La vida institucional del recién nacido Estado Oriental del Uruguay, a partir de 1830, no fueron para nada pacíficas. Más allá que el inicio -de lo que la historiografía clásica denominó Guerra Grande- fue oficialmente a partir de 1839, mucho antes de ese año la institucionalidad del recién nacido país estaban bajo amenaza constante. Ya sea por el desordenado gobierno de Fructuoso Rivera, como por las reacciones de su contraparte, Juan Antonio Lavalleja, su compadre y enemigo. Se configuraron entonces dos sectores más o menos compactos. Lavalleja era en definitiva el gran postergado en el nacimiento del país, en realidad había sido quien puso en marcha en 1825 (e incluso antes) la serie de hechos que finalmente llevaron a la independencia. Había tocado la gloria cuando fue gobernador previo a la juramentación de la Constitución. En 1831, nada gozaba de la gloria de antaño y se impacientaba. Ese año, el lavallejista Eugenio Garzón fue destituido como jefe de Estado Mayor. La caterva lavallejista veía allí una especie de persecución solapada. Más tarde se intimó a Lavalleja a dejar una estancia. La palabra persecución se escuchaba nuevamente en las reuniones de lavallejistas. Así comenzaba una lucha, al principio civilizada, entre diarios. Los diarios de filiación lavallejista disparaban contra el presidente: el Campo de Asilo o el Recopilador se despachaban a voluntad contra los “cinco hermanos” y el caudillo-presidente. Desde el diario oficialista La Matraca se contestaba. Pero el sable era la condición natural de los caudillos. Es así como en junio de 1832, se subleva el mayor Juan Santana en Durazno. Esto desencadena una serie de hechos que hacen que los lavallejistas declarasen abiertamente su desconocimiento de la autoridad del vicepresidente, Luis E. Pérez, en manos del gobierno en ese momento. La suerte parecía echada. Santiago Vázquez, a la sazón ministro, terminó escapando en un buque extranjero, temeroso de los resultados de la revuelta. Rivera, por su parte, se encontraba en el interior, lejos de la capital convulsionada. El “vicepresidente” presionado debió pedir ayuda a un destacamento extranjero al cónsul norteamericano de nombre James Bond y a la tripulación nada menos que del Enterprise (barco norteamericano). Luego ensayó un cambio de ministros, pero no funcionó. Por su parte Eugenio Garzón, inflamado de insurrección (en carta a Guillermo Miller, 16/09/1833), trataba a Rivera y su clan como el “… Círculo imperial…”, de “Gavilla […] enemiga de la independencia” y a Rivera y Obes de “dos hombres funestos para dirigir la administración…”.
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La campaña en armas y el descontrol reinante decantaron en un principio de solución. El tema se zanjó, o por lo menos eso se creía, con un tratado firmado entre representantes de ambos caudillos. En el mismo, Rivera quedaba como jefe de gobierno mientras que Lavalleja podía mantener sus tropas. Pero el tratado poco después fue rechazado por el presidente, quien logró vencer a los insurgentes. ¿Para qué negociar? Los lavallejistas comenzaron una serie de levantamientos, que fueron de 1832 a 1834, todos derrotados por el gobierno. Intentos en 1833 desde Brasil por parte de Eugenio Garzón y el coronel argentino rosista Manuel de Olazábal con 350 hombres. Después de cuatro días de lucha se apoderaron de Melo, pero fueron prontamente vencidos. Por su parte, en marzo de 1834, Lavalleja invade Uruguay desde Entre Ríos y desembarca en Colonia, a unos treinta kilómetros de la playa donde lo había hecho nueve años atrás. Lavalleja lanza una proclama a la vieja usanza, como lo hiciera en 1825, donde declara cesante a Rivera de la primera magistratura, además de reo de lesa nación. ¿Con qué autoridad? La autoridad de las armas. Finalmente culminó derrotado a manos del propio Rivera y debió exiliarse en Brasil. Los prisioneros fueron fusilados y sus bienes naturalmente confiscados. Comenzaba una terrible historia, que parecerá no tener fin. Los fusilamientos y las confiscaciones serán un sello indeleble en la historia del pequeño país.
Las inestabilidades prosiguieron igual durante un tiempo. Un hecho notorio es que los hermanos Oribe, vinculados al lavallejismo, no adhirieron a los levantamientos. Es más, Manuel Oribe fue ungido como ministro de Guerra y Marina del gobierno, desde octubre de 1833.
Por si fueran pocos, dos intentos más de Lavalleja coronarían el fin de un período turbulento, donde la desmesura propia del caudillismo y la nula atención a las instituciones, todavía débiles, desembocaron en todo tipo de excesos.
Tras una agitada presidencia, el 24 de octubre de 1834 Rivera dejó su lugar al presidente del Senado, Carlos Anaya, y viajó al interior. Pretendía un cargo acorde a su condición: comandante general de la campaña. Tres días después, el 27, Anaya, con la anuencia del ministro Oribe, nombró a Rivera comandante general de la campaña. Desde su amado Durazno, detentaría el mando del ejército en el interior. Al dejar el poder y entregárselo a Carlos Anaya, Rivera dejó unas palabras que vale la pena reproducir:
Excmo. Señor: durante mi larga carrera, mi conciencia no me acusa de haber infringido las leyes de mi país, en cuanto ha estado en mi poder. Durante mi mando, y fuera de él, es necesario que sepa el Estado Oriental que no soy nada más que un soldado pronto a sacrificar mi vida, para sostener su libertad e instituciones.
Cuatro meses después, era nombrado presidente por unanimidad el general brigadier Manuel Oribe. Se abría así una etapa de aparente calma, dejando atrás disidencias anteriores. Oribe era visto como un hombre de orden, lejos de la desmesura y las enemistades de Rivera. Pero este será el inicio de más turbulencias y el parto a la postre de los dos partidos fundacionales.