Erizando
El dilema del erizo es una parábola escrita en 1851 por Arthur Schopenhauer en la obra Parerga und Paralipómena, que significa apéndices y omisiones. Esta es una versión sintética que pulula en varios sitios de internet:
“En un día muy helado, un grupo de erizos que se encuentran cerca sienten simultáneamente gran necesidad de calor. Para satisfacer su necesidad buscan la proximidad corporal de los otros, pero mientras más se acercan, más dolor causan las púas del cuerpo del erizo vecino. Sin embargo, debido a que el alejarse va acompañado de la sensación de frío, se ven obligados a moverse hasta que encuentran la distancia óptima, la más soportable”.
Dejando de lado las reflexiones de Schopenhauer y de la psicología social que luego resignificó su parábola, viene bien analizar algunos otros aspectos sobre tal dilema en relación a la actual coyuntura política en la que se insertó la carta de este grupo de economistas.
Uno de ellos es ver la relación compleja, y a veces contradictoria, del concepto de diversidad. La incorporación de nuevas luchas por nuevos derechos ha sido una constante y en los últimos cincuenta años se aceleró notoriamente su emerger y expansión. Allí están los feminismos y sus luchas por la igualdad de género, así como los colectivos LGTBIQ+, pero también las reivindicaciones étnico-raciales, las de la multiculturalidad y tantas otras que muchas veces las izquierdas asimilaron con incomprensión y dogmatismos varios. Porque la lucha por comprender la importancia de todas las luchas aun tiene sus bemoles.
En ese contexto de cambios, la palabra diversidad fue sustituyendo a las viejas diferencias que habían abonado la división de la izquierda. En ese tránsito pasó a ser enarbolada como la riqueza esencial que nutre e impulsa. Claro, siempre y cuando se construya efectivamente la unidad.
Sin embargo, esa valoración positiva de la diversidad puede terminar ocultando la desigualdad estructural. Si se la reivindica solo en su acepción “positiva”, se la estará amputando en cuánto implica de diversidad real y concreta, que es indispensable tomar en cuenta para construir cualquier unidad de diferentes.
Pero, además, no está de más recordar que nos unimos en función de la lucha contra esas diferencias, no para pretender uniformizar sino para atacar, entre otras cosas, la desigualdad que es parte de la diferencia y es clave para provocarla. Y este es un elemento transformador que es imposible dirigirlo solo contra el sistema imperante si no se traduce en acciones que nos transformen también a nosotros mismos. Cualquier unilateralidad en un solo sentido esquivará las reales implicancias de todo cambio profundo, probablemente en términos de conveniencia personal, ya sea para absolutizar posturas antisistema, tanto como para sobredimensionar el paradigma de la autoayuda y el cambio interior al margen de los demás y de la realidad imperante.
Esto recuerda aquello que Eduardo Galeano planteaba con su “al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”, que, por cierto, en El libro de los abrazos se continuaba con un complemento a no olvidar: “La identidad no es una pieza de museo, quietecita en la vitrina, sino la siempre asombrosa síntesis de las contradicciones nuestras de cada día”.
Por ello, reivindicar la diversidad solo en términos de diferencias positivas equivale a olvidar que no todos los erizos son iguales. Por ejemplo, que algunos tienen púas más largas. Esto les permite tener una ventaja comparativa y recibir el calor del colectivo sin sentir el mismo sufrimiento. Para ellos, la distancia óptima es muy diferente a la de quienes tienen púas más cortas, al punto que incluso pueden gozar de una situación cómoda precisamente cuando otros sienten el dolor de sus pinchazos.
La poesía es un arma cargada de futuro
Quiero culminar esta nota mediante una cierta poética con la ilusión de que nos lleve a reflexionar sobre la construcción de la unidad en la diversidad antes mencionada. Porque si un saber reivindica su derecho a decir lo que piensa solo en función de su identidad, sin duda puede aportar mucho. Sobre todo si tiene la capacidad y la ética para ejercer ese derecho, y aplicar ese conocimiento no solo algunas veces. Mucho más cuando más de una vez se tomaron decisiones políticas esgrimiendo el conocimiento económico para hacerlo valer como un peso específico irrefutable ante cualquier otra propuesta.
