A fines de octubre de 2020, hubo dos apuñalamientos espectaculares y espectacularizados en pleno París: tres fieles católicos fueron acuchillados en una catedral y un profesor -que había usado el ejemplo de las caricaturas a Mahoma de la revista Charlie Hebdo para hablar de libertad de expresión- fue decapitado cerca del lugar donde enseñaba.
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En la historia de este tipo de eventos, rápidamente vinieron a la mente las amenazas a la revista Charlie Hebdo por sus caricaturas humorísticas sobre Mahoma; los incidentes desde la divulgación de escenas del filme La inocencia de los musulmanes; las amenazas de muerte a una revista danesa por caricaturas de humor implicando musulmanes; el apuñalamiento del cineasta holandés Theo Van Gogh por un opus crítico del islam.
Luego de las muertes parisinas, otra caricatura humorística, con protagonismo del islámico presidente turco Tayyip Erdogan, produjo un inusualmente áspero diálogo suyo con el presidente francés Emmanuel Macron, frontal y acríticamente locuaz respecto de esos incidentes cruentos y caricaturas.
Todos esas lamentables e impresionantes muertes y violencias, sin embargo, deben relativizarse si recordamos la larguísima historia de al menos cientos de miles de muertes masivas y aisladas que el mundo árabe y el musulmán han sufrido a manos de los franceses (con epicentros multitudinarios y ejemplarmente sádicos en Argelia, Marruecos, Siria y Medio Oriente); sin hablar de las abundantes traiciones diplomáticas con liderazgo o participación francesa, que también cultivaron odios y resentimientos como raíces de árboles que dieron, están dando y aún darán de este tipo de amargos y previsibles frutos.
Desde 2012 he escrito en Caras y Caretas sobre todo esto; puede usted consultar los textos en la página web.
¿Cómo entender, con algo de profundidad, lo divulgado, simplista y etnocéntricamente, como unilateral y excesiva barbaridad tan injustificada motivacionalmente como incomprensible racionalmente? Porque, en el límite y en los extremos de una radical incompatibilidad cultural profunda y de una rivalidad histórica de más de 1.200 siglos, descansan motivaciones y causas de eventos extremos, tan infrecuentes como transformados mediáticamente en frecuentes; todo dentro de la insuperablemente tóxica función contemporánea de la prensa de normalización de las patologías y de patologización de la normalidad, preñada de efectos y consecuencias perversas.
Choque casi irreductible de culturas
Más allá y más en profundidad que la narrativa de los cómo, porqués y para qué de cada incidente masivamente divulgado, hay irreductibilidades duras y una ríspida historia entre islámicos y cristianos secularistas que hacen muy difícil el entendimiento y, más aun, la superación duradera de los conflictos de diversa importancia que se dan entre los actuales islámicos y los actuales no islámicos en el mundo cotidiano occidental.
Uno. La iconoclasia islámica versus la iconofilia actual occidental. Este es uno de los factores que explica, en profundidad, y no ya en función de características de personalidad etnocéntricamente atribuidas, las reacciones a los filmes y caricaturas tan resistidos por los islámicos críticos y agresores.
Acotemos que la rivalidad iconoclatas-iconófilos ocasionó cruentas guerras entre cristianos medievales, en especial dentro del cristianismo bizantino; aunque hoy parece coyunturalmente saldado, el conflicto al interior del mundo cristiano, sobrevive en el conflicto actual de islámicos con cristianos, judíos, budistas e hindúes.
Iconoclastas son los que creen en la pobreza e injusticia de las imágenes y representaciones de las divinidades respecto de las divinidades en sí mismas, que serían inefables y mucho más ricas que sus representaciones sensoriales, que no las agotarían y sí las ofenderían empobreciéndolas (“nada de eso, nada de eso”, decía un budista en un cuento de Borges cuando se le pedía una caracterización de lo divino).
Un iconoclasta es, contrariamente a lo divulgado, mucho más espiritual, religiosamente, que los iconófilos; tiene una concepción mucho más espiritual e inefable de las divinidades que quienes aceptan que las imágenes táctiles, visuales y sonoro-cromáticas las representan adecuadamente y que se puede llegar a ellas por su intermedio, i.e., como la religiosidad popular iconófila cristiana del santoral mágico pedigüeño.
No es necesariamente más espiritual y civilizada la iconofilia garantista occidental dominante que la iconoclasia radical islámica dominante; son visiones alternativas profundas del mundo que originaron millones de muertos entre cristianos rivales, medievales y renacentistas; y que hoy producen también víctimas, mucho menos numerosas, pero que conviene no alentar.
