Continúa la masacre del pueblo árabe en la Franja de Gaza ante el silencio cómplice de los Estados que pueden evitar la matanza feroz de niños, mujeres y civiles indefensos. La debilidad de la ONU es una tragedia y la torpeza política de Hamás, el caldo de cultivo de este horror.
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Al terminar este artículo los cadáveres palestinos continuaban creciendo, mientras los bombardeos hebreos destruían los caños de agua potable, las infraestructuras eléctricas, sin respetar ambulancias ni escuelas mientras edificios enteros se desplomaban con civiles adentro. Los observadores eran optimistas por un cese del fuego que aún no se había concretado. Si esto no se detiene ahora, puede reproducirse el horror de hace siete años cuando los bombardeos israelíes en la Franja de Gaza dejaron 2.500 muertos, entre ellos 550 niños y más de 10.000 mutilados.
Cómo es posible que el mundo civilizado no pueda poner coto a este exterminio dirigido por un fanático corrupto al borde de la destitución, apoyado por ortodoxos ultramontanos, que ensucian la imagen de un pueblo inteligente y digno como el hebreo, que fue otrora un faro de la humanidad.
Triste paradoja de la historia de un pueblo que siendo proveedor de los genios más relevantes del planeta, como Maimónides, Espinoza, Marx, Freud, Trotsky, Einstein, Rosa Luxemburgo, Salk, ganador del 27% de los premios Nobel, del 51% de los premios Pulitzer de periodismo, del 37% de todos los premios Oscar de Hollywood destinados a los directores de cine, del 54% de los campeones mundiales de ajedrez, hoy tenga que sufrir la repulsa mundial por la política de exterminio, apartheid y expropiaciones expansionistas conducida por un demente.
Todos fuimos projudíos durante la Segunda Guerra Mundial, todos queríamos salvar judíos, creíamos en la nobleza de ese pueblo errante, que en el Imperio romano constituían el 10% de su población y de haber sobrevivido se estima que hoy debían ser 200 millones en el mundo. Exterminados por los romanos, por las cruzadas, por la Inquisición, por los cosacos, por los progromos rusos, por los ibéricos, por los nazis, su población se redujo a 20 millones, perdiendo el 90% de su gente. Y con solo el 0,2% de la población mundial ha embellecido el talento universal del restante 99,98% de los seres humanos.
¿Puede un pueblo con ese pedigrí transformarse de exterminado en exterminador?
Hoy no hay rincón en el mundo donde los pueblos, no los gobiernos, no exhiban su indignación para detener esa masacre. La excepción es la dupla anglonorteamericana y los cipayos que siempre han sido. Qué espera nuestra cancillería para recuperar la dignidad perdida. Una vergüenza la posición uruguaya.
La única forma de parar la matanza es reconocer la existencia de “dos Estados, dos pueblos”, terminar con la anexión de Cisjordania por los colonos judíos y con el apartheid, reconocer el estatuto que la ONU y los acuerdos de paz asignaron a Jerusalén y terminar con los asesinatos selectivos de los cuales Israel se enorgullece violando la soberanía de cualquier Estado. Asesinatos selectivos, muchos de los cuales son dirigidos no a terroristas, sino a científicos o profesores opuestos a las ideas místicas del “Gran Israel”. Reconocer el Estado palestino sobre las fronteras anteriores a 1967 y una Jerusalén compartida es el camino para que el pueblo hebreo vuelva a ser admirado y amado como antaño lo fue. Que tome nota nuestro presidente.
