Como todo evento que ocurre en el mundo comunicado e interconectado de hoy, el recrudecimiento del conflicto de Israel contra Palestina tiene repercusiones en todos los niveles. Así hay que entenderlo y así hay que estudiarlo.
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En primer lugar, este es, por supuesto, un conflicto local que enfrenta a un país ocupante contra otro que se ha visto obligado a reaccionar ante la usurpación de su territorio por vía de la fuerza. Este nivel de análisis aporta el mayor centimetraje en los medios escritos y la mayor cantidad de tiempo en los audiovisuales.
Las grandes transnacionales de la comunicación solo piensan en las noticias como mercancía y en esa medida, como negocio. Ajenos a cualquier escrúpulo, apuntan a generar opinión en favor de aquellos que son sus aliados, generalmente vinculados al gran capital internacional. También en esa medida, se “informa” sin importar la verdad, sino pensando en favor de los intereses imperiales ocultando que fueron estos los que generaron el conflicto. Eso ya lo sabemos. Así es en todo momento y en todo el planeta.
Nadie, con excepción de Estados Unidos –cuya economía es subsidiaria de la guerra y el conflicto a través del complejo militar industrial– puede ser favorable a ella. Solo quien ha estado en la guerra sabe que en la misma se desatan los peores instintos del ser humano: la necesidad de sobrevivir conduce a la necesidad de matar y eso es antinatural. El ser humano no es asesino por naturaleza.
Tampoco nadie está de acuerdo con el terrorismo, algunos lo rechazamos por convicción y por principios. Así mismo, nadie puede estar en contra de la autodefensa y el derecho a la vida que es el más sagrado de todos los derechos, sin él, todos los demás son insustanciales y no tienen sentido de existir.
De esta manera, en el conflicto actual en Palestina –como en Ucrania– es trascendental saber cuándo y cómo comenzó. En Ucrania, la guerra no empezó en febrero de 2022 cuando Rusia inició su operación militar especial, sino en febrero de 2014 cuando Occidente –y en particular Estados Unidos– orquestó, organizó y financió un golpe de Estado para derrocar al gobierno constitucional. Así se crearon la condiciones para la irrupción de organizaciones nazi-fascistas que desataron el terrorismo contra las minorías que habitan ese país.
Igualmente, el conflicto en Palestino no comenzó el pasado domingo cuando el Hamás palestino lanzó una andanada de varios miles de misiles contra el territorio ocupado por el Estado de Israel, sino en 1948 cuando –precisamente– comenzó la ocupación y no se cumplieron los acuerdos de la ONU que obligaban a crear dos Estados en ese territorio.
En uno y otro caso, después de violentar la situación preexistente en 2014 y 1948 respectivamente, todo pasó a ser posible en términos de devastación y muerte. La guerra, que es un fenómeno bárbaro, hizo su irrupción con toda sus secuela de destrucción y salvajismo.
Nosotros los venezolanos lo sabemos muy bien. Desde el mismo nacimiento de nuestro país en 1811 conocimos la barbarie europea que violentó por tres siglos el territorio de lo que los pueblos originarios llaman el Abya Yala. Muy temprano en la guerra, en 1813, el Libertador Simón Bolívar se vio obligado a emitir el Decreto de Guerra a Muerte. Los “pacifistas” de ahora, tras leer ese documento, no dudarían en decir que Bolívar era un terrorista e intentarían juzgarlo por violación a los derechos humanos, pero ese documento permitió crear el soporte legal para desarrollar la Guerra de Independencia que finalmente concluyó con la derrota de los también usurpadores y ocupantes europeos en 1824 tras la Batalla de Ayacucho.
Vale decir que la Guerra de Independencia en Venezuela alcanzó grados de terror, barbarie, crueldad y ferocidad que no tuvo parangón en ninguna otra región de América. Aquí se violentaron –de parte y parte– todos los principios que modernamente regulan el derecho humanitario.
