Conversamos con Joan Vilá, doctor en Economía por la Universidad de La Plata, docente con dedicación total en la Facultad de Ciencias Económicas y de Administración (FCEA) de la Universidad de la República e investigador especializado en políticas de transferencias monetarias y en el comportamiento de los sectores de altos ingresos frente al sistema tributario.
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Vilá, junto a colegas como Andrea Biorito y Mauricio De Rosa, ha puesto bajo la lupa no solo la estructura impositiva uruguaya sino también las actitudes políticas y sociales de quienes concentran mayor riqueza.


A lo largo de la charla, el economista explica cómo se comportan los sectores de mayores ingresos, recuerda la historia del impuesto al patrimonio en Uruguay, traza comparaciones internacionales y advierte sobre la urgencia de atender la pobreza infantil con recursos concretos, más allá de la "fe en el crecimiento económico".
— Contanos sobre tu trayectoria académica y profesional. ¿Cómo llegaste a trabajar estos temas?
Soy doctor en Economía por la Universidad de La Plata y desde hace años trabajo en la Facultad de Economía de la UDELAR, con un cargo de dedicación total. Eso significa que mi trabajo se centra en la investigación y la docencia. Antes tuve pasajes por la Oficina de Planeamiento y Presupuesto, pero sin ocupar cargos políticos relevantes. Mi doctorado se enfocó en el impacto de las transferencias monetarias en los hogares, en particular las asignaciones familiares, y cómo reaccionan las familias cuando reciben esas prestaciones. Desde entonces mantuve dos líneas de investigación: por un lado, los efectos de las transferencias en la pobreza y la desigualdad, y por otro, cómo responden los sectores de mayores ingresos ante la política tributaria.
— ¿Y qué encontraron en esa línea sobre los grupos de altos ingresos?
Con Andrea Biorito y Mauricio De Rosa hemos trabajado en identificar quiénes son los sectores más ricos de Uruguay, cuánto concentran en términos de ingreso y riqueza y qué hacen cuando se les aplican cambios tributarios. Un hallazgo claro es que no reaccionan de manera tan dramática como a veces se dice. Hay un discurso muy instalado de que si se les suben los impuestos se llevan el dinero afuera o dejan de invertir, pero la evidencia muestra otra cosa. Lo que cambia muchas veces es lo que declaran: ajustan su contabilidad, buscan eludir o incluso evadir, pero en general no consiguen reducir en gran medida la carga que enfrentan. Y lo más importante: no vemos una caída significativa en la inversión productiva. Eso es fundamental, porque la verdadera preocupación sería que se frenara la inversión, y no es lo que ocurre.
— ¿Cómo se ubica ese grupo frente a la redistribución? ¿Existe algún tipo de solidaridad social?
Ahí también encontramos cosas interesantes. Una investigación reciente muestra que el 1% más rico de Uruguay se diferencia claramente del resto de la población en su disposición a apoyar políticas redistributivas. El 99% de la población, con matices, muestra actitudes similares respecto a la necesidad de redistribuir. Pero en ese 1% más rico hay una oposición mucho mayor. Es decir: quienes más concentran son quienes menos apoyan medidas de redistribución. Eso plantea un dilema político y ético, porque son los que más podrían aportar para reducir la desigualdad y, sin embargo, son los más reacios a hacerlo.
— En Uruguay se discute el impuesto al patrimonio. ¿Cómo lo evaluas?
Es un impuesto que existe, pero con tasas muy bajas. Hoy la tasa para las personas físicas está en torno al 0,1%, prácticamente simbólica. Sin embargo, no siempre fue así. En distintos períodos de la historia reciente llegó a superar el 2%, y la economía no se rompió por eso. Lo que tenemos hoy es resultado de la reforma tributaria de 2007, que en líneas generales fue muy buena porque unificó impuestos y apostó a gravar los ingresos de capital y de trabajo de manera más pareja. Pero en ese proceso se redujo progresivamente el peso del impuesto al patrimonio, bajo la idea de que lo importante era gravar los flujos de ingresos y no los stocks acumulados.
Esa discusión sigue vigente: hay países que han eliminado el impuesto al patrimonio por completo, como Argentina, que lo reemplazó por otros tributos, y otros que lo mantienen como parte central de su esquema fiscal, como España o Noruega.
— ¿Cuál es el verdadero obstáculo para volver a discutir una reforma tributaria en Uruguay?
El problema no es técnico, es político. Hoy la prioridad del gobierno es el crecimiento económico, y se intenta no tocar nada que pueda generar incertidumbre. Eso está muy explícito en el discurso oficial. La idea es: primero crezcamos, después veremos cómo redistribuir. Pero lo que falta es asumir que ya pasaron casi 20 años de la última gran reforma tributaria y que la estructura actual está quedando desfasada, sobre todo en lo que refiere a los ingresos de capital y el patrimonio. Y, además, está la urgencia social: no podemos esperar al crecimiento para reducir la pobreza infantil. Es necesario actuar ya, porque cada año que pasa en la vida de un niño en situación de pobreza tiene consecuencias de largo plazo.