Detengámonos un instante en observar a las fuerzas en pugna de este conflicto entre dos pueblos que ya lleva 73 años sin solución. Parecen muchos años, pero son pocos comparados con los 1.886 años de paz vividas en ese mismo territorio por palestinos y judíos desde que el emperador romano Constantino en el año 135 unificó las regiones de Cananea y Judea, conviviendo pacíficamente hebreos y cananeos, sucesores de Canaam, hijo de Noé, del cual descienden los palestinos. Dos pueblos semitas, primos hermanos, hasta que en 1917 el canciller británico Arthur James Balfour, a pedido del jefe de la banca judía Rotschild, apoyó la creación de un “Hogar Nacional Judío” en Palestina. En 1948, tras descartar a Siria y a Argentina como naciones huéspedes de la diáspora hebrea, la corona británica decreta la partición de Palestina, creando dos Estados y manteniendo una tutela especial sobre Jerusalén, designando a Tel Aviv como capital israelí. Gravísimo error británico al elegir un territorio habitado en un 95% por palestinos que convivían hasta ese momento pacíficamente con el 5% de pobladores judíos. De inmediato la emigración judía acudió en oleadas con fuerte apoyo económico y contrabando de armas y superó fácilmente la débil resistencia de los pastores árabes. A partir de ahí la guerra no tuvo fin. De los dos Estados creados por el protectorado británico, solo quedó uno, el Estado de Israel. El Estado palestino aún lucha por su reconocimiento pese a todas las intimaciones de la ONU y de los acuerdos de paz de Oslo. Y de una Jerusalén compartida se pasó a una Jerusalén ocupada por la fuerza por Israel. Hoy el pueblo hebreo pasó de ocupar el 5% de territorio, antes de la partición, a instalarse en más del 80% de ese solar, expropiando de facto un día sí y otro también un trozo de tierra palestina, implantando colonias hebreas en toda Cisjordania.
¿Quién está ganando en el actual enfrentamiento bélico, que explotó ante el nuevo intento israelí de aumentar el desalojo de pobladores árabes de sus tierras cisjordanas, aplicando la política del bulldozer?
Los gazidi ponen los muertos, pierden su gente, los israelíes ponen sus bombas, pierden su prestigio. Muertos contra prestigio es la fórmula de Hamás cuyos misiles, lanzados ex profeso a la vista de todo el mundo desde centros con alta densidad humana, nunca llegan a destino, destruidos por la coraza espacial judía.
Al costo hoy de casi 300 árabes muertos, Hamás logró reavivar el repudio mundial contra el ejército más poderoso del cercano Oriente, portador incluso de armas nucleares. Misión cumplida, debe estar felicitándose Hamás, el grupo armado que derrotó en mala hora a la resistencia estratégica de Al Fatah.
¿Y la sabia Israel no se da cuenta de que está perdiendo esta batalla mundial en que la opinión pública juega un rol de aislamiento ético de un pueblo judío que merece otro destino?
Claro que lo sabe, pero el gobierno teocrático y ultrista de Netanyahu precisa a Hamás para poder subsistir. Si quisiera destruirlo, empeñaría su inmenso poder bélico a fondo y cual destino de la antigua Jerusalén, no quedaría piedra sobre piedra de los 365 kilómetros cuadrados de Gaza. Necesita que en lugar de un Estado palestino exista Hamás. Si hubiera un Estado palestino, se acabaría la guerra, Hamás quedaría aislada, los judíos podrían vivir en seguridad, aceptado su Estado por sus vecinos árabes. Todo esto frustraría el sueño expansionista de Netanyahu: la construcción del Eretz Yisrael bíblico narrado en el Génesis, el “Gran Israel”, cuya premisa mínima es la anexión de toda Palestina y su deseo imposible, heredar lo que Yahvé le donó a Abraham, ocupar “desde el río Egipto hasta el Éufrates”.
Netanyahu apuesta todo a esa distopía bíblica y a la política interna en que los halcones derrotaron a las palomas hebreas. Donde la izquierda y la socialdemocracia israelí y los idealistas granjeros de los kibutz fueron aplastados por una ultraderecha racista y sectaria que derrotó a Shimon Peres, como Hamás derrotó a Yasser Arafat. Benjamín, el gobernante de la muerte, cree que con su política de represalias obtiene el favor de su pueblo. Lo dicho antes, pierde el prestigio del que gozaban los judíos al término de la Segunda Guerra Mundial, gana las elecciones en su territorio.
