La exhibición de la dificultad para el asalto a tales oportunidades no expresa una broma de mal gusto, ni de un exabrupto más en la galería de declaraciones escandalosas y descalificadoras que componen la estética presidencial. Cuando el asesor jefe del gobierno argentino señala, entre sonrisas, que el problema del país es estar poblado por argentinos, no está improvisando otra boutade. Está enunciando, acaso sin metáfora, el núcleo de una política. Una visión del territorio que prescinde de sus habitantes, que los considera un obstáculo para el desarrollo de un modelo extractivo, logístico y tecnocrático, cuya matriz es global pero cuyas víctimas son locales.
Toda exaltación de las virtudes naturales de un territorio su clima, sus recursos, su pasividad sísmica o su promesa de conectividad tropieza tarde o temprano con un obstáculo ineludible: la presencia de quienes lo habitan.
Allí donde la tierra es deseada, el capital busca despejarla. Y así, cada vez que se entonan loas al potencial de un paisaje, se activa una maquinaria que no canta a la vida sino al despojo. No hay imperio que haya elogiado una geografía sin antes trazar sobre ella el mapa de su subordinación. América Latina lo conoce bien: tras el alborozo ante sus frutos y metales vino la cruz, la espada y la inquisición de almas. Evangelización y genocidio fueron las dos alas del mismo buitre colonizador.
Pero esta lógica no quedó atrás en los anaqueles de la historia. Hoy resurge con formas no menos violentas, aunque más sofisticadas. La Franja de Gaza, por caso, reducida a escombro por una maquinaria militar que invoca seguridad pero practica el exterminio, ya es objeto de proyectos que no ocultan su propósito: resorts de lujo, playas privatizadas y zonas francas en el sitio donde ayer hubo hogares, escuelas y hospitales. Trump mismo se permitió soñar públicamente con ese paraíso balneario sobre las ruinas aún humeantes del pueblo palestino. Como antes con los pueblos originarios, la reconfiguración imperial necesita primero arrasar y luego reordenar simbólicamente: sustituir dioses por algoritmos, culturas por centros de convenciones, sujetos por estadísticas. Todo se ofrece bajo el ropaje de la innovación, el desarrollo o la paz, pero lo que subyace es una crueldad barnizada de tecnocracia, una violencia legitimada como daño colateral. No hay inversión sin redención, ni progreso sin cadáveres, en esta liturgia sacrificial del capital, que se enamora de una tierra solo cuando logra vaciarla de historia.
La historia suele depositar su dedo acusador sobre las manos ensangrentadas, pero rara vez interroga a quienes empuñaron la pluma que bosquejó el borrador crucial de los decretos del espanto, ni a los arquitectos que imaginaron en sus despachos el nuevo orden que habría de alzarse, implacable, sobre los escombros.
El terrorismo de Estado en el Cono Sur no fue un desvío de la civilización, sino una de sus formas más crudas y sinceras. No está fuera de la política, sino dentro de su forma desnuda y cruenta, abandonando ya toda pretensión cosmética. Y si los juicios a las Juntas Militares argentinas marcaron un hito jurídico y moral reverenciado con justicia en nuestra memoria colectiva, si la resistencia a los indultos, la anulación de las leyes de impunidad y la continuidad de los procesos contra los genocidas en Argentina son motivo de legítimo orgullo, también es cierto que ese mismo marco tiende a fijar la mirada en el verdugo e inadvertidamente desdibuja al ideólogo, al financiador, al cómplice de sotana o corbata.
No fueron entonces los militares quienes diseñaron la utopía del mercado autorregulado: apenas la ejecutaron con sádicamente gozosa precisión. Fueron convocados como operarios de la demolición social por quienes no querían mancharse las manos, pero sí asegurarse los dividendos. Y la escena, aunque con nuevos atuendos, se repite con la misma partitura. Menem no necesitó campos de concentración para arrasar con lo público, ni Macri torturadores para reinstaurar la lógica del endeudamiento como forma de domesticación. Milei, con su brutalidad explícita y su torpeza performática, acaso nos recuerda que la violencia del capital no siempre llega en forma de tanques: a veces basta con un Excel y un set televisivo. El político, en este teatro de sombras, no es el autor de la obra sino apenas su médium: encarna y paga con su rostro, su voz y su histrionismo la infamia escrita en otros altares, los del dinero, el dogma y el cálculo especulativo.
No se trata, claro está, de afirmar que todo régimen de dominación da lo mismo, o que no puedan distinguirse taxonomías entre sus diversas variantes. El Estado terrorista, con su maquinaria sistemática de desapariciones, centros clandestinos y estados de sitio permanentes, configura una de las formas más monstruosas y crudas del dominio. Pero sería ingenuo pensar que su derrota jurídica y política ha clausurado para siempre los dispositivos del miedo. Hoy, en el corazón de regímenes constitucionales erigidos sobre la representación liberal-fiduciaria se reconfiguran alianzas peligrosas entre la represión y la política, entre la gestión del orden y la administración del pánico.
No se necesita ya el cuartel si alcanza con el protocolo. Y no cualquier protocolo, sino uno que prohíbe interrumpir el tránsito mientras lo colapsa con carros hidrantes, escuadrones motorizados, cordones de infantería y dispositivos de asalto que inmovilizan grandes y pequeñas arterias urbanas. La paradoja no es torpeza: es pedagogía. Porque el objetivo no es liberar la circulación, sino disciplinar a quien se atreva a interrumpirla. Castigar la protesta, no por su potencia, sino por su existencia. Aterrorizar con eficiencia.
La históricamente reaccionaria y polifuncional Patricia Bullrich encarna esa lógica invertida con una determinación casi doctrinaria: asfixiando la calle con gases y blindaje, saturarla de cuerpos armados para vaciarla de voces. Y en esa lógica, todo se vale: golpes y tiros a manifestantes, heridos graves, ataques a la prensa, detenciones arbitrarias. Terrorismo de Estado ya no como régimen cerrado, sino como técnica puntual, dosificada, administrada homeopáticamente según los síntomas. No para suprimirlo todo, sino para infundir el suficiente espanto que garantice la parálisis. Una pedagogía del miedo que opera justo allí donde la protesta podría volverse contagio, donde el grito colectivo amenaza con devenir en decisión política.
Y así, entre el Excel y el escudo, entre el protocolo y el pánico, el capital perfecciona su vieja alquimia: sembrar miedo para cosechar obediencia, ya sea con la gomina y el ceño adusto del pasado o con los mohines grotescos de un monigote en funciones.