— ¿Cómo se vincula el tema tributario con la pobreza infantil?
Directamente. Si no generamos recursos adicionales, no hay forma de financiar políticas más ambiciosas para reducir la pobreza infantil. Hoy Uruguay invierte en transferencias como Asignaciones Familiares o la Tarjeta Uruguay Social, que son importantes, pero que en muchos casos apenas logran mitigar el problema. Si queremos avanzar en serio, hay que aumentar los montos, mejorar la cobertura y sumar servicios complementarios como educación inicial de calidad, nutrición adecuada y salud integral. Todo eso cuesta dinero, y si la economía no crece al ritmo necesario, hay que obtener esos recursos a través de impuestos. Y ahí es donde el 1% más rico tiene que entrar en la ecuación.
— ¿Y qué pasa si el crecimiento no despega más allá de ese 2% o 2,5% proyectado?
Ese es el escenario más probable. Un crecimiento del 2% anual no es malo, es razonable para un país como Uruguay, pero tampoco alcanza para resolver por sí solo los problemas sociales estructurales. Entonces, si no tenemos un crecimiento del 4% o 5% anual —que sería el ideal—, tenemos que pensar en alternativas. Una es endeudarse: Uruguay tiene margen para hacerlo a tasas razonables. Otra es recaudar más con impuestos progresivos. Y otra, complementaria, es discutir qué tipo de gasto se prioriza. Lo que no podemos hacer es quedarnos de brazos cruzados esperando que el crecimiento haga la magia, porque no va a pasar.
— Vos decís que invertir en la infancia “se paga solo”. ¿Cómo se entiende eso?
Hay abundante evidencia internacional de que las inversiones en la primera infancia tienen retornos altísimos, incluso superiores a muchas inversiones en infraestructura. Un niño que recibe buena nutrición, estimulación temprana, educación inicial de calidad y apoyo en su entorno tiene muchas más probabilidades de terminar el ciclo educativo, conseguir un buen empleo y generar mayores ingresos en la adultez. Eso, a su vez, significa más productividad, más aportes a la seguridad social y menos gasto futuro en asistencia social. O sea que no se trata de un gasto en sentido clásico, sino de una inversión que rinde frutos a mediano y largo plazo. El problema es que políticamente cuesta asumir ese horizonte, porque las inversiones en la infancia no se ven de inmediato en las urnas, pero los costos de no hacer nada son altísimos.
— ¿Cómo imaginas entonces una agenda de reforma tributaria para los próximos años?
Lo primero sería sincerar el debate. Reconocer que la estructura actual fue un avance en 2007, pero que ya no responde a los desafíos de hoy. Después, habría que discutir seriamente la reintroducción de un impuesto al patrimonio con tasas más significativas, al menos para los patrimonios más altos. También revisar el tratamiento de los ingresos de capital, que hoy en algunos casos pagan menos que los ingresos del trabajo, lo cual es regresivo. Y, en paralelo, pensar en medidas de control para que no haya fuga o elusión excesiva. No es una receta mágica, pero es un camino. Y lo otro es tener claro el objetivo: no se trata de recaudar por recaudar, sino de financiar políticas que reduzcan la pobreza y la desigualdad, en particular la infantil. Si eso queda claro, es más fácil generar consenso social.
— ¿Crees que hay margen político para avanzar en ese sentido?
Hoy no lo veo. Ni en el oficialismo ni en la oposición hay una agenda tributaria fuerte. Predomina el temor de que discutir impuestos espante a los inversores o genere desgaste político. Pero pienso que más temprano que tarde va a ser inevitable. Porque si no hay crecimiento alto, y todo indica que no lo habrá, los recursos para financiar políticas sociales van a tener que salir de algún lado. Y ahí no hay demasiadas alternativas: o se recorta gasto, o se suben impuestos. Y si se suben, lo más justo es que los paguen quienes más tienen. Esa discusión va a volver, con o sin voluntad política inmediata.
***
La mirada de Joan Vilá aporta certezas incómodas: el 1% más rico no reacciona con un éxodo masivo de capitales cuando se le suben los impuestos, pero sí resiste políticamente cualquier intento de redistribución. El impuesto al patrimonio, que alguna vez fue central, hoy está reducido a su mínima expresión. Y mientras tanto, la pobreza infantil continúa golpeando con fuerza.
Para Vilá, no alcanza con esperar que el crecimiento económico resuelva el problema. Es necesario actuar ya, con una nueva reforma tributaria que ponga a los sectores más ricos a aportar más. No se trata solo de justicia social, insiste, sino también de eficiencia económica: invertir en la infancia genera retornos que el país no puede darse el lujo de perder.
Más temprano que tarde, la discusión tributaria volverá a la agenda. Y cuando eso ocurra, lo que estará en juego no será solo la recaudación, sino el modelo de sociedad que Uruguay quiera construir.