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Privilegios y migajas

Por Celsa Puente.

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Más de una vez le escuché decir a la pedagoga argentina Graciela Frigerio que la niñez es una categoría sociológica, un tiempo definido en su duración y estudiado de tal modo por los expertos que pueden perfectamente reconocerse características que podríamos llamar “regulares”, en tanto se repiten con frecuencia en unos y otros. Sin embargo, la autora enseguida aclara que la niñez acaba pero la infancia nos acompaña a lo largo de toda la vida.

Tengo la certeza de que esta aseveración puede/debe extenderse a otros períodos de nuestra historia personal, pensando en los primeros veinte y tantos años de vida. Esas vivencias que nos acompañan desde los tiempos fundacionales de nuestra existencia siempre están con nosotros. La construcción de nuestra subjetividad en vínculo con los otros es la explicación por la que, a pesar de quizás no vernos por décadas con los que fueron nuestros compañeros en la escuela o en el liceo, en el reencuentro se desencadenan naturalmente complicidades afectivas que probablemente desconocíamos. Es que las instituciones educativas son espacios donde nos vamos construyendo con esos otros, vamos explorando el mundo, aprendiendo juntos, ensayando el juego social. En lo personal, cursé en un colegio hasta quinto año de primaria. Yo tenía diez años cuando por cuestiones de organización familiar me cambiaron a otro centro. Pasé cuarenta años sin ver a aquellas compañeras, sin saber sus rumbos, sin que ellas supieran el mío, era un tiempo de comunicaciones escasas, donde dejar de verse era sinónimo de “perder” de vista al otro, cosa que hoy sería imposible. Con mis compañeras de colegio de ese entonces no tuve más contacto por varias décadas. Sin embargo, cuando logramos reencontrarnos hace un tiempo -hoy nos vemos con una frecuencia casi mensual- el recreo se desencadena y volvemos a reír, a conversar y a compartir como cuando éramos niñas. Y es claro que hoy somos mujeres muy diferentes, con historias, en algunos casos completamente opuestas, elecciones diversas en cuanto a profesiones y trabajos, parejas, hijos, aficiones y pasatiempos, adhesiones políticas, expresiones religiosas. Sin embargo, en esos instantes de reunión suena el timbre interior y comienza el recreo del encuentro, el recreo de la infancia que nos conecta desde lo más hondo de nuestro ser, que nos invita a jugar recobrando la vitalidad de aquellos tiempos, una suerte de “hermandad” inexplicable, algo irracional y hermoso.

La niña, el niño y  el adolescente que fuimos nos acompañará siempre, vivirá eternamente dentro de nosotros, para bien y para mal, porque también hay sinsabores que marcan nuestra historia mientras vamos creciendo. Creo que ese es el motivo por los que cuando nos encontramos con personas con las que compartimos aquellos tiempos algo se renueva en nuestra alma y se desencadenan sensaciones que nos remontan a instantes que han dejado huellas indelebles.

Será por todo esto que me conmovieron las palabras de Andy Hargreaves el lunes pasado, cuando en la conferencia  que dictó aquí en Montevideo frente a unos 1.400 profesores insistió en estos aspectos del valor de lo educativo en la vida de las personas. Y me interesa especialmente señalar ciertas “manías” discursivas que él destituye con fuerza y mucha naturalidad. Pasamos muchas horas durante los primeros veinte años de nuestras vidas en las escuelas y los liceos para que la educación sea solo concebida como una “sala de espera” para el futuro, dice el autor. El tiempo de la educación es un tiempo valioso en sí mismo y si bien es cierto que la preparación para el futuro ocupa un lugar importante, no puede desconocerse la experiencia presente de cada niño/a o joven. La niñez y la adolescencia tienen valor en sí mismas como etapas claves de las personas porque la vida no está constituida solo por la madurez y la vejez. Es así que la educación y los educadores se tornan esenciales. Subyace en toda la propuesta de Hargreaves esa concepción de lo humano en el gesto de educar, por eso remite permanentemente a su biografía.

En Uruguay, y de cara a las próximas elecciones presidenciales, la educación está planteada representada por dos modelos opuestos que también tienen su correlato en esos escenarios educativos que son las instituciones y los vínculos que ellas habilitan u obturan. Uno de esos modelos apuesta a  clasificar las vidas pensando en que a unos solo debe ofrecérseles la adquisición de ciertas condiciones mecánicas que les permitirán “trabajar” en el futuro, distinguiendo a las clases altas y bajas en cuanto a formación y expectativas. El otro es un proyecto emancipador que se sostiene desde el desarrollo humano de todos y todas, que invita a la adquisición de habilidades y saberes para fortalecer la vida y promover la diversidad, la convivencia, la aventura de crecer descubriendo talentos, la felicidad.

Si el presente del tiempo educativo es clave para el desarrollo, ¿cómo aceptar que la propuesta para los más vulnerados sea la expansión de los liceos militares porque son de bajo costo y dan buenos resultados? ¿Cuáles son esos resultados? La rigidez y el disciplinamiento, la homogeneidad en el comportamiento a fuerza de estrategias punitivas, ¿son lo que la sociedad uruguaya espera para sus jóvenes?

Podremos usar los mismos vocablos: educación, centros educativos, docentes, pero no hay que confundirse, las cargas conceptuales que les damos son opuestas porque mientras unos eligen la rigidez del disciplinamiento y la rigurosidad como modo de ordenar las vidas, los/las otras/os elegimos el paradigma de los derechos, la libertad, la emancipación, la búsqueda aventurera de intereses y su desarrollo.

Una sociedad integrada requiere el trabajo democrático de distribuirlo todo entre todas y todos y la educación pública fortalecida es uno de los escenarios principales. No será  posible desde la cristalización de privilegios para unos y de “migajas” para otros. El presente nos reclama y el futuro nos espera.

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