Hacete socio para acceder a este contenido

Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.

ASOCIARME
Columna destacada |

Réquiem por la inocencia

Por Celsa Puente.

Suscribite

Caras y Caretas Diario

En tu email todos los días

mi zozobra, mi temblor.

En ti ciérrense mis ojos:

¡duerma en ti mi corazón!”

Gabriela Mistral   

 

El fin de semana pasado, el sol abrió una tregua tenue en este invierno desolador. A mí el invierno siempre me petrifica el alma por lo que agradezco cualquier rayo tibio que me recuerde la posibilidad de otros días y otras estaciones. Pero aun, a pesar del sol, el mundo se volvió opaco y sin sentido cuando supimos que en Rivera una niña de cuatro años murió a manos de su padrastro. Un femicidio con ribetes difícilmente explicables, una monstruosidad insensata, inenarrable, demasiado dolorosa, demasiado.

“Tenía cuatro años. ¡Cuatro años!”, repite una amiga una y otra vez desde la perplejidad que esta noticia nos ocasiona. “La violencia es una plaga”, me dice otra.

No es una novedad que la violencia se ha naturalizado en nuestra sociedad, pero particularmente tiene el rostro de las mujeres y de las niñas, niños y adolescentes. Se expresa a través de todos los matices, desde la mirada insultante y la palabra procaz hasta la violación y la muerte. Vivimos en una sociedad sostenida en el orden político patriarcal que sigue asociando los gestos de violencia  a los  castigos vinculados a lo correctivo y sigue considerando el ámbito familiar como un espacio en el que nadie debe “meterse”, aun cuando haya sospechas fundadas de abusos y maltratos constantes y sostenidos en el tiempo.

La historia es tremenda, no hay comentario que valga ni corazón que resista. No hay forma de evitar la cascada de preguntas que se desencadenan. ¿Dónde estábamos todas y todos? ¿Dónde estaban los equipos de salud y los educadores ante las señales de un maltrato que seguramente no se inauguró el día del femicidio? ¿Cómo es posible que nadie advirtiera nada? ¿Por qué tenemos una ceguera que impide detectar a tiempo estas situaciones para intervenir?

Cuanto más (nos) preguntamos, más se extienden las dimensiones del horror como una manta inmensa que hemos tejido con nuestras propias manos y que nos asfixia frente a la confirmación de lo ocurrido. En este mundo de redes sociales y voces anónimas y de las otras, no demoraron en aparecer los comentarios y las fotos sonrientes de una familia que simulaba una felicidad que seguramente era ficticia. Muchas veces he pensado en esa ficción que encarnamos naturalmente a través de las fotografías y esa necesidad de mostrar la felicidad y hacerla pública. Una felicidad que a veces es probablemente real, pero otras muchas es simulada como si la alegría fuera una condición obligatoria de este tiempo. La imagen de la niña solo despierta ternura, la dulzura de la infancia en su más pura expresión. Y el monstruo… el monstruo no tiene apariencia de tal, es un hombre hijo del orden patriarcal que no resulta identificable en la multitud cotidiana, una figura que no da cuenta con su apariencia del poder destructivo de su accionar. Deberíamos tener claro que hay señales que los niños y las niñas dan siempre que son víctimas de estas situaciones y que hay que aprender a leerlas para actuar, para amparar, para interrumpir el vínculo malsano, para proteger y cuidar a los que nos necesitan. Las señales se minimizan o naturalizan, no se advierte la gravedad.

Que la rabia y la indignación se conviertan en el combustible para trabajar en la prevención, para detectar a tiempo estas situaciones e intervenir. Es necesario destinar una porción importante del presupuesto para formar al personal de la salud, de la educación, de la Justicia. Es necesario contar con procedimientos claros y mecanismos establecidos para amparar a niños y niñas y acompañar la valentía de quienes se animan a inaugurar el procedimiento de denuncia, ayudarlos a resistir y a insistir, buscar aliados, abrir puertas para que los destinos no se conviertan en historias truncadas por la tragedia. Debemos forjar una red de adultos disponibles, verdaderamente protectores que puedan poner en marcha mecanismos seguros que de verdad protejan. Porque, después, solo queda el dolor en el corazón, el grito en las redes sociales, la indignación estableciendo culpables y los reproches por lo que nadie supo hacer a tiempo.

Duele el corazón al pensar en esos cuatro años y todo lo que pudo florecer y no fue. Duele al pensar en ese sometimiento y abuso en tan corto tiempo de vida. Duelen todos los otros que en este momento quizás están atravesando episodios de maltrato y abuso similares, en silencio, y que solo se harán voz si la tragedia final se produce. Que el dolor se convierta en acción, que nos interpele, nos desvele, nos inunde de lágrimas, de indignación, de rabia. Que podamos hacerlo todos juntos.

 

Dejá tu comentario

Forma parte de los que luchamos por la libertad de información.

Hacete socio de Caras y Caretas y ayudanos a seguir mostrando lo que nadie te muestra.

HACETE SOCIO