Cuando la pasta base ingresó en Uruguay a principios de los años 2000, casi nadie tenía muy claro lo que podía hacer esta droga en el país. Ni sus consumidores, ni las autoridades del momento eran conscientes de los estragos que causaría en el Uruguay todo.
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Fue un ingreso pensado y planificado por el narcotráfico que jugaron con la oferta y la demanda de esta y otras drogas para sustituir un consumo por otro, o al menos combinarlo.
Los primeros veranos de los años 2000 fueron claves para que la pasta base se fuera metiendo poco a poco en el mercado ilegal. En los barrios era común saber que la marihuana se retiraba de las bocas de ventas en Montevideo para abastecer a un mercado más atractivo y que no podía quedar sin el “fasito” para el turismo. Punta del Este y en general la costa este del país era el destino que tenía la marihuana y la cocaína que se sacaba de las “góndolas” metropolitanas.
Esos vaivenes del “mercado” fueron el momento elegido para ir introduciendo la pasta base como otra opción recreativa para los jóvenes cuyo veraneo estaba destinado a ser en alguna plaza o esquina de los barrios más pobres de Montevideo. Un precio accesible la más barata de todas y con un pegue potente pero fugaz, fueron los elementos centrales para que poco a poco se corriera la voz de la pasta base como una droga a ser especialmente considerada por los consumidores. Con la misma rapidez en que se iba el efecto de la sustancia se expandieron sus propiedades en medio de la mayor crisis económica por la que atravesó el Uruguay.
Fue la combinación perfecta para que su introducción al mercado fuera exitosa y quedara soldada a la realidad social de los barrios, no solo del sur sino expandida por todo el territorio nacional. Al principio de su incursión, su consumo era habitual mediante la utilización de una lata de refrescos, la cual se acondicionaba con papel metalizado de las cajas de cigarrillos junto a pequeños orificios que sostenían las blancas piedritas y viejas cenizas de puchos reciclados. Todo se quemaba con encendedor mientras algún corazón agitado succionaba por el extremo de la lata para calmar una sed cada vez más intensa y demandante.
Luego, cuando el mercado lo permitía, el consumo de pasta base podía combinarse con marihuana, conformando lo que se conoce como el “basuco”. Una especie de faso armado con hojillas, marihuana prensada y pasta base, que venía a conformar una versión menos cheta y más económica del nevado, que utiliza la cocaína en lugar de la pasta. Todo esto fue reacondicionado la realidad de los barrios, de miles de familias y jóvenes que fueron atrapados en un callejón casi que sin salida, o al menos en esta sociedad. Con el avance de la pasta base cambiaron las ciudades, las casas y sobre todo miles de vidas. Las fábricas cerradas o las casas abandonadas fueron poco a poco transformándose en lugares de achiques, para consumir, para transar y prostituirse, a veces también para dormir cuando la adicción se daba por vencida luego de varios días en que los ojos prácticamente no parpadeaban por horas.
Con los cambios en el paisaje, vinieron también los cambios en la comunidad y puertas adentro de las casas. El miedo a que te robaran solía estar localizado fuera del círculo familiar o de amistades, pero la adicción pudo barrer con familias enteras que sufrieron la pesadilla de un consumo problemático de sustancias psicoactivas, en especial de la pasta base. Garrafas, televisores, dinero, ropa, o hasta algún recuerdo familiar atesorado pasaba a moneda nacional para comprar la dosis que apaciguara cuerpos nerviosos y acelerados.
La pasta base no es la única culpable de los “males” actuales, pero sí explica mucho de lo que es la ruptura del tejido social.
Es notorio que además de dinamitar vínculos sociales estrechos como los que se suponen existen al interior de una familia, también lo hizo en los barrios. Cuando de jóvenes parábamos en alguna esquina, no faltaba el bandido o el que simulaba ser. Muy diferente al “rastrillo” que se apoderó de la narrativa delincuencial, es el más famoso, aunque no siempre el más peligroso. Y si no pregunten a los Peirano, también personajes de aquellos tiempos, pero de los que nadie sospechaba, ni señalaba.
Es que entre un bandido y un rastrillo hay diferencias, o al menos eso se decía. Un bandido construía su “épica” por haber querido asaltar un blindado, o por tirotearse con la Policía luego de ir por un golpe grande. Algunos incluso mostraban las cicatrices de aventuras pasadas para justificar sus palabras. En cambio, el rastrillo que utiliza un lenguaje de bandido o carcelario, se distancia bastante del anterior, porque un bandido jamás robaría en su barrio, ni a la vecina de toda la vida, ni al jardín donde van sus hijos ni los más pequeños de la cuadra, mucho menos a su familia. Tampoco robaría a un trabajador ni lo mataría desarmado porque eso sería de “cagón”, o más finamente, de cobarde.
Al ritmo de sustancia y de la “fisura” que genera la pasta base, fueron cambiando los acuerdos, los consensos también dentro del mundo delictivo. Escuelas y merenderos que son despojados una y otra vez, casas que se quedan sin luz por robos de cables, cuerdas de ropa que apenas sostiene algún palillo solitario, la única garrafa de María que usa para cocinar y a veces para calentar sus pies, ya no está en el patio de su casa porque terminó pasada a cobre por dos o tres “chasquis”. En la hinchada de algún club se pelean por quién se hace del control de la tribuna para vender drogas, no para alentar ni colgar banderas, o en todo caso se utilizan como infraestructura, como fachada para que funcionen los kioscos debajo de los anillos de las populares. Es que la pasta base también transformó el mercado de las drogas.
Muchas de las bocas de marihuana que algunas tenían “viejos códigos” de no vender venenos a sus “clientes”, poco a poco fueron siendo desplazadas por guerras narcos o por las lógicas del “libre mercado”, que ofrece mayores ganancias por vender pasta base antes que palancas de un prensado paraguayo con fama de tosedor. A lo largo de 23 años, el narcotráfico se fue metiendo cada vez más en la sociedad, lo que vemos es apenas el fenómeno, lo más visible, los más palpable. Pero no se quiso o no se puede entrar al corazón del problema y desnudar todo lo que hay por detrás. Pasaron cinco gobiernos, diferentes planes y apuestas, paradigmas de combate al narcotráfico enfrentados, y sin embargo ninguno pudo unos con mayores aciertos que otros atender el consumo problemático de sustancias psicoactivas y sobre todo contener la expansión del delito y en particular el narcotráfico como parte del crimen organizado.
Cada vez son más comunes los ajusticiamientos, las muertes dudosas, los tiroteos que sonorizan las noches de barrios enteros que no tienen paz, y el miedo generalizado en miles y miles. Mientras, aparecen en escena y en entrevistas centrales casi que en cadena nacional, los dueños del negocio que buscan justificar su actividad delictiva y mostrarle al mundo su poder, su verdad y sobre todo su impunidad. Luego, al día siguiente, en el mismo televisor aparece la indignación y la condena sin perdones para el que está arrinconado, mirando nervioso la ciudad, fijado al piso esperando encontrar algún medio cigarro sin apagar. Buscando entre su ropa el inhalador que oficia de pipa y como respirador artificial de miles y miles que deambulan perdidos sin pensar en el mañana.