Declive y dependencia
El declive demográfico es ya una realidad en muchos países. Japón es el caso más conocido: 2024 fue el decimosexto año consecutivo en que su población disminuyó. Pero Japón es solo la punta de lanza de una tendencia más amplia: según las Naciones Unidas, sesenta y tres países que representan el 28% de la población mundial experimentan actualmente un declive demográfico.
Además, el 55% de los países tienen ahora tasas de natalidad inferiores a 2,1, lo que significa que están por debajo de la «tasa de reemplazo»: el número necesario para mantener la población nacional a largo plazo, sin inmigración. Aunque la mayoría de estos países se encuentran en Asia Oriental, Europa y Norteamérica, también incluyen países en desarrollo como Uruguay, Brasil, Chile, Irán y Bután, todos ellos muy por debajo de la tasa de reemplazo.
El descenso de la población intensifica los retos que plantea el aumento de la esperanza de vida. Como la gente vive más y nace menos, hay menos trabajadores en relación con la población dependiente. En la Unión Europea, por cada persona mayor hay ahora solo tres trabajadores.
Hace veinte años, la «tasa de dependencia de la tercera edad» era de uno a cuatro; hace cuarenta años, de uno a cinco. Para los gobiernos que tratan de mantener el crecimiento del PIB al tiempo que proporcionan todo lo que necesita la población en edad dependiente —pensiones, escuelas, asistencia médica, etc.—, estas tendencias demográficas deberían ser motivo de alarma.
Para la izquierda, enfrentarse al declive demográfico requiere desarrollar un análisis crítico a tres niveles. En primer lugar, necesitamos una comprensión materialista de por qué el mundo tiende hacia tasas de fertilidad más bajas. En segundo lugar, necesitamos situar las presiones demográficas dentro de una comprensión más amplia de la economía política para entender qué efectos es probable que esto tenga sobre el capitalismo en un futuro próximo. Por último, debemos ofrecer un programa político para abordar los profundos retos que plantea una población en declive y envejecida, un programa que ofrezca una visión más amplia del florecimiento humano.
Demografía del feudalismo al capitalismo
Para entender por qué se está produciendo el declive de la población y por qué está ocurriendo ahora, primero tenemos que abordar la evolución demográfica bajo el capitalismo hasta este punto. La escuela de la modernización dominante en demografía describe un proceso de desarrollo relativamente sencillo, según el cual las sociedades preindustriales tenían altas tasas de natalidad y mortalidad, generando una población estable y en lento aumento compuesta por muchas vidas que, tomando prestada una frase de Thomas Hobbes, eran «brutales y breves».
La revolución industrial trajo consigo la urbanización, momento en el que la población empezó a crecer pronunciadamente. Al principio, esta tendencia se vio impulsada por el descenso de las tasas de mortalidad; más tarde, por el descenso de las tasas de fecundidad. Cuando las tasas de fecundidad y mortalidad se estabilizaron en un nivel bajo, se produjo un nuevo equilibrio demográfico, con menos vidas que duraban más.
El problema con este modelo estándar de transición demográfica es que los historiadores han descubierto una relación mucho más compleja entre desarrollo y demografía. Los hechos confunden la narrativa estándar porque en Europa Occidental, donde la revolución industrial despegó por primera vez, las tasas de fertilidad tendieron a ser más altas en la fase inicial de la industrialización que en las sociedades preindustriales.
Además, las tasas de fecundidad más elevadas de este periodo no se registraron en las ciudades, sino en las zonas rurales, donde la producción industrial desplazaba cada vez más a la mano de obra agraria. Fue este aumento de la fecundidad, y no el descenso de la mortalidad, lo que desencadenó el boom demográfico de finales del siglo XVIII.
Esto apunta a la realidad de que los cambios demográficos se pusieron en marcha, no por la urbanización y la industrialización como tales, sino por la proletarización. El ascenso del capitalismo como modo de producción dominante trajo consigo lo que el demógrafo marxista Wally Seccombe denomina un nuevo «régimen de fertilidad». La dinámica de este régimen es fundamental para comprender la reproducción de la fuerza de trabajo, condición previa de todo modo de producción.
