Estamos en pleno siglo XXI, con regímenes en su mayoría democráticos; en muchos de ellos nunca hubo realeza autóctona; en la programación mediática tienen amplio predominio los temas muy actuales; con un componente temático o tecnológico importante; se ignora sustantivamente el pasado -si no se desprecia-; los escenarios preferidos, para musicales y espectáculos en general, son rabiosamente pop, con mucho y rápido movimiento, fuertemente colorido, más para captar hipnóticamente los sentidos que con intención estética o expresiva.
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Hay excepciones a todo esto, pero ellas no tapan la claridad de esa norma y tendencia. ¿Por qué entonces, en todo el mundo, los casamientos, coronaciones y fallecimientos de la realeza inglesa concitan un rating tan importante? ¿Por qué son noticias importantes, de horarios principales, de titulares enormes, hasta de coberturas en vivo muy extensas, que la gente hoy tolera con dificultad en era de tuits y memes, con seriales que casi nunca llegan a los 60 minutos, que solo algunos aguantan en deportes o importantes juicios relativos a personajes o hechos previamente famosos.
Espectáculo en nuestra sociedad del espectáculo
El mundo estaba asistiendo y paladeando cada vez más los espectáculos: cobertura de eventos significativos o atractivos que se transmitían a los receptores no presenciales de modos crecientemente fieles a los hechos y capaces de cubrirlos más intensivamente, en el detalle próximo, pero también más extensivamente, extendiendo, en el tiempo y el espacio los lugares y protagonistas parte de la narración. Existía, y se explotaba cada vez más, el adorno expresivo y hasta cromático, que contribuía al talante de la narración y a la hipnosis sensorial paulatinamente operada.
Guy Debord escribe su hito sobre la sociedad del espectáculo a mediados de los 60, sin oposición y con tácita aprobación. Pues el funeral de Felipe de Edimburgo, marido de la reina Isabel II de Reino Unido, fue un gran espectáculo, retransmitido al mundo a través de la narración primera de la BBC de Londres. Las restricciones de la pandemia disminuyeron los miembros presentes, tanto deteniendo a los que deberían haber viajado como impidiendo superar determinados números protocolares sanitarios. Pero de todos modos sería un gran espectáculo, para Reino Unido y para el mundo; aunque no tanto como lo fueron los casamientos de los príncipes Guillermo y Enrique, el fallecimiento de la reina Isabel I, y tanto menos que la tragedia de la princesa Diana, con otros condimentos. Aun prescindiendo de la significatividad del hecho, existía el marco espacial y temporal para un espectáculo mediático de rating: un protocolo previsible que facilitaba la planificación de la cobertura, un paisaje natural lujoso pero sobrio dentro del género, una coreografía tan estricta como apreciable, y tan diversa de las escenografías pop a las que los receptores del mundo se van habituando. Una subespecie quizás en lenta extinción o dilución dentro de los espectáculos, pero resiliente, cada vez más impuesta como tal.
Pero ¿qué se admira tanto en medio de la relativa sobriedad sensorial en estos espectáculos de las realezas, principalmente de la inglesa?
La admiración pura por la realeza: más allá del dinero
La belleza joven, la riqueza aggiornada y la hazañosidad son los soportes de la admiración y de la emulación en esta sociedad actual, que no es solo del espectáculo, sino también del consumo y de la abundancia: el jet-set es básicamente de bellos más bien jóvenes, de ricos en bienes y servicios actuales, tecnológicamente compuestos y parte de una moda gritantemente actual, o cultamente demodé, y/o de vencedores hazañosos espectacularizables con facilidad (actores/actrices, deportistas, artistas musicales). En medio de esa fauna en rápida rotación y traslación, con mucho de esnob y poco de flema, los espectáculos de las realezas anclan su distinción en cualidades diferentes, casi hasta contrastantes con las del jet-set del espectáculo/consumo/abundancia: a la belleza joven y vertiginosa se le opone la venerable y cuidada ancianidad; a la riqueza tecnológicamente aggiornada y adecuada a ciertas exigencias de la moda se le opone una distinción, una exhibición de una riqueza plena en tradicionalidad: no hay mansiones en playas con piscinas danzables, sino adustos castillos con geométricos jardines, grises y verdes, simplemente, en un mundo pop posdisneynizado; la distinción tiene otros soportes, más cualitativos y menos emulables que la belleza joven, la riqueza actualizada y a la moda, y que la hazaña como motor de adquisición de estatus.