Antes de Ayacucho, Bolívar y el general español Pablo Morillo, máximo jefe de las fuerzas expedicionarias monárquicas en Venezuela se avinieron a negociar un tratado para regularizar la guerra. Ese acuerdo, suscrito en noviembre de 1820 en el poblado de Santa Ana, en el actual Trujillo, es el primer documento referido al Derecho Internacional Humanitario de la guerra firmado en América Latina. Comienza diciendo: “La guerra se hará como la hacen los pueblos civilizados”. Todo un contrasentido, pero señala la voluntad de las partes de resolver aspectos que se alejaban de la ejecutoria estrictamente militar y que terminaban afectando a terceros, en algunos casos, ajenos al conflicto.
Dicho documento establece parámetros estrictos relativos al tratamiento de la población civil, de los heridos, el respeto a los restos de los soldados muertos en combate y la forma de asistir a los combatientes enemigos capturados, entre otros.
De manera que si hay alguien que sabe guerrear y vencer, incluso de forma feroz si el enemigo nos lo impone, que sabe negociar y respetar al contrincante y que sabe vivir y amar la paz porque conocemos la barbarie de la guerra, somos los venezolanos. Tenemos una herencia que nos legó el Libertador y somos fieles a ella.
Aquellos pacifistas modernos, sin duda habrían juzgado al Libertador, no habrían participado ni apoyado la guerra. Sufriríamos hoy la desgracia de ser españoles todavía. Nadie quiere la guerra, pero hay que entender que el amor por la patria, el apego a la tierra donde nacimos o donde nos criamos, es más fuerte que el más fuerte dolor que produce la confrontación bélica. Nadie desea la muerte de civiles, pero si hacemos un paralelo entre la Guerra de Independencia de América, el conflicto palestino-israelí y la guerra en Ucrania, vamos a encontrar un factor común: los intereses coloniales e imperiales de avasallamiento, dominio y control para expandir su riqueza sin importar los intereses de los pueblos.
Para los colonialistas e imperialistas no interesan los instrumentos que se usen, tampoco que sus intereses imperiales signifiquen el exterminio de millones de seres humanos. Poco le importaban a España los centenares de millones de personas asesinadas. Poco le importó a las potencias entregar un territorio a los sionistas para que se instalaran en él por vía de la fuerza aniquilando a millones de palestinos. Poco le importa a Estados Unidos y a la OTAN que jóvenes ucranianos pierdan su vida en una guerra que no pueden ganar y que solo aporta beneficios a las empresas estadounidenses que han aumentado sus ganancias vendiendo armas, petróleo y gas.
No existe un terrorismo bueno y uno malo. Veamos lo que ha hecho Estados Unidos creando organizaciones terroristas como Al Qaeda, ISIS y Boko Haram, entre otras a las cuales apoya, arma y financia, solo porque sus acciones coinciden con sus intereses imperiales.
Es bueno seguir la noticia, pero, como dije hace poco, es más importante conocer las causas y los orígenes de los hechos. Conocer eso nos lleva a saber qué fines se ocultan tras ellos y qué intereses están en juego.
El derecho a la rebelión está consagrado en las constituciones de la mayoría de los países del mundo. Es tan antiguo como la existencia de la opresión de unos sobre otros. Desde Platón y Santo Tomás de Aquino hasta la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948, este derecho ha sido aceptado a través de la historia.
Entonces, se trata de reconocer la legitimidad de un pueblo que se rebela. El problema de los instrumentos con que lo hace es otra cosa y no puede ser que el patrón establecido por Estados Unidos, que exterminó a sus pueblos originarios, que lanzó dos bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, que estableció y apoyó a gobiernos sátrapas y asesinos de sus pueblos en todo el mundo, que permitió, teniendo conocimiento de antemano, que su pueblo fuera víctima de un horrible atentado terrorista el 11 de septiembre de 2001, que teniendo todos los recursos hizo nada y poco para evitar que la pandemia matara a más de un millón de sus ciudadanos, sea el que establezca quién es terrorista y quién no.
Por Sergio Rodríguez Gelfenstein