En el feudalismo, los campesinos tenían grandes incentivos para tener hijos porque cada niño representaba otro par de manos para trabajar la tierra y otro cuerpo capaz de cuidar de los padres en la vejez. Las limitaciones a la maternidad en las economías de subsistencia estaban relacionadas con la capacidad de los hogares campesinos para acceder a suficientes tierras cultivables.
Los hijos varones que no eran los primeros de la fila solían esperar a disponer de tierras antes de casarse, ya que la producción agraria estaba íntimamente ligada a la formación del hogar. Eso podía significar que las mujeres esperasen hasta mediados o finales de la veintena antes de procrear. Consciente del peligro de tener más hijos que tierras para trabajar, la familia campesina pretendía ser generosa sin ser excesiva, aunque la falta de acceso al control de la natalidad hacía que el tamaño de la familia acabara siendo superior al número deseado.
Con la aparición del capitalismo, muchos hogares rurales empezaron a dar prioridad a la producción de bienes para el mercado. En estos hogares «protoindustriales», como los denomina Seccombe, la necesidad de un abundante suministro de tierra se redujo considerablemente, y con ella cualquier razón para aplazar el matrimonio. Además, estos productores familiares independientes seguían utilizando a los niños como fuente de mano de obra desde una edad temprana. La edad del matrimonio se redujo, las mujeres empezaron a procrear antes y las tasas de fertilidad aumentaron.
La situación era algo diferente para los hogares de los «proletarios tempranos», situados normalmente en una ciudad o pueblo fabril rural. Estaban sometidos a una mercantilización más intensa: la vivienda solo podía adquirirse mediante alquiler, y si ellos y sus hijos iban a trabajar, tenían que encontrar capitalistas que los emplearan.
Estos hogares tampoco tenían motivos para aplazar el matrimonio, y como los salarios eran tan bajos, los ingresos procedentes del trabajo infantil podían suponer una contribución importante a los ingresos del hogar. Así pues, los hogares de los primeros proletarios tenían altas tasas de natalidad, pero también altas tasas de mortalidad, ya que las condiciones de los barrios marginales, plagados de enfermedades, provocaban un aumento de la mortalidad infantil. Por todo ello, la contribución del hogar proletario temprano al crecimiento de la población fue significativa, pero más limitada que la del hogar protoindustrial.
Una vez establecido el nuevo régimen de fecundidad de los hogares protoindustriales y de los proletarios tempranos, el crecimiento demográfico se triplicó entre 1750 y 1900 en Europa Occidental. En el periodo comprendido entre 1850 y 1870 había algo más de cinco hijos por familia. Esta cifra se redujo drásticamente a partir de entonces, con poco más de dos hijos por familia a principios del siglo XX. ¿A qué responde ese drástico descenso de la tasa de fecundidad a principios del siglo XX, tras un aumento tan rápido?
A medida que el capitalismo maduraba, los salarios de los trabajadores aumentaban y crecía la capacidad del trabajador asalariado (varón) para cubrir las necesidades económicas de toda la familia. Además, la escolarización obligatoria y el fin del trabajo infantil a tiempo completo hicieron que los hijos empezaran a convertirse en una carga económica más que en un beneficio para la familia obrera. El control de la natalidad, aunque seguía estando culturalmente mal visto, se difundía cada vez más, aunque de forma desordenada. Las mujeres se volvieron más firmes con sus maridos sobre los riesgos económicos para la familia —por no mencionar los riesgos para su propia salud— que surgirían si continuaban procreando hasta pasados los treinta años.
A este hogar «capitalista maduro» le bastaba con dos o tres hijos. Fue el nacimiento de la estructura familiar del «proveedor masculino», un modelo de hogar que hoy se considera «tradicional» pero que en realidad fue exclusivo del capitalismo y alcanzó su punto álgido en la Europa de la década de 1950.
Hogares capitalistas tardíos
El hogar capitalista tardío llegó a Europa con la incorporación masiva de las mujeres al trabajo asalariado en el último cuarto del siglo XX. Con el movimiento de liberación de la mujer en auge, se produjeron rápidas mejoras en el acceso a la anticoncepción, el derecho al aborto, la educación sexual y la igualdad salarial. Con las dos parejas dedicadas al trabajo asalariado, la atención a la crianza de los hijos se redujo.
