En el cuento «La busca de Averroes», de Jorge Luis Borges -cuyo contexto es la Andalucía musulmana del siglo XII- uno de los personajes, llamado Abulcásim, describe una extraña “casa de madera pintada en la que vivían muchas personas” y agrega que “más bien era un solo cuarto, con filas de alacenas o balcones, unas encima de otras. En esas cavidades había gente que comía y bebía; y asimismo en el suelo, y asimismo en una terraza”. En esa terraza “tocaban el tambor y el laúd” y algunas personas “rezaban, cantaban y dialogaban”. Alguien exclama, al oírlo, que esa gente estaba loca, pero Abulcásim responde: “No estaban locos. Estaban figurando una historia”. Averroes, que escuchaba también, permaneció tan confundido como los otros.
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La extraña casa era un teatro, pero ninguno de los sabios que dialogaban podían comprenderlo, porque entre los musulmanes el teatro recién será introducido a mediados del siglo XIX. Borges hace, al final, esta reflexión: “Averroes, encerrado en el mundo del Islam, nunca pudo saber el significado de las voces tragedia y comedia”. Me pregunto si nosotros conocemos ese significado; si el teatro es importante para nuestra vida y, en su caso, por qué; si el teatro es considerado benéfico o peligroso, al menos para los intereses de los eternos amos del mundo; si integra una parte insoslayable de la cultura o no.
Me pregunto asimismo si la cultura misma, en bloque, no estará siendo erosionada en sus basamentos últimos, a través de la gigantesca oleada de intolerancia y de coerción que viene pesando sobre el mundo occidental desde que Donald Trump asumió la presidencia en Estados Unidos, mucho antes de que se desatara la pandemia viral. Bien dijo en su momento José Enrique Rodó que el coloso estadounidense era de temer. Su influencia nunca pasa desapercibida, y según soplen los vientos ideológicos en la tierra norteamericana, así se desencadenarán las reacciones concomitantes por América Latina. Para Rodó, la imitación de lo estadounidense era una actitud “innoble”, pero era, más que nada, inútil. Algo así como pretender injertar tejido muerto en un organismo vivo. Por eso reclamó Rodó, en su Ariel, la forja de un espíritu pensante, original y propio de nuestra condición americana. Claro que para ejercer el pensamiento, es necesaria la libertad.
Hace pocos días, más de 150 intelectuales firmaron una carta, en Estados Unidos, para reivindicar el derecho a discrepar, que no es otra cosa que el derecho a pensar, a usar libremente el espíritu crítico, a formular preguntas, y aun a equivocarse, “sin consecuencias profesionales funestas”. La ola autoritaria, coercitiva, intolerante y plagada de amenazas, acuñada por la era Trump, tardó muy poco en llegar a estos lares.
Al igual que en Estados Unidos, entre nosotros ya campean dos actitudes que se señalan en la carta aludida: la aversión al riesgo y una autocensura que empobrece el debate público y convierte a periodistas y ciudadanos en general en simples marionetas obsecuentes. Ustedes se preguntarán, a estas alturas, qué tienen que ver Borges y Averroes con la cuestión. De Averroes a Rodó, de Rodó a Borges, de Borges al teatro, media una fina línea, la que separa la censura de la libre expresión.
Los teatros permanecen cerrados a cal y canto en Uruguay. Si el hecho obedeciera a las reglas del protocolo sanitario y a la necesidad de evitar aglomeraciones, no existiría objeción alguna. Pero por desgracia no es así. Para que sea realmente coherente el cierre continuado de las salas teatrales, se necesitan hechos igualmente coherentes. Ya somos especialistas, todos los uruguayos, en las reglas del protocolo sanitario. Sabemos de las mascarillas, de la distancia física, del lavado de manos, de la desinfección y del termómetro. Pero no estamos tan entrenados en lógica, según parece. Es lícito preguntarse, en ese marco, cuál podría ser la fundamentación de que se hayan habilitado iglesias, escuelas, liceos, restaurantes, cafés y shoppings, mientras el teatro continúa vedado.
Está claro que la pandemia ha recrudecido. No estamos reclamando, por tanto, apertura masiva de teatros, pero sí estamos reclamando racionalidad. También está claro que no hay pandemia que pueda llevarse por delante la libertad humana, incluida la libertad compleja de la que nace el arte. Para muestra, ahí está la joya arquitectónica de la ciudad de Florencia. Me refiero a la magnífica Santa María del Fiore, cuya cúpula fue creada por Filippo Brunelleschi 80 años después de que la terrible peste negra matara al 70% de la población en la ciudad.
No hay pandemia que pueda llevarse por delante el arte, en sus más variadas expresiones, por mucho que lo deseen, furtiva y solapadamente, algunos amantes del “orden”. Y el teatro es una de esas artes, la que por excelencia encarna la representación física y “viva” de las pasiones, sentimientos, emociones y creencias que atraviesan al ser humano desde el fondo de los tiempos.
La vulnerabilidad económica y laboral de los actores y de las actrices, muy conocida por desgracia, no puede tampoco ignorarse. Además de ser necesario como fenómeno social y cultural, el teatro requiere de una decidida intervención institucional, desde el Estado, para hacer efectiva la protección laboral de sus integrantes. Sería bueno recordar que las instituciones del Estado no nacen de los repollos, sino que son creadas (y pagadas) por el cuerpo social, o sea por todos nosotros, con determinadas finalidades, entre las que figuran, de forma principalísima, el respeto y la promoción de los derechos humanos, entre los que figuran los derechos culturales, ampliamente reconocidos y protegidos en su goce por la ONU.
No debería ser necesario recordarlo y, sin embargo, hay Estados y gobiernos a los que les cuesta comprender y poner en práctica los derechos culturales. Estados Unidos de la era Trump es uno de tales ejemplos. Se argumenta que la diversidad de expresiones culturales (sean cuales sean) pone en peligro y erosiona la identidad norteamericana (tampoco se sabe en qué consiste esta última, a menos que se entienda por tal al núcleo “fundador” de ingleses y holandeses de piel blanca). Es que las expresiones culturales ponen en peligro el discurso político de turno, que pretende imponer su visión del universo de manera monolítica y, por qué no, amenazante.
En todos estos sentidos, el teatro es un enemigo poderoso para los mandones y los dueños de la verdad, ya que si algo caracteriza al género, es meter el dedo en la llaga de todos y cada uno de los problemas humanos. Sea por una causa, sea por la otra, en Uruguay seguimos esperando, todos los uruguayos, que las autoridades de gobierno decidan dar alguna señal encaminada a la apertura de las salas teatrales. Cuando se pueda, sí, pero sin distinciones arbitrarias. Cuando se pueda, pero sin anteponer prioridades sospechosas de favorecer unos intereses en detrimento de otros. Cuando se pueda, pero con el respeto y la valoración que el arte y la ciudadanía se merecen. Con mascarilla y protocolo, faltaba más.