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Política reforma de la seguridad social |

Análisis

Lo bueno, lo malo y lo feo de la reforma educativa

¿Se puede reformar la educación a puertas cerradas? ¿se puede descartar las propuestas de la reforma educativa sin analizarlas en profundidad?

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El gobierno presentó los alcances de su reforma educativa y abrió un debate tan necesario como peligroso, que no debe reducirse a la mera exposición de documentos teóricos, sino abrirse a la sociedad en su conjunto para tener el sustento y la agudeza de las múltiples miradas.

Discutir lo bueno, lo malo y lo feo de la reforma educativa no debe asustar a nadie. Lo peligroso sería no hacerlo, o que el análisis se enmarque solo desde lo académico, sin bajar a la gente. Si se discute exclusivamente desde lo político partidario, y todo se reduce a que la reforma es “buena o mala”, porque la hacemos “nosotros” o porque la hacen los “otros”, el fracaso estará a la vuelta de la esquina. Un cambio cultural no se define por quién tiene más votos en el Parlamento.

En cambio, la discusión se vuelve saludable y necesaria, si apunta a estudiar a fondo cada propuesta, para ver si esta suma de buenas intenciones que proponen los especialistas del gobierno, es verdaderamente realizable y necesaria, si contempla la realidad social del país; o es una mera fórmula de laboratorio creada por técnicos muy calificados, pero alejados de las verdaderas circunstancias que enfrentan los docentes y los alumnos en las aulas de carne y hueso.

Para empezar, el momento no ayuda. El gobierno de Lacalle Pou propone una reforma educativa para “ya”, en “combo” con una reforma de la seguridad social, y exige al país discutir a las apuradas dos pilares fundamentales de su futuro inmediato, en modo “express”. Todo ello mientras en los diarios y los informativos de la televisión, el debate pasa por la lucha contra el narcotráfico, por la flexibilización de las políticas antitabaco y por el “cero” presupuesto que el Poder Ejecutivo destinó a la universidad. (El que entienda algo que tire la primera idea).

Pero vayamos a la propuesta. Desde los enunciados que hasta ahora se conocen, es difícil rechazar a priori un proyecto que habla de “integralidad, inclusión, flexibilidad, o participación”. Digamos que, con solo enunciarlo decimos que es “bueno”, y se gana el aplauso de la tribuna desde el minuto cero. Pero el partido cambia y se pone más “feo” cuando comenzamos a hablar de recursos, de métodos, de necesidades y de condiciones reales de aprendizaje.

Convengamos que proyectar “una educación básica integrada, que articula la trayectoria del estudiante desde la educación inicial hasta el último año del ciclo medio básico”, no tiene discusión desde los parámetros modernos.

Tampoco se cuestiona a los autores del proyecto cuando plantean la importancia de repensar la educación media, “apostando a una educación integral multidimensional, que acompañe el tránsito educativo con diferentes ritmos y formas de aprendizaje”.

Hasta aquí, todo muy bueno en la teoría, y nada alejado de lo que, con diferentes tonos, proponen hoy las currículas de algunos de los institutos privados del país que desde hace varios años vienen intentando una manera de transmitir conocimientos más ajustada a los tiempos que corren, aunque no siempre con los resultados esperados.

En la misma línea, la propuesta considera las desigualdades individuales y contextuales de los estudiantes y las remarca “como diferencias que deben ser atendidas, con la convicción de que todos pueden aprender, con flexibilidad y con orientaciones específicas”.

Estos enunciados expresan todo lo que desde el puro sentido común puede calificarse de bueno. Pero pasemos al contexto, y el análisis cambia entonces por completo.

Lo malo del asunto aparece cuando nos preguntamos ¿Cómo se llevarán a cabo estos cambios? Porque la atención de las diversas realidades y la mirada individual de cada alumno, no podrá hacerse de ninguna manera, sin el análisis agudo y detallado de un equipo docente multidisciplinario. Y esto parece muy lejos de la situación actual, donde una maestra se debate sola entre el aula y la atención del comedor escolar, mientras busca ayuda profesional que nunca llega, para los problemas de aprendizaje o de vínculo familiar de algunos de sus alumnos.

Algo parecido ocurre con la muy saludable iniciativa de crear un marco de “flexibilidad” y “abrir espacios de libertad y creación curricular”, en diálogo directo con los docentes para escuchar sus propuestas y afinar las estrategias. Las palabras suenan muy bien, pero son incongruentes en una reforma de la que no participaron los estamentos sindicales establecidos desde hace años en la educación.

Tampoco encuentra lógica con la situación actual de conflicto estudiantil y liceos tomados, la idea de “crear un vínculo entre la propuesta educativa y la realidad de los estudiantes, dándoles participación en los procesos de aprendizaje, y dotándolos de facultades para tomar decisiones sobre qué aprender, en qué formatos, e informando al sistema sobre lo que esperan del centro educativo, de los docentes y del aprendizaje en general”.

“Se busca que estas interconexiones enriquezcan el currículo”, dice el proyecto, pero mientras tanto, se ordena desocupar por la fuerza los institutos tomados por los estudiantes que intentan hacer escuchar su voz.

En resumen, la reforma educativa del gobierno sienta las bases de una discusión muy necesaria, que de ninguna manera puede darse de espaldas a la sociedad, y mucho menos sin tener en cuenta la difícil realidad que enfrentan los sectores más deprimidos de la ciudadanía.

Discutir sobre educación pública, sin considerar las condiciones estructurales y sociales en que se produce el aprendizaje, va en contra de los propios principios que esta reforma pretende consagrar. Imponer un cambio tan trascendente sin considerar todas sus consecuencias no parece el camino más adecuado. Todos queremos una mejor educación, pero nada bueno se consigue por la fuerza. Hay que polemizar, sin miedo a las diferencias.

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