Las expectativas culturales también cambiaron a medida que la religiosidad disminuía y la vida social se hipermercantilizaba. Al individualizarse la sociedad y aumentar nuestra capacidad de consumo ostentoso, los hábitos de consumo personalizados (o «preferencias culturales») empezaron a conformar la identidad de los trabajadores tanto o más que los lazos familiares.
Cuando hay tantos bienes y servicios que comprar, ¿quién tiene tiempo y dinero para los hijos? El desarrollo del «yo neoliberal» significa aprovechar al máximo todas las horas del día para desarrollar habilidades, «establecer contactos», mejorar el cuerpo en el gimnasio y aumentar el perfil en las redes sociales con fotos de vacaciones exóticas. Criar a los hijos es un obstáculo para participar plenamente en esta cultura del «ajetreo».
Desde el punto de vista económico, la crianza de los hijos requiere mucho trabajo y mucho espacio, dos factores caros en las economías capitalistas avanzadas. Tener hijos puede perjudicar activamente las perspectivas profesionales, sobre todo para las madres, de quienes se sigue esperando que dediquen más tiempo a la reproducción social que los padres.
Ahora se anima a los trabajadores a cultivar sus carreras como una mercancía por derecho propio y temen que tomarse tiempo libre signifique que sus colegas puedan usurparles un eventual ascenso. En este contexto en el que los hijos se consideran un lujo costoso que se interpone en nuestro «desarrollo» individual, las tasas de natalidad han descendido en todas las clases sociales, aunque los hogares con ingresos bajos siguen teniendo más hijos que los de ingresos altos.
Desde la década de 1970, las tasas de matrimonio han disminuido en todos los estados miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, mientras que la edad media a la que tanto hombres como mujeres se casan ha aumentado significativamente. Una encuesta realizada en 2019 en Estados Unidos reveló que casi dos quintas partes de las personas de entre veinticinco y cincuenta y cuatro años no estaban casadas ni vivían en pareja, lo que supone un aumento sustancial respecto al 29% de 1990. Los hombres y mujeres en pareja tenían muchas más probabilidades de vivir con un hijo que sus homólogos sin pareja.
La dinámica del descenso de los nacimientos en los hogares del capitalismo tardío no es exclusiva de Europa o del Norte global: de hecho, es en gran medida consistente a nivel mundial, independientemente de las diferencias políticas o culturales, un recordatorio de la potente fuerza que ha sido y sigue siendo la globalización a pesar de sus desafíos recientes. Philip Pilkington ha descubierto que el punto de inflexión medio para que las tasas de natalidad caigan por debajo de la tasa de reemplazo es cuando la renta per cápita alcanza los 20.000 dólares. Ha argumentado que se trata de una ley del desarrollo capitalista (tardío), apodándola la «tendencia decreciente de la tasa de población».
Marx argumentaba que existía una contradicción en el modo de producción capitalista entre el valor del trabajo —la fuente última de rentabilidad— y la tecnología que ahorra trabajo: a medida que la tecnología se hace cada vez más importante para el proceso de producción, se crea una tendencia decreciente de la tasa de ganancia.
Pilkington cree que podemos identificar una contradicción «mucho más profunda» entre las necesidades estructurales demográficas del capitalismo en su conjunto (que requiere el crecimiento de la población para sostener la acumulación perpetua de capital) y el «imperativo de trabajo y consumo» de cada trabajador en las economías capitalistas maduras, que genera incentivos socioeconómicos para no tener hijos: «Parece que en las sociedades ricas la gente se ve cada vez más como trabajadora y consumidora primero y progenitora después».
Esto es análogo al concepto de James O’Connor de la «segunda contradicción del capital». Para O’Connor existía una contradicción fundamental entre el implacable afán de acumulación del capital y la necesidad del sistema capitalista en general de mantener un planeta ecológicamente habitable que haga viable esa acumulación. El propio capital socava las condiciones ecológicas para sostener la producción capitalista. Del mismo modo, el proceso de mercantilización vincula a los trabajadores más profundamente a las formas capitalistas de trabajo y de vida pero, al hacerlo, reduce los incentivos para que los trabajadores se dediquen a la reproducción humana, un proceso que nunca puede ser totalmente mercantilizado.
