En poco tiempo vinimos a confirmar que el gobierno educado en los mejores colegios ignoraba tranquilamente a la ciencia y que los estadistas responsables surfeaban en plena pandemia, que los austeros gastaban en perros presidenciales y los conocedores de la realidad se encerraban en mansiones.
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Supimos que los moralistas se quitaban impuestos sin avisar y los que venían a limpiar la corrupción acomodaban funcionarios a racimos en los cargos, que los garantistas de la desideologización de la política no compraban vacunas imprescindibles porque eran rusas pero sí cucarachas voladoras sin sentido porque eran de España, que los hombres de mundo no lograban diferenciar un representante real con una propuesta seria del primer vendedor ambulante de vacunas chinas que pasara por la Torre Ejecutiva y que los sabios, llegados a poner orden en las cuentas públicas, promocionan el golf y desfinancian la ciencia.
La pandemia nos mostró que el amplio Lacalle Pou sólo se escucha a sí mismo y que “el único responsable sin excusas” en el ejecutivo finalmente éramos nosotros, fuera de todo poder. Aprendimos que los preparados, después de meses de advertencia técnica, eran los primeros sorprendidos con el crecimiento de los casos, que los que venían a gobernar en equipo no sabían ni trabajar en coalición y que los postulados para bajar los costos del Estado no paran de encarecerlo en los bolsillos de la gente. Conocimos que el único actor económico genuino, según el gobierno, es el privado, pero la plata que solventa el gasto por Covid sale de los sueldos de los públicos.
Eximios jugadores en el mercado de las apariencias, demás está decir que en el manejo de la pandemia hacen lo propio, cuidar las formas de una libertad mientras nos encierran en una economía de guerra. Como cada vez que aparecen retratados en sus mejores fotos de sociales, trabajan sosteniendo una apariencia, y, de de preservar lo que aparentan, trabajan.
Esto explica que una mansión palaciega aloja, ahora, un poder que bien pudo caber en una chacra suburbana, donde unas mascotas de peluquería seguramente ladran más educadamente que una perra sin dueño, manca, y planta tomates orgánicos una mujer que luce como una primera dama y no una primera dama que se muestra como “la Lucía”, mientras cuelga en un alambre la ropa que terminó de lavar. Y eso es todo lo que les importa. Es a lomo de sus linajes que llevan generaciones enteras entrenándose ya no para maquillar una verdad sino para construirla con el riesgo -altamente comprobado a estas alturas- para la población, de seguir creyéndoles.
Pues bien, es en esta cultura política que debemos interpretar más aristocrática que dirigente, sin distinción entre la forma y el fondo, que hace de lo superficial contenido, que voceros, personajes caracterizados y múltiples integrantes de su elenco se envuelven desde hace días en la bandera de su aparente patriotismo.
Consecuencia del diferendo Lacalle Pou-Fernández nos desayunamos con la novedad de que habría quienes poseen una orientalidad de pureza intachable y están dispuestos a defenderla, en representación de nosotros, claro, que solemos necesitar dirección en estas altas cuestiones.
Estamos frente a una de sus apariencias más afectadas y, por lo demás, menos creíble, que recuerda al tradicionalismo de ocasión que emplean en sus festividades partidarias de calculada estirpe campera, en las que se relincha como bagual para después votar como camioneta.
Este nacionalismo y la derecha están unidos desde la tarea fundacional de haber hecho la patria a caballo, como alardean, eludiendo la verdad, no menos crucial, de habérsela quedado y luego repartido a esa misma patria, también, a caballo.
Pero lo que no debemos olvidar es que son estos mismos caballeros orientales de las redes quienes se han pasado campañas electorales enteras expulsando compatriotas de la orientalidad, bastando para eso que incumplieran con su canon, el prototipo, para ellos tranquilizador, sin la “gorra, el piercing y el tatuaje” que constituyen según Gandini –trduciéndola de la LUC- la apariencia delictiva.
De su orientalidad quedan afuera los frenteamplistas por ser de izquierda, los feministas por no rezar el Padre Nuestro, los inclusivos por hablar sin género, los que hacen marchas por no obedecer cuando se les manda, los sindicalistas por comunistas, los sin tierra, los sin iglesia y, en general, los más jodidos, que a la patria de estos patriotas la miran de afuera aunque la paguen por dentro.
Nos gobiernan patriotas de hashtag que mientras se indignan con los argentinos no osan pelearse con sus cuentas bancarias para las que siempre le reservan sitio en algún lugar de su querida plaza financiera, porque la patria siempre les tira pero nunca les duele.
Quiero expresar con claridad que ser mejor uruguayo porque, según algunos uruguayos entienden, otros han sido malos o peores argentinos, siempre me pareció de una ligereza alarmante. Una berretada.
En consecuencia creo lamentable que estos patrioteros de cuarta alimenten un chauvinismo que, bastante esquizofrénico por cierto, después absorberá con más gusto que rechazo muchas de las pautas del mismo modelo argentino que un buen día deciden repudiar, “#yo urugayo”, en las redes, buscando parecérsele, recorriendo todo el álbum que va de la farándula hasta las impostadas fotos presidenciales que igualan a Lacalle Pou con Macri.
Pero esto no es todo. Por si alguna cosa faltaba para confirmarlo la campaña publicitaria basada en el maracanazo y los sobrevivientes de Los Andes despeja dudas sobre una gestión que ya podemos definir como un caso imperdonable de tilinguería.
Con el estilo de clase que los caracteriza un gobierno pituco envuelve de respetabilidad sus peores bajezas vendiendo torpezas propias como libertades ajenas, la tibieza exasperante de un Presidente que ignora lo que es el apuro como el aplomo de un Estadista, el padecimiento del mundo entero, no importa dónde, como el triunfo de unos cuantos uruguayos, en Los Andes o en Maracaná, no importa cuándo, lo poco que está dispuesto a hacer el gobierno por nosotros como lo mucho que deberíamos estar dispuestos a hacer nosotros por el país, el fracaso de su política de no intervención como la gesta de una sociedad responsable, la muerte –que eso es el Covid, Lacalle, por favor, que se lo digan- como la moraleja de la superación, el vivir –que eso es la salud pública, por favor, que se lo avisen- como un mito.
Aunque desde el gobierno se pretende aparentar lo contrario, apostar a la hazaña no es creer sino entregarse a una única, e improbable, posibilidad. Cuando alguien piensa que solamente una hazaña podrá salvarlo se siente más condenado que fuerte.
Pero está claro que las medidas que se adaptan no son las que mejor funcionarían en la trágica coyuntura de contagios y desborde sanitario, son siempre las que mejor presentan a Lacalle como ese prototipo de estadista cool, que recibe en una residencia de flema inglesa pero se relaja practicando un deporte californiano, mezclando libertad con “quedate en casa” para que la no movilidad no tenga la apariencia indeseable de una cuarentena.
Llegará el día en que a Lacalle debamos enjuiciarlo por publicidad engañosa, pero antes habrá que salvar a los que sufren en un CTI sin que la apariencia nos engañe ni la patria de los “patrioteros” venga a quebrar una lanza por ellos.