Que no se olvide Benjamín que en el territorio de su propio Estado, el 20% de los ciudadanos israelíes son de origen árabe y en menos de 20 años se estima que ascenderán al 30% de la población y actualmente ocupan ocupan bancas en el parlamento hebreo. El odio que genera en esa población israelita-árabe esta política criminal de su país contra sus hermanos cisjordanos no será nada bueno para los halcones en el poder. En estos días ese odio ya generó los primeros muertos en los disturbios de Tel Aviv. Hoy muchos recuerdan al israelí-árabe Mohamed Shaker Habeshi, candidato en las elecciones municipales de Abu Sinam, que hace 10 años, al grito de “mi país lucha contra mi pueblo”, se suicidó como un kamikaze, vocablo japonés que significa “viento de Dios”.
El odio, quién puede dudarlo, engendra odio. Ya pasó el tiempo de la intransigencia árabe por la que seis Estados se unieron para arrojar a los judíos al Mediterráneo. Hoy hay consenso, con las excepciones conocidas, en aceptar la existencia del Estado de Israel. Pero la intransigencia pasó a ser judía. En pleno parlamento israelita una diputada pedía que se “matara a todas las madres palestinas porque engendran serpientes”. Y el excanciller de Israel Avigdor Lieberman no se quedó atrás en este torneo macabro, afirmando también en la Knesset que “hay que ahogar a los palestinos en el mar Muerto, que es el punto más bajo del planeta”. También los parlamentarios israelitas, ya sean judíos o árabes, vivieron la pesadilla de escuchar al exministro judío Rafael Eitan revelando su estrategia expansionista, su lebensraum al estilo nazi: “Hay que ampliar la colonización en la Cisjordania palestina, para dejar a los árabes como cucarachas drogadas en una botella”.
Que falta hace hoy en esa traumática región la presencia de Yasser Arafat o de Shimon Peres y, por qué no, de un imperialista inteligente como Bill Clinton, artífice de los acuerdos de Oslo, para poder pronunciar el tradicional saludo árabe “salam alaykum” (la paz sea contigo) o el similar saludo judío “gadol hashalom” (grande es la paz).
Cuando trabajando para Le Monde Diplomatique, en Beirut, me llevaron voluntariamente encapuchado a entrevistar a Yasser Arafat en julio de 1982, en el preciso momento en que el ejército israelita invadía el Líbano, obligándonos a cambiar tres veces el lugar de la entrevista, el líder de Al Fatah me dijo que quería ser llamado Abu Amman, “padre de la resurrección”. Ya comenzaba a darse cuenta de que el terrorismo no era el camino hacia la liberación.
Comentamos ambos las palabras de Lenin al pie del patíbulo de su hermano terrorista y tuvo conceptos contradictorios, pero que albergaban la esperanza de un cambio estratégico. También me dijo algo parecido a lo que tiempo después escuché decir al reconocido historiador israelí Tom Segev: “Sin Estado, los palestinos no saldrán del nivel del terrorismo”. Seis años después, en 1988, Arafat renunció al terrorismo. Después vinieron los hoy destripados acuerdos de Oslo y el merecido Premio Nobel de la Paz. El valiente guerrillero de las mil batallas pasó de fulgurante estrella de la discordia a la pasión por la concordia. El asesinato de Rabin, la ausencia de Shimon Peres y el ascenso irresistible de la derecha judía siguen impidiendo esa concordia.
Es hoy tarea necesaria de los pueblos libres del mundo, la movilización y presión a sus propios gobiernos para torcerle la mano a un Likud fuera de control, cuyos excesos ponen en peligro la paz mundial.
Para que la cultura de la muerte se incline ante la cultura de la vida.