También podemos pensar en esto a nivel de empresa. La licencia por maternidad o paternidad es algo malo para el negocio. A corto plazo, una empresa debe encontrar mano de obra temporal para sustituir a quienes no trabajan, lo que aumenta sus costes. A largo plazo, una madre trabajadora que tiene tres hijos estará sin trabajar más de un año en total (como mínimo), poniendo en peligro el desarrollo del «capital humano» en el que la empresa ha invertido.
Esto explica por qué uno de cada cinco empresarios sigue esperando que sus trabajadoras se reincorporen al trabajo antes de que finalice su licencia por maternidad, mientras que un tercio de los directivos del Reino Unido admite ser reacio a contratar mujeres por si se quedan embarazadas. Sin embargo, a nivel global, las empresas necesitan que los trabajadores se dediquen a la reproducción humana para mantener la plantilla a largo plazo. Lo que cada empresa particular espera es que sean las trabajadoras de otra empresa las que dejen de trabajar como asalariadas para dedicarse a la maternidad.
Por supuesto, al igual que ocurre con la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, siempre hay tendencias compensatorias. ¿Cuáles son las soluciones estructurales que el capitalismo puede encontrar para hacer frente a esta tercera contradicción del capital, la tendencia decreciente de la tasa de población?
La gran inversión
En su libro de 2020, The Great Demographic Reversal: Ageing Societies, Waning Inequality, and an Inflation Revival, los economistas Charles Goodhart y Manoj Pradhan identifican tres posibles soluciones estructurales para las economías capitalistas avanzadas al problema del descenso de la población: la automatización, el aumento de la edad de jubilación y el uso de la abundante oferta de mano de obra de África y la India, ya sea mediante la inmigración o la deslocalización de la producción.
En el caso de la automatización, muchos capitalistas depositan sus esperanzas de futuro en la inteligencia artificial, pero aún no se ha demostrado su capacidad para aumentar la productividad de forma generalizada. Incluso si aceptamos proyecciones ambiciosas sobre el impacto de la IA en el empleo y la productividad, hay pocas probabilidades de que pueda compensar todos los efectos del declive demográfico, sobre todo porque a medida que la población envejezca, habrá una mayor necesidad de trabajo asistencial, que es uno de los trabajos más difíciles de automatizar. Como afirman Goodhart y Pradhan, «por cada puesto de trabajo que la automatización puede o no hacer prescindible, hay un puesto de trabajo que casi con total seguridad surgirá en los cuidados relacionados con la edad».
En última instancia, para mantener el PIB será necesario que la productividad aumente al mismo ritmo que la reducción de la mano de obra total, o incluso más. El gigante de la consultoría McKinsey prevé que Francia e Italia tendrán que triplicar la productividad de aquí a 2050 para compensar los efectos de los cambios demográficos; España deberá cuadruplicarla. Dado que la productividad se ha estancado en Europa desde la crisis financiera de 2008, es probable que esa sea una tarea imposible.
En cuanto al aumento de la edad de jubilación, ya se está produciendo en todas las economías avanzadas, pero lentamente y sin acercarse al aumento de la esperanza de vida. Los gobiernos se han dado cuenta de que intentar aumentar la edad de jubilación es políticamente letal, entre otras cosas porque los mayores de sesenta años representan un grupo demográfico cada vez más numeroso y con altos niveles de participación electoral. Este envejecimiento de la política se ha bautizado como «resurgimiento boomer».
Además, las enfermedades cerebrales asociadas a la vejez, como la demencia y el Parkinson, no reducen directamente la esperanza de vida, pero sí imposibilitan seguir trabajando. Esto pone un límite bastante rígido al grado en que las mejoras en la esperanza de vida pueden conducir a aumentos en la edad jubilatoria.
Es probable que la inmigración procedente de países con poblaciones que siguen creciendo rápidamente —sobre todo, en un futuro próximo, los países africanos y la India— represente una forma importante de que los países más ricos aumenten la oferta de mano de obra en los próximos años. Según las previsiones de la ONU, la población de Estados Unidos seguirá creciendo hasta finales de siglo debido exclusivamente a la inmigración y, como consecuencia, aumentará en más de un tercio (151 millones de personas). Si hoy se cerraran las fronteras, como defienden (al menos retóricamente) los populistas de extrema derecha, el descenso de la población en Estados Unidos comenzaría ya en 2035.
