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Nostalgias inventadas

Por Celsa Puente

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El sol de otoño me invade en esta mañana dominguera en que me dispongo a disfrutar del descanso. De fondo, canta, con su voz ronca tan identificable, Joaquín Sabina: “No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”. Los versos, elaborados a propósito del amor siempre me convocan en forma cómplice porque este cantautor tiene la gracia poética de saber decir historias que nos llegan con fuerza. Quizás sea porque suele haber con frecuencia en sus textos un amor rioplatense con pinceladas de tango. Más allá de estas dilaciones, quiero contarles que particularmente estos versos que acabo de transcribir me resultan especiales. Los saco de la órbita exclusiva del amor y los traslado al campo de lo social, sobre todo en un año electoral y especialmente si hablamos de la educación.

Uno de los significados que el diccionario de la Real Academia Española le asigna a la palabra nostalgia es ‘tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida’. Con esa tristeza permanente, como intentando recuperar un pasado próspero y beneficioso para todos y todas, escucho a diario hablar en la previa de esta campaña electoral. Y como ya saben que el gran tema que siempre me desvela es el de la educación, quisiera tomar unos minutos junto a mis lectores para hacer una recorrida con perspectiva histórica muy rápida de cómo era hace no tanto tiempo la educación en Uruguay.

No suelo ser amante de los números, pero reconozco que algunos de ellos son tan elocuentes que no puedo resistir presentarlos. Por ejemplo, recordar que hace un siglo -a principios del siglo XX- la matrícula de educación secundaria era de 1.000 alumnos sobre una población de un millón de habitantes, de acuerdo al censo de 1908 que evoca en más de una de sus presentaciones el sociólogo Gustavo de Armas. Sólo uno de cada 1.000 habitantes estaba en la educación media hace 100 años. Hoy, en cambio, tenemos unos 300.000 estudiantes sobre una población de tres millones y medio. A la fecha,  aproximadamente uno de cada diez habitantes está dentro del sistema educativo. El cambio que en términos de expansión de la matrícula ha vivido nuestro país en las últimas décadas es impresionante y no es azaroso; tampoco es reconocido nunca en el discurso público. No se dice que el sistema educativo era la expresión de un sistema de dominación: pocos llegaban a educación secundaria y sólo una porción pequeña de privilegiados absolutos llegaba a la Universidad. El sistema sostenía la fantasía igualadora al abrir las puertas de la escuela a todos desde la niñez, pero seleccionaba a algunos al pasar a secundaria. Bajo la apariencia de la igualdad se fortalecían las desigualdades de origen que determinaban desarrollos o inmovilismos. ¿Es esta la nostalgia que algunos sostienen?

Nuestro sistema educativo descansa hoy en una decisión de carácter democrático: la educación deja de ser un privilegio para pocos para ser un derecho para todos. La cuestión es que secundaria tuvo y aún tiene que “pelearse” con su misión fundacional porque fue diseñada para seleccionar y hoy debe actuar en forma absolutamente  opuesta a la que se había adjudicado en su génesis, con el agravante de que nada haya cambiado en su diseño, y allí radican gran parte de las dificultades que hoy padecemos y que explican que todos ingresan desde primaria, pero que muchos no logran permanecer y cerrar su ciclo secundario.

Si dibujáramos la silueta de la trayectoria de cada generación, nos quedaría un embudo. La realidad hoy es que casi cien por ciento de niños y jóvenes terminó la educación primaria y que sólo 75 por ciento logra cerrar el ciclo en educación media básica -puede haber variantes en algún punto porcentual según las edades de la cohorte que se elija seguir- y finalmente sólo 42-43 por ciento termina la educación media superior. La silueta de ese cono desnuda cuánto aún nos queda por hacer.   Sin embargo, mucho se ha hecho y nunca se habla de la inmensa revolución silenciosa e intencionalmente silenciada que Uruguay viene implementando. Mucho ha cambiado en los últimos años. Solamente a modo de ejemplo, es importante recordar que 64 por ciento de los estudiantes egresaba en educación media básica en el año 2012 y 72 por ciento lo ha hecho en el 2017. Es una cifra que no nos satisface, pero que da cuenta de una evolución que, aunque  moderada, es positiva y nada despreciable.

¿Qué nos queda por delante? Un nuevo diseño institucional, el desmantelamiento de las prácticas clásicas, la erradicación de la fantasía de que podemos enseñar lo mismo a todos, en la misma aula, en el mismo momento. Nos queda confirmar las discusiones de que todos y todas somos educables en una práctica real que ofrezca recorridos diversos para hacer de los liceos verdaderos escenarios de lo educativo. Es un camino que ya tiene algunas expresiones de inicio exitosas en algunas instituciones, pero que deberemos confirmar como modo institucional universal en el futuro para que la oportunidad no dependa de la suerte de haber encontrado un liceo que proponga estas modalidades habilitantes del trabajo.

Entonces, la nostalgia del pasado es la nostalgia de quienes quieren seguir pensando en la sociedad como una máquina de clasificar vidas. La nostalgia la tienen los que antes vivían entre iguales compartiendo privilegios, porque la educación secundaria nunca fue universal en Uruguay. No hubo un tiempo maravilloso en el que toda la población uruguaya cursaba y terminaba la educación media. Hubo un tiempo de privilegios, del que yo no tengo nostalgia y al que no quiero volver.

 

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