La reina ni oculta su edad ni la disimula con la ropa o cirugías plásticas: la ostenta dignamente, disminuida pero aún admirable; la reina no se preocupa por la moda (ese criterio de estatus que persiguen los que no lo tienen desde siempre, no hay que plegarse a esa obsesión plebeya): sus trajes son tradicionales pero tampoco demasiado obsoletos, su maquillaje casi ausente, sus joyas mínimas aunque se sepa que su joyería es potencialmente enorme, pero no ostensiva, defecto superlativamente odioso para una realeza, tan opuesto a la estética del pop, del trap y del reguetón. No tuvo que recurrir a ninguna hazaña de belleza, deporte, actuación o éxito económico financiero para ser y estar. Y eso es quizás lo más puramente admirable, ancla infrecuente de estatus y de distinción. La radical otredad del estatus heredado frente al adquirido, simplemente admirable, no emulable, como lo es el estatus plebeyo. Es la epopeya de la intangibilidad, de cercanía difícil, de respuesta condescendiente pero nunca íntima, emocional. Me contaron que la princesa Margarita, hermana de Isabel II, había sido ácidamente criticada por haberse sonreído en público, abandonando su carácter y modelo de esfinge occidental.
Una participación neototémica
Pero esa radical otredad cualitativa de estatus, admirada por su intangibilidad, en la medida que es simbólicamente representativa, símbolo vicario pero real de una tradición identitaria, y traspasando su distante lejanía, invita a su participación aunque sea mínima, desde la terrenalidad de su no-realeza. Hay algo neototémico en la presencia entusiasta del pueblo, aunque a prudente y respetuosa distancia, vivando, cantando, depositando flores, estando, en un puro Dasein redivivo. Se celebra la felicidad de que puedan, aun en su distancia, estar más próximos que nadie a esos semidioses identitarios. Estamos tan lejos, sí, pero son más nuestros que de nadie más. La identidad utópica del pueblo bien puede ser la de la realeza; su existencia, presencia y carácter son nuestra idealidad retro; su obsolescencia es su perennidad, que es un triunfo sobre el tiempo. El rey y la reina, en su pasaje temporal, cultivan la continuidad, esa perennidad vencedora de la fugacidad temporal; Felipe y su féretro van conducidos en el mismo adusto Land Rover que llevó al de su padre, el rey Jorge VI; nada de limousines hollywoodenses o de nuevo rico. Isabel II estuvo ‘sola’ -dicen-, claro que con su dama de honor y conducida por su chofer en el Bentley -marca distinguida y tradicional- real. Una gran cantidad de pequeños gestos y presencias de la realeza reafirman esa representatividad simbólica y esa satisfacción de la gente de ser al menos una mínima parte de algo más allá de ellos, y colectivo, que las realezas encarnan. Un exquisito detalle, tan mínimo como sempiterno en los corazones de los ingleses: cuando un niño nada con éxito su primer metro en piscina, lo está esperando, a la salida del agua, un diploma de felicitación de la reina por la hazaña cumplida, seguramente encuadrado y colgado en lugar preferente a futuro, y grabada a fuego en los corazones. Así se mantiene el fuego sagrado de una nacionalidad que nutre a sus miembros; es una de las funciones de las realezas, nada despreciable. El punk no pudo ridiculizarla, pasó y la realeza quedó.
Por qué la realeza inglesa
De entre las realezas conocidas mundialmente, la inglesa es la más famosa, con semidioses más conocidos. Aun para los uruguayos, conquistados por España, ‘la realeza’ es la inglesa. Porque otros reyes se mezclan en asuntos temporales que los bajan de su pedestal semideico, como el rey español Juan Carlos cuando su intervención política a la salida del franquismo, apoyando una solución democrática concertada, o Fernando VII resistente pero superado por la invasión napoleónica; Francia no los tuvo en la historia reciente, cuando nos tocó culturalmente, con su derecho y sus cortesanos lujuriosos, mecenas de las artes como los europeos del Renacimiento y fin del Medioevo. Solo la realeza inglesa está sólidamente en un limbo superlativo, más consistentemente suprahumana. El mundo feudal, el cortesano, con regentes semideicos, es el representado por la realeza inglesa; eso llena de significado, aun actual, los espectáculos mediáticos de las realezas.