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Niños de hoy: entre la libertad y las jaulas

Por Celsa Puente

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jugando a encontrarse en el mar.

Las olas son rondas de niñas,

jugando la Tierra a abrazar”

Gabriela Mistral

 

Los domingos son días especiales, fundamentalmente porque habilitan momentos en los que el tiempo deja de estar en tensión y podemos disfrutar de la sencillez de estar juntos sin apuro. Las charlas de sobremesa suelen ser nutridas y pobladas de relatos. Muchas veces, abren oportunidades de vínculos intergeneracionales, porque los más veteranos podemos reencontrarnos con el niño o niña que fuimos y poner en palabras historias vividas que, bien contadas, suelen atrapar a los más chicos y, quizás, sin preverlo, terminan siendo instancias de aprendizaje e intercambio riquísimas. Me ha pasado que con los años, cuando ya han crecido, tanto mis hijos como mis sobrinos han recordado ellos mismos, entre risas y melancolías, algunas historias domingueras que emergen de esos testimonios narrados algún día al pasar. Paradójicamente esos recuerdos se nutren de recuerdos anteriores como si fueran cajas chinas de diverso tamaño que se van abriendo. Yo creo, al igual que nuestro Galeano, que aunque los científicos digan que estamos hechos de átomos, “a mí un pajarito me contó que estamos hechos de historias”.

Es recurrente que en esas instancias los más veteranos hablemos de la niñez como sinónimo de libertad. Es cierto que los varones gozaban de esta condición más amplia que las niñas, pero todos, toditos, todos recordamos la vida al aire libre con amigos como la esencia de ese tiempo. Mi marido suele encantar al auditorio con el relato de sus andanzas por los alrededores del Parque Rodó –donde él y sus amigos vivían–, jugando al “ladrón y poli” en las canteras, o las entretenidas y dinámicas tardes de fútbol en la plazoleta que quedaba frente a la pista de patín, en la rambla de la Playa Ramírez. Desde hace unos años está emplazada allí la imagen de la virgen del mar, pero en aquel tiempo esa plaza era la cancha de fútbol natural de esta barra de amigos. Matiza siempre su anecdotario con alguna cuota pícara, narrando cómo gestaban los ocurrentes engaños a Don Antolín –el dueño del kiosco de la esquina– para conseguir la reposición de la pelota de goma que en el fragor de la disputa deportiva se había pinchado.

Yo tengo recuerdos más moderados de mi infancia pero igualmente teñidos de libertad. Mi mundo infantil estaba más restringido a las proximidades de mi hogar, quizás no estaba tan poblado de naturaleza como el de mi esposo, aunque debo reconocer que visitaba parques y plazas, y que no fueron escasos los días de playa. Si tuviera que expresar a través de una imagen recortada y visual el escenario de la infancia, recordaría aquellas gastadas baldosas amarillas, ranuradas uniformemente, que conformaban la vereda de mi casa. Allí jugué al fútbol –en ese tiempo me encantaba– aunque luego lo abandoné porque el fútbol no era considerado un juego para niñas que, entre otras cosas, en aquel tiempo vestíamos ropas no adecuadas para actividades futbolísticas. En esa vereda aprendí a darme los primeros coscorrones producidos por la caída de la bicicleta y supo ser la pista ideal para las corridas estrepitosas jugando a la “escondida”.

Nuestra niñez fue la etapa de la libertad para estar a la intemperie, afuera, en el espacio abierto, con el cielo como techo natural. En el ejercicio de esa libertad, aprendimos a ser autónomos en la resolución de las cuestiones comunes que aparecen en el vínculo con los otros, desarrollamos la creatividad, el roce, el conflicto y el afecto por los demás. No distinguíamos creencias religiosas y a nadie se le ocurría discriminar por el color de la piel o las características físicas. Pudimos vincularnos en aspectos cotidianos con otros niños y niñas, y también con otros adultos, y resolver por nuestra cuenta o en contacto con nuestras familias esos avatares que se sucedían en nuestras vidas.

Comento todo esto, porque, sin duda, hoy el mundo cambió tanto que no se ven niños y niñas en las calles ni aun en días emblemáticos como el de la llegada de los Reyes Magos o el día del niño. Nuestros pequeños están hoy confinados al hogar. Es un confinamiento que se ha naturalizado a fuerza de un cambio sustancial en el estilo de vida. Los hogares cuentan con un equipamiento otrora impensado, como por ejemplo, internet, y un sinfín de juegos electrónicos o dispositivos que permiten acceder a los mismos. El miedo ha ganado a los adultos y, entre el tráfico y los depredadores que anuncian de forma permanente los informativos, todos creemos que lo mejor es que estén en casa. Me pregunto entonces cómo incide todo esto en el bienestar psíquico de los niños, encerrados físicamente, con escasa o nula actividad corporal, sin contacto con la naturaleza, sin posibilidades casi de conocer a otros niños más allá de los de su clase escolar o de algún grupo organizado en un club o similar; sin embargo, paradójica y probablemente conectados con niños de otros puntos del planeta con los que “juegan” sedentariamente en línea. También me pregunto cómo hemos permitido que las casas sean a veces trampas terribles, y cómo se produce la paradoja de que en aras de garantizar la seguridad de nuestros niños los hogares se hayan convertido en muchos casos en jaulas de confinamiento y abuso.

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