Dice en El libro de los abrazos el escritor uruguayo Eduardo Galeano que Montevideo «en verano huele a pan y en invierno a humo»; yo en cambio siento que cuando comienza el verano, hay un irrefrenable aroma a jazmines que lo invade todo. La fuerza de los jardines gana la calle, y en las que no hay jardines con jazmineros hay vendedores con sus mesitas de madera gastada ofreciendo esos ramitos de fragancia intensa.
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De niña, diciembre era un tiempo de mucho disfrute a la espera de las vacaciones y la ansiada playa, del árbol de Navidad, del juego sin tiempo de finalización y de la sorpresa siempre encarnada en las visitas de amigos y familiares. Los que tenemos familia en el exterior sabemos que las fiestas tradicionales son un buen pretexto para propiciar los encuentros, así que mi corazón de niña guarda la emoción del reencuentro con tíos y primos que venían de lejos. Conservo la imagen de la casa de mis abuelos despojada de la melancolía de todo el año para dar paso a la felicidad del abrazo esperado y apretado, y del canto a capela, siempre desafinado pero intensamente sentido, que acompañaba los encuentros familiares.
Montevideo –«aburrida y entrañable», dice el escritor– en diciembre se convierte en una ciudad ágil entre el apuro de los transeúntes y los conductores, todos queriendo llegar a hacer en los últimos días del año, lo que no hicieron en todo el año completo. El mundo empieza a tener también olor a vacaciones y las ferias se abren por doquier en cualquier espacio abierto de la ciudad, cuajando como semillas fértiles, para satisfacer esa otra necesidad que genera diciembre: los regalos. Y si uno presta atención, siente la banalidad de las conversaciones provocadas por el desgaste de buscar la compra adecuada: el vestido cuyo color no es exacto al deseado, el talle de la remera que no es fácil de encontrar, el juguete que no es el que el pequeño tirano de la casa desea.
Compramos con la voracidad de un mundo que parece acabarse, compramos objetos, comida, luces, árboles de navidad y cualquier cosa que se ofrezca, y quedamos sumergidos en la burbuja de nuestro entorno, perdiendo la perspectiva general. En otras latitudes, hay otros vértigos, otros apuros por llegar a otros lugares, otras necesidades básicas esenciales que no pueden cubrirse y que llevan desesperadamente a «correr» para salvar la vida. Las fronteras del mundo que hemos construido son barreras que seleccionan las vidas, muros reales o invisibles a simple vista, pero siempre muros, y el mar Mediterráneo y otros tantos cursos de agua, nuevos cementerios de almas y cuerpos que pujan por salvarse, que defienden el derecho a tener futuro.
Desde Arusha, una ciudad al norte de Tanzania, clama Fernanda, una jovencita voluntaria uruguaya, por ayuda y medicamentos para un orfanato en el que hay cien niños contagiados de sarna, el «enemigo invencible» de acuerdo a sus propias palabras, una enfermedad naturalizada a fuerza de persistencia, falta de atención médica y condiciones de hacinamiento. Desde el Mediterráneo, claman con la misma fuerza las organizaciones que pujan contra los gobiernos para salvar a quienes desesperadamente se vuelcan al agua en pateras precarias para lograr llegar a tierras donde tener otra vida.
Otra joven, la escritora somalí Warsan Shire, hace poesía desde las desgarradoras vivencias de quienes deben abandonar sus hogares: «Nadie abandona su hogar a menos que el hogar sea la boca de un tiburón…», «nadie pone a sus hijos en un barco a menos que el agua sea más segura que la tierra […] nadie pasa días y noches en el estómago de un camión alimentándose de periódicos a menos que las millas recorridas signifiquen algo más que el trayecto», «ninguna piel sería lo suficientemente dura, el váyanse a casa, negros, refugiados, sucios inmigrantes, solicitantes de asilo, dejando secos nuestros países, negratas con sus manos mendigas, huelen raro, salvajes, arruinaron sus países y ahora quieren arruinar el nuestro».
Mientras nosotros recorremos tiendas y puestos de feria, imposibilitados de mirar hacia los costados donde la necesidad del vecino muchas veces se hace presente, otros aún en una situación más dolorosa y deshumanizada nos invitan al dolor de entender que «nadie abandonaría su hogar a menos que el hogar te persiguiese hasta la orilla, a menos que el hogar te diga que aceleres tus piernas, dejes tu ropa atrás, te arrastres por el desierto, atravieses océanos, te ahogues, te salves, estés hambriento, mendigues, olvida el orgullo, la supervivencia es más importante».
Ojalá que más allá de creencias y convicciones religiosas, esta Navidad nos encuentre alertas y fuertes frente al discurso y la práctica del odio y la intolerancia, abrazados y comprometidos, movilizados en forma irrenunciable en defensa de los Derechos Humanos. Que no te confundan los que quieren hacernos creer que los derechos son un invento «progre» y que estar desvalido o ser pobre es una opción asociada a la holgazanería. Que no te confundan y que en esta Navidad iniciemos la tarea indispensable de desterrar la indiferencia, la precariedad y la clandestinidad para dar lugar a la vida entre iguales.