La inmigración, especialmente en sectores como la salud y la asistencia social, ya está paliando los peores efectos del declive demográfico en muchos países del Norte global. Sin embargo, en un mundo en el que la mayoría de los países tienen poblaciones en declive, no todos los Estados tendrán el poder de atracción de Estados Unidos a la hora de convocar a trabajadores cualificados.
Ya podemos ver indicios de las consecuencias que trae aparejado un enfoque hipermercantilizado de la inmigración, con inmigrantes y refugiados que mueren al intentar cruzar el Mediterráneo mientras los países del Sur global reciben suculentas sumas por enviar a sus médicos y enfermeras a Europa. Es probable que esta terrible división de los migrantes entre aquellos que resultan útiles y los que son desechables para el capitalismo occidental se generalice a medida que la mano de obra sea cada vez más escasa.
El fenómeno de las empresas con sede en el Norte global que establecen su producción en países del Sur global —con salarios bajos y abundante mano de obra— también está bien documentado. La integración de China en el capitalismo mundial a partir de 1978 duplicó con creces la oferta mundial de mano de obra en el espacio de treinta años, según Goodhart y Pradhan, lo que tuvo el efecto de socavar el poder sindical en todo el mundo, ejercer una presión deflacionista sobre la economía mundial e impulsar los beneficios empresariales. Sin embargo, a medida que la economía china fue madurando y su propia tasa de fertilidad cayó en picada —pasando en solo siete años de una política estatal de un solo hijo para contener el tamaño de la familia a una población en declive—, ya no ofrece la misma abundante mano de obra barata para el capitalismo mundial que antaño.
¿Podrían India o África ser «la nueva China» y salvar al capitalismo de la escasez de mano de obra? Sí y no. Al igual que China, tanto África como India tienen enormes poblaciones y gobiernos ávidos de «inversión interna». Pero China, bajo el gobierno del Partido Comunista, ha experimentado un nivel de control y coordinación estatal que ni África ni la India pueden reproducir.
Además, el papel de China en la globalización de las décadas de 1990 y 2000 se sustentó en unas libertades comerciales sin precedentes en el llamado momento unipolar, cuando la hegemonía estadounidense era incuestionable. Con el conflicto de las grandes potencias de nuevo a la orden del día y la rápida erección de barreras comerciales, sobre todo por parte de Estados Unidos, ya no puede garantizarse la fácil circulación de capitales a través de las fronteras.
Aunque todas las soluciones estructurales descritas anteriormente pueden compensar la presión demográfica hasta cierto punto, el problema es de escala. Se prevé que Italia pierda diez millones de habitantes en los próximos veinticinco años: el efecto combinado de la IA, los cambios en las pensiones y el aumento de la inmigración no podrá contrarrestar el peso de semejante presión demográfica. Incluso si los gobiernos de países como Italia fueran capaces de provocar un aumento de las tasas de fertilidad a través de políticas pronatalistas, se necesitarían varias décadas para invertir el impulso de la disminución de la población, debido a la disminución del número de mujeres en edad fértil.
Menos gente, más conflictos
Podemos, por consiguiente, suponer sin temor a equivocarnos que los efectos del declive demográfico serán importantes para el capitalismo, pese a las tendencias contrarias. ¿Cuáles serán esos efectos desde el punto de vista de la economía política?
Goodhart y Pradhan argumentan convincentemente que en un mundo con menos gente es probable que haya más conflictos. En primer lugar, a medida que aumente la tasa de dependencia, habrá mucha más gente consumiendo sin producir, lo que actuará como fuente permanente de presión inflacionaria. Además, al reducirse la mano de obra, el mercado laboral se estrechará, lo que provocará un resurgimiento de la fuerza sindical al aumentar el poder de negociación de los trabajadores. La demanda de aumentos salariales será otro factor que garantizará que la era de la baja inflación quede pronto muy atrás.
Algunos han argumentado que los efectos inflacionistas de la presión demográfica no son tan claros, señalando el hecho de que Japón ha experimentado presiones deflacionistas mientras experimentaba un descenso de la población. En general, los economistas ponen a Japón como ejemplo de que los cambios demográficos no son motivo de preocupación.
