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Para erradicar la melancolía manriqueña

Por Celsa Puente.

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Recuerdo que en tiempos en que era directora de liceo, me encontraba con frecuencia -mucha más de la deseada- con padres y madres que no querían o no podían hacerse cargo de sus hijos e hijas. Era un tiempo de mucha reflexión sobre estos temas, porque si bien la presencia de los adultos es importante durante la niñez, en la adolescencia es francamente imprescindible. Durante esa docena de años que pasé al frente del liceo, siempre les repetía a los profesores y adscriptos que no llamáramos a las familias sólo cuando había problemas, que tratáramos de construir un vínculo diferente en el que compartiéramos algo más que reclamos o reproches sobre conducta y calificaciones de nuestros estudiantes. Y lo hacía porque estoy convencida de que los reproches son sencillamente improductivos para todos y siempre pensé en la necesidad de gestar como adultos redes de sostén para que los más jóvenes se sientan orientados y seguros. Pero los esfuerzos, que fueron beneficiosos en muchos casos, no lograron ser lo suficientemente buenos como para erradicar la renuncia a comportarse como referentes que algunos adultos establecen con respecto a sus hijos. Recuerdo claramente cómo muchas veces tuve que tener una paciencia infinita -el escritor Enrique Barrios dice que la paciencia es la ciencia de la paz interior- para recordarles a algunos padres -que pretendían deslindarse achacando al liceo las responsabilidades que ellos no sabían o no querían asumir- que esos adolescentes serían alumnos míos un tiempo, pero hijos suyos toda la vida, por lo que en términos de interés y responsabilidades había una asimetría importante. Desde el liceo estábamos dispuestos a acompañar dando mensajes claros, corrigiendo y alentando, pero el grado de incidencia exclusivo de la institución educativa está limitado y la posibilidad de hacer acuerdos con el entorno adulto del estudiante es fundamental.

Este desalojo de la tarea que hacen los actuales adultos, y que viene mostrándose desde las últimas décadas como una característica que va in crescendo, es un verdadero problema sobre el que hay que reflexionar y analizar reacciones para diseñar acciones. Mucho ha cambiado desde aquel tiempo en que existía un contrato tácito entre la familia y las instituciones educativas en el que cada una de ellas cumplía un rol. La familia daba la contención inicial, generaba además de las condiciones básicas de alimentación, cobijo e higiene, hábitos de carácter social, normas básicas de comportamiento, valores, contención afectiva y además acompañaba en el trabajo de aprendizaje, dando tiempo para cumplir con las tareas que se llevaban al hogar en materia de estudio. Hoy estamos muy lejos de ese ideal en que se descontaba que al llegar a la escuela o al liceo, cada niño o adolescente, de acuerdo a su edad, sería portador de un bagaje que le debió haber transferido, a su tiempo, su familia.

Pero esto en muchos casos no ocurre y provoca que en los países de nuestra región se le asignen a los centros de estudio un sinfín de funciones que no formaban parte del contrato inicial familia-escuela, lo que genera un malestar fuerte entre los docentes por esta “carga” a la educación con una demanda que supera lo que desde allí y en un tiempo acotado se puede ofrecer.

Si hay un vocablo que ha perdido la posibilidad de ser nombrado en singular, es el de “familia”. Aquella familia de antaño que tenía una organización estable y generó acuerdos en la división de las tareas con la escuela ya no existe.

Quiero dejar claro que no tengo en los personal resistencia a aceptar que hoy existen muchas configuraciones familiares -familias ensambladas, ampliadas, monoparentales, etc.-, lo que no sería un problema si mantuvieran la matriz fundante en cuanto a desarrollar el principio de eficacia de la autoridad. Me refiero a la existencia, al menos, de un adulto que pueda ofrecerse como aquel que es referente, que señala lo que puede y no puede hacerse, que da garantías y valores, que sostiene una referencia estable de significación con respecto al lugar y las obligaciones de su propia condición de adulto y de los niños y jóvenes. Porque el proceso de humanización al que asistimos se verá dañado si no hay adultos investidos de autoridad que aseguren la “pasada” intergeneracional. Hoy esto parece destituido de las vidas de muchas personas y tiene un impacto indudable en los centros educativos porque muchas veces, desde la escuela o el liceo, no hay un interlocutor adulto válido que pueda sostener un acuerdo en cuanto a la coherencia de mensajes para darles a niños y jóvenes, a la puesta de límites, a la transmisión de valores. Entre otras cosas, este fenómeno genera una amenaza a la identidad docente. Los maestros y profesores sienten que están obligados a convertirse en psicólogos, trabajadores sociales y cuidadores. Pero, además, estos padres ausentes a la hora de “operar” en la vida cotidiana, suelen tener frente a los docentes actitudes de complicidad con sus hijos, justificadores, reprochantes, en algunos casos “profesionales del control” del trabajo del docente, a quien le piden que haga lo que ellos están incumpliendo. La autoridad del adulto ya no se presenta como “natural”, por lo que la autoridad pedagógica es, cada vez más, fruto del esfuerzo personal del educador, con el desgaste natural que esto supone.

Como hipótesis, creo que frente al desborde que sufren cada día los actores de las comunidades educativas -exigidos, juzgados, reprochados-, surgen las demandas de todo tipo, más recursos humanos, tecnológicos, materiales y varios etcéteras que no son más que la expresión desesperada ante la exigencia constante.

Aceptar que caducó aquel “contrato” de las familias con la educación es esencial y será el camino para no seguir esperando lo que no ocurrirá, para erradicar la melancolía manriqueña de que “todo tiempo pasado fue mejor” y asumir la necesidad de generar nuevos modos para distribuir responsabilidades y asegurar el desarrollo de las nuevas generaciones.

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