Ya es domingo de madrugada y no consigo conciliar el sueño. La noche del sábado fue inusual, me encontró con 70 jóvenes procedentes de las distintas generaciones de líderes recreadores que desde el año 2009 y hasta la fecha funcionan de manera ininterrumpida en el liceo Nº 30 de Montevideo. Son los Chapas -Cultores de la Hamaca Paraguaya- una denominación rupturista que los identifica y que encuentra su representación gráfica en un logo que tiene la silueta de la hamaca y una palmera en negro, destacada en un fondo con los colores del reggae. Hace diez años, esa imagen y ese nombre levantaban sospechas en el mundo adulto, máxime cuando se consideraba que eran los distintivos identificatorios de unos adolescentes de un liceo público cuya función o sentido de existencia no correspondía a lo que tradicionalmente se esperaba por parte de liceales.
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Los y las protagonistas cuentan que en un mediodía lluvioso, allá por noviembre de 2009 en el campamento de fin de cursos de Paso Severino, algunos adolescentes fantasearon con la posibilidad de crear un club para formar animadores. Eran alumnos de tercer año de Ciclo Básico, y aunque los esperaba un nuevo liceo y el Bachillerato acechaba en la puerta como un tiempo dorado, había “algo” por lo que no se querían ir, “algo” que hacía del liceo 30 un lugar inefable.
Es bueno decir que aquel deseo de forjar un club de animadores era una semilla en tierra fértil. Sembramos de la mano de un gran profe -Ernesto Mazzei-, un “hortelano educador” en la tierra liceal de la confianza, -donde prevalecía el rezongo afectivo y cariñoso y una vocación obstinada de algunos adultos por asomarse al “juego” como expresión pedagógica-. ¡Y ya hace diez años! Lo escribo y me lleno de sorpresa, aun cuando fui testigo de todo este trayecto.
Este grupo de adolescentes, exalumnos del liceo, decidió quedarse de este modo, casi que para siempre. Fueron sumando generación tras generación a otros egresados, construyendo espacios de acción y manteniendo hasta la fecha las reuniones sabatinas así como otros encuentros con diversos grupos de líderes de otras instituciones con los que aprenden y a los que enseñan un arte que dominan a la perfección. Comenzaron de la mano de Ernesto y luego se quedaron solos porque el profe eligió sus horas en otros liceos. Sin embargo, y contra todos los pronósticos fatalistas, sobrevivieron porque aprendieron a autogestionarse. No hay mayor satisfacción para un adulto, sobre todo si es un profesor, saber que las enseñanzas prosperan con tanta fuerza como para que los otros descubran el camino de su autonomía. Por eso no me extraña conocer el orgullo de Ernesto y comparto su emoción. “Esto ocurre una vez en los 15.000 millones de años de existencia de nuestro universo”, dice Ernesto sobre los Chapas, con ese humor tan peculiar que lo caracteriza, y a continuación seriamente agrega: “Hace diez años que me siento muy cerca de ustedes, uno más de la manada”. Lo entiendo tanto cuando dice que se siente “orgulloso, seguro de mis ideas sobre la educación, con ganas de hacer cosas, de sembrar clubes de líderes en liceos como si fueran rabanitos en huertas”
¡El 30! Un liceo para el desarrollo en libertad, sin más protocolo que el del respeto y las ganas de hacer, animándose a más, a buscar y bucear en los mares de lo posible y de lo imposible e insospechado. Hace diez años el 30 parió a Los Chapas y aún siguen fuertes, gestionando los talleres de los sábados, enseñando a rapear, pintar, bailar, fotografiar a los más chicos que van llegando. Aquellos Chapas, los primeros, hoy ya devenidos hombres y mujeres de veintitantos años siguen yendo a su liceo a trabajar con la generación de los “nuevos” adolescentes que necesitan espacios adicionales para hurgar en su propia historia y descubrirse. Ellos saben cuán necesario es, sencillamente porque lo vivieron, por eso la generosidad del encuentro para nutrir a los otros es hoy la seña identificatoria de este equipo.
Hay experiencias de vida que te marcan para siempre. Yo fui 13 años directora del liceo Nº 30 de Montevideo y podría narrar miles de experiencias educativas inolvidables de la mano de esos profes, de aquellas familias y sobre todo de esos hermosos adolescentes del barrio Buceo. Vi nacer a los Chapas y seguí su recorrido a través de las fotos, visité sus talleres sabatinos y me sigo emocionando en cada inicio de curso cuando los veo recibir a los chiquitos de primero con una dinámica o un juego. Por eso, no acepto que nadie me diga que no se puede, porque tengo sobradas pruebas para mostrar que el mundo puede ser distinto, que el tiempo de la creación siempre estuvo vigente y que un liceo público puede ser el lugar donde habitar toda la vida. La lógica de una educación emancipatoria se sostiene en estas acciones, en estas decisiones, en la confianza en lo humano que se construye como telón de fondo de todo lo que hacemos y decimos. Porque la educación es esto, un proceso humanizante con todos y entre todos. Una oportunidad para apropiarnos de las herencias comunes e indagar, para dejarle al mundo algo nuevo.
¿Entienden ahora por qué les decía que el sábado no podía dormirme? Tenía la ansiedad de haber sido invitada para celebrar esta década. Era el cumpleaños de los Chapas y tuve el honor de haber sido convocada al festejo, en un gesto que excede mi capacidad de agradecimiento. Una fiesta de jóvenes a la que fui con mi querida Mariela Tocco, mi compañera en aquel tiempo, subdirectora, con la que me unen tantas trazas de vida que no podrían ni nombrarse. Fue un momento mágico. Vimos fotos de todas las generaciones en la pantalla gigante, asistimos a las risas cómplices de cada gesto y sentimos circular el ritual del agradecimiento entre pares por el tiempo transcurrido nutrido de vivencias que dejan huella.
Es difícil encontrar las palabras. Para mí fue un momento confirmatorio de muchas convicciones sobre la educación, al que tuve la suerte inmensa de ser convocada. Por eso, para cerrar, quizás es mejor que acuda a las palabras de la argentina Claudia Piñeiro: “Quizás la felicidad sea esto, un instante donde estar, un momento cualquiera en el que las palabras sobran porque se necesitarían demasiadas para poder contarlo. Atreverse a tomarlo en su condensación, sin permitir que ellas, en su afán de narrarlo, le hagan perder su intensidad. La felicidad como una imagen para contemplar en silencio. Y un encuentro. Este”.