El problema con esta línea de argumentación es que Japón no puede analizarse aisladamente. Su crisis demográfica comenzó unas dos décadas antes de que el resto del mundo empezara a avanzar en la misma dirección, en un momento en que la mayoría de los países seguían registrando un fuerte crecimiento de la población y China, en particular, registraba regularmente niveles de crecimiento del PIB de dos dígitos. El capital japonés invirtió cada vez más en China para aprovechar su abundante oferta de mano de obra barata, sorteando algunas de las dificultades de su mercado laboral interno.
En un contexto de declive demográfico generalizado, esta vía de escape para el capital será difícil de encontrar. Como argumentan Goodhart y Pradhan: «Japón evolucionó como lo hizo precisamente porque el resto del mundo estaba rebosante de mano de obra exactamente cuando la oferta de mano de obra de Japón estaba menguando».
La persistencia de la inflación supondrá una sacudida para un sistema financiero construido desde 2008 para una era de «deflación de la deuda», en la que se espera que la inflación y los tipos de interés se mantengan en niveles mínimos. Los bancos centrales querrán subir los tipos para frenar la inflación, pero los gobiernos presionarán en la otra dirección para evitar el cese de pago de la deuda y la recesión. Es probable que estas tensiones hagan resurgir las demandas de que se ponga fin a la «independencia» de los bancos centrales en el contexto de nuevas turbulencias financieras.
En esta visión del futuro, la evolución que hemos visto tras la crisis pandémica, con la inflación y las huelgas convirtiéndose de nuevo en factores políticamente relevantes, demostrará haber sido el comienzo de un nuevo periodo en el sistema mundial. Un periodo en el que el conflicto de clases y la inestabilidad social se convertirán en la norma, a medida que los vientos de cola de la globalización y el auge de China se desvanezcan y los vientos demográficos empiecen a hacerse sentir.
Musk y los pañales para adultos
No hay soluciones políticas fáciles para restaurar las tasas de fertilidad al nivel de reemplazo una vez que han caído significativamente por debajo de la cifra mágica de 2,1. Aunque una financiación más generosa de las guarderías puede aumentar el atractivo de tener hijos al hacerlo más asequible, el ejemplo de Suecia, que cuenta con las licencias por maternidad y paternidad y los sistemas de guarderías más generosos del mundo, demuestra que no se trata de una solución milagrosa. La tasa de fertilidad de Suecia aumentó en la primera década de este siglo, lo que llevó a algunos a aclamar sus programas de bienestar como la respuesta, pero desde 2010 ha caído constantemente y ahora está en 1,5, muy por debajo de la tasa de reemplazo.
De hecho, de todas las economías avanzadas, solo hay un país que ha demostrado que puede contrarrestar la tendencia a la baja de las tasas de natalidad: Israel. La tasa de fecundidad del Estado sionista alcanzó su nivel más bajo en 1992, con un 2,7, antes de aumentar y estabilizarse en torno al 2,9, muy por encima de la tasa de reemplazo. Una combinación de la agenda pronatalista del Estado, que exhorta a la población a reproducirse en una carrera demográfica para superar en número a los palestinos, y las altísimas tasas de natalidad de la comunidad judía ultraortodoxa, le ha permitido desafiar la tendencia mundial de disminución de las tasas de natalidad a medida que aumenta la renta per cápita. Parece que la única defensa segura contra el descenso de la población es una sociedad de colonos intensamente religiosa.
El sionismo puede servir de inspiración a los sectores del movimiento pronatalista del Norte global influidos por el eugenismo, cuyos partidarios están preocupados específicamente por el descenso de las tasas de natalidad entre la población blanca. La creciente popularidad de la teoría de la conspiración del «gran reemplazo», según la cual las élites están orquestando un «borrado» de los blancos a través de la inmigración, nos muestra cómo el descenso de la población en el Norte global puede inspirar la paranoia racista. Estas ideas se mezclan con una crítica patriarcal que culpa a la expansión de los derechos de la mujer, incluido el acceso al aborto y la anticoncepción, de reducir la fertilidad. No hay más que ver la creciente popularidad en redes sociales de los ultraderechistas tradwives, que promueven la idea de que la vida era mejor cuando el lugar de la mujer estaba en el hogar.