Cuando islámicos invasores destruían monumentales estatuas de Buda en Afganistán, no eran bárbaros destructores de cultura sublime, sino sublimes sostenedores de una espiritualidad mucho más profunda y radical, que los llevaba a destruir esa baja materialidad profanadora de la sublime inefabilidad de lo divino; por lo demás, un monoteísmo coherente debería evitar pluriimágenes, irrespetuosas de un monoteísmo radical y espiritual.
La religiosidad popular es, en general, iconófila, y, tantas veces, las élites teológicas y sacerdotales iconoclastas. Esa fue la cruenta discusión medieval intracristiana, que hoy parece decidida; muchos cristianos mataron y murieron por la iconoclasia hoy islámica, y también en el Renacimiento barroco, Vaticano versus protestantes. Parte de la reforma luterana implicaba iconoclasia (en parte para impedir el comercio con estampitas, estatuitas y flores de la jerarquía), salvo la música, lo que, en parte explica la concentración expresiva ‘protestante’ en la música (i.e., Bach) y hasta nuestros días la religiosidad expresiva concentrada en la música de las denominaciones sureñas norteamericanas (góspel, spirituals, soul, etc.).
Por eso, los islámicos se sienten doblemente injuriados, ofendidos y humillados con las caricaturas, que etnocéntricamente se quieren entender como tolerantes y bien humoradas manifestaciones de la libertad de expresión humana que otros bárbaros niegan en su prevalencia cultural. Se ofende por iconofilia, y por herética y profanadora iconofilia de las divinidades. Pero también se ofende iconofílicamente a la divinidad si se caricaturiza a una jerarquía política, que es religiosa también en una cultura integrista, hierocrática.
Por eso Erdogan dice que su caricatura no lo ofende tanto a él personalmente como a su investidura parcialmente religiosa; más aun al interior del proceso de reislamización de Turquía, gran nación siempre limítrofe entre Oriente y Occidente, la cristiandad y el islam, con idas y venidas entre esos polos en su historia. Como ve, lector, no se debe ser etnocéntrico para entender conflictos, hechos y dichos; hay que entender al otro, hasta por interés egoísta para prever sus acciones y reacciones; por ejemplo, para no ser decapitados por una clase en que defendemos caricaturas islámicas teniendo en cuenta solo nuestro imaginario moral, y no el de los otros, que reaccionarán como ‘otros’ y no como ‘nosotros’.
Para que respeten nuestro imaginario de derechos humanos iconofílicos, deberíamos al menos respetar, entendiéndola, no como barbarie, sino como espiritualidad alternativa radicalizada, las reacciones contra caricaturas, caricaturistas y sus apólogos, como el decapitado profesor de derechos humanos, por iconófilo y herético defensor de profanadores de divinidades.
Y también reconocer que no somos tan tolerantes con lo que nos importa cuando creemos que nuestra identidad y nuestro orgullo son atacados. Imaginemos que Artigas, que Obdulio Varela, que Gardel, o que Suárez o Natalia Oreiro son caricaturizados, trasvestidos, pintados como cobardes o idiotas. ¿Nos gustaría? ¿No haríamos algo contra los caricaturistas y contra los que los defendieran? ¿Qué opinaríamos de la libertad de expresión como protectora de las ofensas sentidas?
Una anécdota personal: durante mis muchos años en El Espectador, y vecino cercano, un día fui llamado de urgencia al mediodía para intentar calmar una avalancha de telefoneadas indignadas y amenazantes. Un locutor había leído al aire una noticia que especulaba que Gardel tenía un pene pequeño producto de su adicción a la morfina: ¿se imagina, lector, una serie de caricaturas al respecto, una serial o filme con semejante personaje, o con Artigas, Obdulio, etc.? ¿Dónde quedaría la libertad de expresión? Y eso que somos demócratas, secularistas laicos y no somos iconoclastas. Cómo reaccionaría un islámico, iconoclasta e integrista, que cree que los derechos humanos son inferiores a la verdad revelada, que han sufrido siglos de humillación, traición y matanzas internacionales, y discriminación actual como inmigrantes, con ofensas sentidas como similares, si nosotros, sin nada de eso, reaccionamos así? ¿Actuamos como recitamos, cuando las papas queman? Ellos sí, y los criticamos por eso? ¿Y por casa cómo andamos? ¿Dónde quedan el fair play y la deportividad caballeresca cuando un delantero rival se acerca solo al área?
“Cortalo, matalo”, y lo llaman ‘inteligencia táctica’. Paolo Montero, capitán.
Seguimos en la próxima, entendiendo mejor, no justificando, atentados y terrorismos. En la próxima, integristas militantes versus laicos declarantes.