigue vigente? Las respuestas se encuentran en la política interna de Estados Unidos. La Ley Helms-Burton transfirió al Congreso la potestad de levantar el bloqueo, convirtiendo el tema cubano en un rehén del juego electoral. Ningún presidente puede eliminarlo sin el respaldo de legisladores que, a su vez, temen perder votos en el decisivo estado de Florida.
El lobby de la derecha cubanoamericana mantiene una influencia desproporcionada en la política exterior estadounidense. Su narrativa, anclada en la Guerra Fría, sigue presentando a Cuba como una amenaza y a cualquier flexibilización como una “concesión al comunismo”.
A ello se suma el cálculo geopolítico porque la isla mantiene relaciones estratégicas con China, Rusia y Venezuela, lo que convierte su desarrollo en un factor sensible para Washington. El bloqueo, en ese contexto, funciona como un instrumento de contención y castigo ideológico.
Las consecuencias morales
Más allá de las cifras y los argumentos legales, el bloqueo plantea un dilema ético. ¿Puede un país con el poder de suprimir transacciones, congelar fondos y penalizar empresas extranjeras utilizar ese poder para inducir la miseria de un pueblo entero?
El derecho internacional considera ilegales las sanciones que provoquen daños humanitarios. En los hechos, el cerco económico impuesto a Cuba equivale a una forma de guerra no declarada. No hay bombas, pero sí hospitales sin anestesia, fábricas detenidas, cultivos arruinados y familias que sobreviven con lo justo.
Organismos humanitarios han descrito sus efectos como “un castigo colectivo contrario a los principios de humanidad”. Cuba lo califica de genocidio económico, y no es una exageración, el propósito confesado del bloqueo, según el propio memorando Mallory de 1960, era “provocar hambre y desesperación” para derribar al gobierno.
El debate en la ONU es, cada año, un ejercicio de diplomacia frustrante. Los países levantan sus voces, aprueban resoluciones, reiteran principios. Pero nada cambia. Esta impotencia revela un problema estructural del sistema internacional, las normas existen, pero no hay poder para hacerlas cumplir cuando se trata de una gran potencia.
La persistencia del bloqueo, pese a su condena universal, socava la credibilidad de la ONU y del orden multilateral que dice defender. Es la prueba de que las reglas son aplicables solo a los débiles, y que el derecho se subordina a la geopolítica.
Pese a las carencias y la asfixia financiera, Cuba mantiene servicios públicos gratuitos de salud y educación, y una activa política de cooperación internacional. Más de 30 países reciben colaboración médica cubana, a pesar de las campañas de descrédito impulsadas por Washington para deslegitimar esa ayuda.
El Gobierno de La Habana reconoce sus propios desafíos internos, pero insiste en que ninguna reforma será viable mientras persista el bloqueo. Cada medida económica —desde la importación de alimentos hasta la modernización del sistema eléctrico— tropieza con el cerco financiero.
“Resistir no es una opción ideológica, sino una necesidad vital”, ha dicho el canciller Bruno Rodríguez. “Ningún país puede desarrollarse con una soga al cuello”.
Una deuda pendiente de la humanidad
El bloqueo contra Cuba es, en esencia, un problema de justicia internacional. Su continuidad demuestra que el poder puede más que la razón y que los derechos humanos son selectivos según quién los viole.
Mientras la Asamblea General vuelva a pronunciarse, millones de cubanos seguirán padeciendo las consecuencias de una política que el mundo repudia, pero que nadie logra detener. Es una sanción que castiga no a un gobierno, sino a una nación entera, y que recuerda que el multilateralismo, tal como está concebido, carece de dientes frente al unilateralismo de los poderosos.
El bloqueo no ha logrado derrocar al Gobierno cubano. Pero sí ha probado que un pueblo puede resistir medio siglo de castigo sin renunciar a su soberanía. En esa resistencia hay una lección, pero también una herida abierta para la conciencia del mundo.