Elon Musk se ha convertido en uno de los principales propagandistas de la extrema derecha mundial sobre la cuestión del descenso de la población. A la persona más rica del mundo se la puede encontrar tuiteando regularmente las últimas estadísticas sobre el descenso de la población en Japón y Corea del Sur, argumentando que «el colapso de la tasa de natalidad es, con diferencia, el mayor peligro al que se enfrenta la civilización». Ha discutido el tema en reiteradas ocasiones, incluyendo una entrevista con Tucker Carlson sobre el problema de los «pañales para adultos», aduciendo que ahora se puede «satisfacer el instinto límbico pero no procrear». Musk incluso ha invertido parte de su dinero en dotar a su versión del pronatalismo de un barniz intelectual a través de la «Population Wellbeing Initiative» de la Universidad de Texas en Austin.
Aunque Musk y otros neoconservadores son, con diferencia, quienes más se pronuncian sobre la cuestión del descenso de la población, tienen dificultades para proponer algo que se parezca remotamente a una solución. Suponiendo, por ejemplo, que el derecho al aborto en Estados Unidos (extremadamente popular entre los ciudadanos del país) lograra ser restringido en los cincuenta estados, no hay pruebas que sugieran que cambiaría las reglas del juego en lo que respecta a las tasas de fertilidad.
Incluso si imaginamos que la vuelta al hogar de «proveedor masculino» al estilo de los años 50 fuera políticamente factible, sin trabajadoras en la economía formal la economía capitalista moderna simplemente colapsaría de la noche a la mañana. Y la solución más viable y compatible con el capitalismo —más inmigración— es precisamente el «problema» contra el que más arremete la extrema derecha.
Sería un error permitir que Musk y compañía dominaran el debate sobre el declive de la población o desestimar los temores acerca del cambio demográfico como meras teorías conspirativas. La realidad es que ya existen graves presiones demográficas y, en un futuro próximo, muchos países se enfrentarán al tipo de situación de crisis que ya existe en Japón. La izquierda debería tomarse en serio la perspectiva del declive demográfico y tratar de hacerle frente ofreciendo una visión inspiradora para el futuro de la humanidad.
Respuestas socialistas
Cada época tiene su propia ley de población, afirmó Marx en el volumen 1 de El capital. Pero nunca llegó a explicar cuáles eran esas leyes en el capitalismo, limitándose a una crítica contundente de lo equivocado de las nociones de Thomas Malthus sobre la catástrofe demográfica que se avecinaba. Las generaciones posteriores de marxistas han adoptado la crítica de Marx a Malthus; sin embargo, en este proceso, tiraron al bebé demográfico junto con el agua de la bañera maltusiana. Como escribió Seccombe en 1983: «En el proceso de descartar a Malthus y a sus sucesores, los marxistas hemos cedido el terreno a nuestros enemigos».
Cuatro décadas después, el debate demográfico ha cambiado enormemente, en tanto la ansiedad por la superpoblación ha dado paso al pánico por la despoblación. Sin embargo, los socialistas siguen en gran medida ausentes del debate, a pesar de que la tradición marxista puede ofrecer herramientas intelectuales y políticas serias con las que cultivar una alternativa a las ideas de nuestros enemigos neoliberales y de extrema derecha. He aquí algunas coordenadas para entrar en esta batalla.
En primer lugar, la izquierda no debería dar rienda suelta a las ideas neomalthusianas que presentan la disminución de la población como una gran ventaja para el medio ambiente. Aunque un menor número de personas, especialmente en el Norte global, reducirá las emisiones globales de carbono en un grado limitado, no cambiará las reglas del juego mientras los imperativos de la producción y distribución globales sigan basándose en la acumulación de capital. Ese es el verdadero motor de los gases de efecto invernadero, no los individuos y sus hábitos de consumo. Al igual que la geoingeniería no ofrece un atajo para los cambios estructurales radicales necesarios para detener el desastre ecológico, tampoco lo hace el descenso de la población.
En segundo lugar, la izquierda debería preocuparse por lo que les ocurre a las sociedades con tasas de dependencia cada vez mayores. Existe un riesgo real de que los servicios públicos, especialmente la asistencia social, colapsen si no hay suficientes trabajadores para mantenerlos. Aunque los ricos siempre podrán contratar a cuidadores privados, son los ancianos de la clase trabajadora y sus hijas e hijos quienes más sufren la desaparición o el deterioro de los servicios públicos.
