El odio al pobre o al diferente pregonado desde la privilegiada burguesía vernácula y hasta desde el gobierno -que le retacea inmoralmente su apoyo a las ollas populares que mitigan el hambre de miles de uruguayos-, y la inconstitucional Ley de Urgente Consideración homologada por esta esperpéntica coalición derechista, que otorgó carta blanca a la Policía para reprimir y cometer toda suerte de excesos y fechorías, generó un espeso caldo de cultivo de violencia en la sociedad uruguaya.
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Esta no es la ya naturalizada violencia de los narcos, que se desangran cotidianamente luchando por el control territorial de los barrios periféricos más conflictivos, ni la violencia de los ladrones, los violadores o los rapiñeros contumaces.
Esta es violencia de clase –pura y dura-, alimentada desde un gobierno que prometió combatir rigurosamente el delito para “terminar con el recreo”, pero perpetró el desaguisado de pretender apagar el incendio con combustible. La consecuencia es el absoluto fracaso de las políticas de seguridad, por la fallida gestión del inepto ministro del Interior, Luis Alberto Heber.
En ese contexto, las propias prerrogativas otorgadas por la LUC a los efectivos policiales, que son naturalmente abusivas y han generado una catarata de denuncias, también suelen amparar y otorgar nuevos derechos a particulares, ya que, conceptualmente, para las nuevas normas penales que se aplican hace tres años, el derecho de propiedad prevalece sobre el derecho a la vida, aunque, paradójicamente, este último sea el primer derecho consagrado por la Constitución de la República y por la legislación internacional. No en vano se han registrado por lo menos un par de asesinatos perpetrados por particulares sin pruebas contra presuntos infractores de la Ley, bajo el rótulo de la “presunción de legítima defensa” contenida en la deleznable LUC, que es un cuerpo normativo que viola los derechos humanos, como sucedía en el período más oscuro del autoritarismo liberticida.
Por ende, las recientes denuncias de salvajes apaleamientos de indigentes en la vía pública por parte de jóvenes delincuentes ricachones que integrarían una presunta y parapolicial brigada antipasta, son directa consecuencia de cómo la violencia estatal está contaminando los espacios privados.
En efecto, es bien conocida la denuncia formulada por el sacerdote Omar Franca que lidera la solidaria parroquia Santa Bernardita en el residencial barrio Malvín, luego de haber constatado que varios marginales afirman haber sido agredidos. La prueba son las heridas que presentan los damnificados, uno de los cuales incluso permaneció internado durante cuatro días en un nosocomio público.
Por cierto, los relatos -que son todos coincidentes- inducen a evocar episodios similares acaecidos en los últimos tres años en Ciudad Vieja y el Centro, cuando varias personas en situación de calle informaron que fueron golpeadas con bates de béisbol y cadenas, por jóvenes que viajaban en una camioneta de alta gama.
La Policía jamás identificó ni detuvo a los responsables de estos impunes actos de violencia, pese a que esas dos zonas de Montevideo están colmadas de cámaras de videovigilancia. La conclusión es la siguiente: o faltó voluntad, o no le creen a las víctimas -a las cuales suelen calificar despectivamente como “pichis”-, o los rostros que observaron en las imágenes reproducidas por los registros visuales blindaron toda eventual responsabilidad penal en los ataques.
¿Esto es justicia por mano propia contra personas cuyos únicos “delitos” son ser pobres o consumidores de pasta base o bien se trata de flagrantes casos de odio de clase? Las dos hipótesis son válidas. Lo que realmente no cierra es que se trata de actos criminales impunes, que se arrastran por lo menos desde hace tres años, cuando la sociedad uruguaya vivía encerrada a cal y canto y atemorizada por la pandemia.
Como se recordará, en febrero del año pasado, en plena temporada estival, cuatro dementes le propinaron una brutal golpiza al hijo del docente de filosofía y hoy ex asesor de la ANEP, Pablo Romero, en Punta del Este, a quien confundieron con un delincuente.
Pese a que la Fiscalía solicitó prisión preventiva por 90 días, el dictamen judicial determinó únicamente una medida cautelar de distanciamiento de 500 metros y la fijación de domicilio.
En efecto, de acuerdo a los testimonios recabados, el joven de 18 años fue atacado a golpes y atropellado por un cuatriciclo, lo cual le provocó heridas leves pero un fuerte impacto emocional, que devino en su derivación a terapia psicológica.
Los agresores lo confundieron con un ladrón y el factor desencadenante habría sido su indumentaria, ya que lucía un gorro con visera, pantalones rotos y escuchaba rap.
Esta estética, que es habitual en jóvenes de su edad, fue suficiente para que cuatro matones de extracción burguesa decidieran agredirlo, en una interpretación errónea de las prerrogativas en materia de legítima defensa presunta que otorga la LUC.
Cuando advirtieron que habían cometido un exceso, se disculparon e intentaron solucionar el diferendo con dinero, acorde a la costumbre de esta clase social privilegiada. Incluso, uno de ellos, en tono desafiante, afirmó que el incidente no aparejaría consecuencias porque él era hijo de un diplomático.
Empero, lo más sorprendente y censurable, según la versión registrada en una carta pública rubricada por el propio Pablo Romero, es que la Policía le restó trascendencia al grave episodio y hasta lo atribuyó a un mero error, sin proceder, como hubiera sido menester, a la detención preventiva de los denunciados.
Estos auténticos delincuentes con cobertura profesional, ya que disponen de los mejores abogados patrocinantes, nos recuerdan a los personajes de “Naranja mecánica” (1971), el formidable film del maestro Stanley Kubrick, inspirado en la novela homónima del escritor Anthony Burgess.
Lo único que hacen estos jóvenes de la supuesta brigada antipasta, que por sus características seguramente pertenecen a familias social y políticamente influyentes, es aplicar las herramientas de la LUC, ignorando, en forma deliberada, que la institución estatal que tiene por ley el monopolio de la autoridad es la Policía.
El problema es que también los uniformados cometen excesos y hasta son responsables de más de una muerte de inocentes. En efecto, el año pasado, la Asociación de Abogados de Oficio formuló casi un centenar de denuncias de abuso policial debidamente documentadas. Algunas de las acusaciones tramitadas ante la Fiscalía dan cuenta de maltratos, golpizas, torturas y violaciones de los derechos humanos a detenidos, propias de un régimen de extracción autoritaria y no de uno democrático.
Estos cuestionamientos a conductas aviesas corroboran que la cobertura que otorga la LUC fue, en algunos casos, como soltar a una jauría de dementes uniformados cuyos desaguisados eran castigados durante el gobierno anterior, al igual que las prácticas de corrupción y pillaje que se han acentuado en los últimos tres años, como la apropiación de celulares de alta gama capturados a ladrones.
El responsable de este cuadro de alienación colectiva y violencia visceral que contamina a la sociedad uruguaya –en algunos casos directamente estatal y en otros casos privada- es el propio gobierno, que, mediante un cuerpo normativo que vulnera las garantías ciudadanas y, por ende, los derechos humanos, legitima la impunidad y nos retrotrae en el tiempo al tenebroso período de la dictadura liberticida.