Y mencionaré solo una en los gobiernos del Frente Amplio: la que refiere a la vez en que nuestro ministro de Economía y Finanzas en 2007, Danilo Astori, junto a su subsecretario Mario Bergara, presentó la privatización de Pluna en asociación con Leadgate como la única solución, alabando las bondades abonadas por un “broker” que, después se supo, trabajaba desde antes para el lobby canadiense del Scotia Bank, Bombardier y los capitales un tanto más opacos detrás de Campiani y compañía.
Ni por asomo hay que pensar que todo lo que vino después, con la foto de Lorenzo tras el remate con el señor de la derecha y el aval a López Mena empujado por el Pepe, fue culpa de aquella imposición revestida de paradigmas económicos y anclada en realidades acuciantes, pero sería bueno recordar no solo las ganadas, sino también los peligros de creerse infalibles.
Mucho más cuando, a menudo, se lo hace en favor del sacrosanto posibilismo, que consiste en desestimar, catalogándolas a priori de imposibles, todas las otras posibilidades hasta que solo queda una. Entonces, los posibilistas de siempre afirman que lamentablemente es la única y, de paso, exigen que se les felicite por su aserto y se les venere como visionarios del cambio, mientras reciben el aval de quienes siempre quieren que nada cambie y hacen todo lo posible.
Por eso, antes de estigmatizar a otros con el caos, no estaría mal volver a intuir que lo que el poder suele denominar desorden, bien puede ser otro orden posible. Porque si una elite, por más lúcida que se crea, y hasta lo sea en términos de los conocimientos específicos que puede manejar, termina por erigirse por sobre los demás y pretende dictar el rumbo y el ritmo de los cambios, lo menos que puede hacer es tratar de entender que habrá otros que también tendrán sus propias ideas, como lo decía con sorna el poeta salvadoreño Roque Dalton en versos que aquí proso a lo bruto:
“Los que, en el mejor de los casos, quieren hacer la revolución para la historia, para la lógica, para la ciencia y la naturaleza, para los libros del próximo año o el futuro, para ganar la discusión o, incluso, para salir en los diarios, y no simplemente para eliminar el hambre de los que tienen hambre, para eliminar la explotación de los explotados… Es natural, entonces, que en la práctica revolucionaria cedan solo ante el juicio de la historia, de la moral, del humanismo, la lógica y las ciencias, los libros y los periódicos; y se nieguen a conceder la última palabra a los hambrientos, a los explotados que tienen su propia historia de horror, su propia lógica implacable y tendrán sus propios libros, su propia ciencia y naturaleza y futuro”.
El poema, por cierto, hijo de no pocas contradicciones de los años 60 en toda Latinoamérica, y no exento de dogma, incluido el de la poesía coloquial, se titula con ironía “La pequeña burguesía”.
La ola y el agua
Esta semana me topé con una nota que citaba a un famoso (desconocido para mi) monje budista fallecido hace un año y poco. Se trata de Thich Nhat Hanh quien, además de su extensa obra, había sido propuesto para el Nobel de la Paz por Martin Luther King en 1967. Uno de sus textos dice: “Para convertirse en agua la ola no necesita morir. La ola puede vivir su vida como ola, pero también puede hacerlo mejor. Y cuando la ola se da cuenta que es agua, su miedo desaparece”.
Bienvenidas las olas con sus crestas y espumas que no olvidan que son parte del agua, de una marea que bien puede marear, faltaba más, pero, y mejor aun, que son parte de un mar que mueve y nos mueve porque ninguna ola llega sola a orilla alguna.
Por Javier Zeballos