Ya existe una crisis silenciosa por la falta de apoyo gubernamental a las familias que intentan hacer frente a parientes ancianos que sufren demencia y otras enfermedades de la vejez. La izquierda tiene que dar respuestas a los graves problemas de atención a los que se enfrentan las personas mayores y sus seres queridos.
En tercer lugar, la izquierda debería gastar menos energía en argumentos moralistas sobre la inmigración y centrarse más en inyectar algo de realismo al debate. La realidad es que países como España y Alemania ya estarían cerca de una crisis demográfica de nivel japonés si no fuera porque, a diferencia de Japón, millones de inmigrantes han llegado en la última década y han evitado los peores efectos del declive de la población. Sin los cuidadores inmigrantes, el sistema de asistencia social británico ya habría colapsado por completo.
Hasta ahora, los gobiernos del Norte global han sido capaces de disimular la contradicción de entregarse a una retórica antinmigración y, en la práctica, seguir garantizando que haya suficientes trabajadores inmigrantes para cubrir las necesidades del sistema. La izquierda debería ofrecer una crítica políticamente más incisiva de esta hipocresía.
En cuarto lugar, en contraste con las fuerzas de derecha, la izquierda puede ofrecer un programa capaz ce reducir significativamente la carga financiera de la crianza de los hijos. Sus puntos clave incluyen guarderías gratuitas y gestionadas públicamente, transporte público accesible y el aumento exponencial de las viviendas públicas. Al proporcionar servicios básicos universales que hagan asequible la vida, todo el mundo, independientemente de sus ingresos, puede ser libre de tomar sus propias decisiones sobre si tener hijos o no, sin preocuparse de cómo lo gestionará en términos de dinero y tiempo.
Esto también significa liberar a las mujeres de la doble carga de trabajo remunerado y trabajo de cuidados no remunerado que a menudo se espera que soporten, aumentando el tamaño y la remuneración de la economía de los cuidados y garantizando ingresos para todos los cuidadores. No se trata de incentivar la maternidad como tal: se trata de empoderar a las mujeres en particular para que puedan decidir por sí mismas si quieren tener hijos, libres de las restricciones financieras y patriarcales. Dado que la mayoría de las mujeres de las economías avanzadas no tienen tantos hijos como desearían, es probable que la colectivización de los costes y la mano de obra de la reproducción social favorezca las tasas de fertilidad, aunque el caso de Suecia sugiere que no hay garantías.
En quinto lugar, es muy probable que dentro de medio siglo la población mundial sea inferior a la actual, independientemente de los cambios políticos que se produzcan de aquí a entonces. Esto no tiene por qué ser un desastre social, siempre y cuando la velocidad de la disminución de la población no sea demasiado rápida y compensemos el hecho de que haya menos seres humanos compartiendo lo que tenemos de forma más equitativa. La lucha distributiva adquiere aún mayor importancia en el contexto del declive demográfico.
En última instancia, deberíamos ofrecer un horizonte para la crianza de los hijos que se libere de las formas de vida mercantilizadas. La presión de una vida individualista y orientada a la carrera profesional hace que muchas mujeres en particular sientan que tener hijos es una carga. Una sociedad más igualitaria, en la que los trabajadores no tengan que temer las interrupciones de su carrera porque trabajan en empresas en las que tienen poder, y en la que la actividad social colectiva se valore más que el consumo ostentoso, puede ser el único camino viable a largo plazo para sostener la población humana.
Una sociedad que ofrezca un entorno favorable a la formación de la familia sería aquella en la que los adultos no sientan que criar a los hijos es algo que exige un sacrificio personal considerable de sus objetivos individuales, sino que lo vean como una parte de una vida socialmente satisfactoria y una contribución a un proyecto más amplio de solidaridad intergeneracional. Esta transformación del tejido social solo sería posible modificando los incentivos materiales de modo que la cooperación tuviera más valor para los trabajadores que la competencia. En otras palabras, el camino hacia una humanidad floreciente pasa por el socialismo.
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Traducción: Florencia Oroz
Ben Wray: autor, junto con Neil Davidson y James Foley, de Scotland After Britain: The Two Souls of Scottish Independence (Verso Books, 2022).