En 1919 Uruguay estrenaba su segunda constitución, un salto cualitativo más que necesario en aquel país de principio de siglo. Demasiado tiempo había pasado desde aquel 18 de julio de 1830 en que se juró la primera, y casi exclusivamente había sido utilizada como un instrumento de poder. Aquella primera constitución no era esencialmente una mala constitución, sino que los uruguayos no estaban del todo preparados, pero más allá de cualquier crítica, es claro que estaba caduca ya a principios del siglo XX. De este modo Uruguay iniciaba un nuevo tiempo gracias a esa nueva carta magna. Aunque la negociación fue compleja.
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Al terminar su primer período de gobierno, Batlle y Ordóñez viaja a Europa donde se quedará durante todo el gobierno de Williman. Allí tiene oportunidad de observar de primera mano otras realidades, y sobre todo legislaciones. En 1913, Batlle publica en el diario El Día varios artículos sobre un tema constitucional, el cual propone innovar: sustituir la presidencia de la república por un consejo de gobierno integrado por varios miembros.
Batlle había visto funcionar en la práctica la constitución de Suiza, donde no había presidente, sino un órgano colegiado; una junta ejercía el poder ejecutivo. Batlle temía que fuera elegido en Uruguay un presidente autoritario, que violara la constitución a la manera de los caudillos del siglo XIX; pensaba que los poderes que la constitución de 1830 le daban al presidente eran excesivos y que eso facilitaba los golpes de Estado o atraía sobre el mandatario toda clase de atentados; le parecía que era más prudente dividir el poder entre varias personas.
En un manifiesto de 1907, el Partido Nacional afirmaba: “Cualquiera que alcance la jefatura de la administración nacional absorbe la suma del poder público y no tiene más límite de acción que los dictados de su conciencia”. Una pugna, en un medio bravío, entre el despotismo -querido o no por el primer mandatario- y la mentalidad anárquica reinante de la comunidad.
Domingo Arena, el principal colaborador de Batlle, dijo: “Batlle cree firmemente que esa larga vía crucis porque ha pasado la república, más larga y dolorosa que la de Cristo, es en gran parte la obra presidencial. Batlle cree que la sangre que se ha derramado a torrentes se ha derramado casi siempre por culpa de los presidentes o por culpa de la ambición presidencial. Batlle vive permanentemente obsesionado por la pesadilla de que el país juega su suerte en cada elección presidencial”.
Batlle fue reelecto en 1910 como presidente y dedicó buena parte de su gobierno (1911-1915) a las negociaciones y los acuerdos políticos necesarios para reformar la constitución y atenuar la concentración de poder. Para Batlle, “en un gobierno formado por una comisión, el capricho o el mal humor de uno de sus miembros será contenido por el buen juicio y la tranquilidad de los otros”.
En 1915, hubo elecciones presidenciales y fue electo Pedro Feliciano Viera. La controversia constitucional, entre colegialistas y anticolegialistas, seguía acaparando la atención pública y en ella se manifestaban en contra de la reforma -propuesta por los batllistas- los blancos y una parte del Partido Colorado.
El 30 de julio de 1916, se votó para elegir una convención constituyente y Batlle fue derrotado por primera vez; ganaron los anticolegialistas. Se unían fuerzas antes enfrentadas contra el hombre más poderoso electoralmente de aquel Uruguay. Los números finales de aquella elección de constituyentes fueron: 105 nacionalistas, 82 colorados colegialistas (o sea batllistas), 25 colorados anticolegialistas, 2 socialistas y 2 de la Unión Cívica.
Por tanto, se volvió a negociar y de esas conversaciones salió el “Pacto de los ocho”, un acuerdo transado entre blancos y colorados. Se podría decir que Batlle logró, en cierta medida, algo parecido a lo que buscaba.
La nueva fórmula para reorganizar el Poder Ejecutivo contaba con mayoría en la convención constituyente y fue así que, en 1917, se aprobó un articulado nuevo. La nueva constitución, en vías de aprobarse, dividía el Poder Ejecutivo en dos órganos:
- el presidente de la República, elegido directamente en elecciones nacionales, que pasaba a actuar con tres ministros: de Relaciones Exteriores, de Guerra y Marina y del Interior;
- el Consejo Nacional de Administración, integrado por nueve miembros, que pasaba a actuar con cinco ministros: de Hacienda, de Industria, de Trabajo y Comercio, de Justicia e Instrucción Pública y de Obras Públicas.
De acuerdo a los plazos previstos en la constitución de 1830, la nueva carta magna entró a regir en 1919 y a partir de esa fecha hubo gobierno colegiado y presidente de la República.
La organización del Estado resultó cambiada en varios aspectos que se sumaron a la modificación estructural del Poder Ejecutivo. Se derogaron varias causales de suspensión de la ciudadanía y, desde entonces, pudieron votar los analfabetos, los peones jornaleros y los sirvientes a sueldo. A partir de la nueva constitución, las elecciones se harían mediante voto secreto.
En las cámaras legislativas el sistema cambiaba sustancialmente. En la cámara alta, se votaban senadores por cada departamento. En la cámara de diputados, la cantidad de diputados quedaba para ser determinada por ley, pero, en cualquier caso, la representación debía ser proporcional al número de votantes de cada partido.
En la administración de los departamentos, se sustituyó al jefe político por un consejo de administración departamental.
Se separó a la Iglesia Católica Apostólica Romana del Estado y quedó establecida la libertad de cultos. La escuela pública, tal cual la había proyectado José Pedro Varela, fue a partir de entonces, además de obligatoria y gratuita, laica.
La secularización del Estado trajo cambios en otros aspectos, pues la lucha venía de larga data. En 1905 retiraron los crucifijos de los hospitales públicos, lo cual dio origen a la gran polémica a propósito de la cual José Enrique Rodó escribió un ensayo que se haría famoso, con el título de ‘Liberalismo y jacobinismo’. Rodó sostenía: “No es el movimiento anticlerical en sí mismo, sino su vana provocación con actos como el que discutimos, desacertados e injustos, que aun cuando no lo fueran, estarían siempre en evidente desproporción de importancia para con la intensidad de los agravios que causan y de las pasiones que excitan”.
El 28 de abril de 1908 el diputado de Tacuarembó Genaro Gilbert propone la supresión “de toda enseñanza y prácticas religiosas en las escuelas del Estado”, así como las sanciones a los maestros que la contravinieran. Dicha ley fue promulgada el 6 de abril de 1909.
Según anota Orestes Araujo en su obra Historia de la Escuela en el Uruguay, en la página 522, “esta trascendental reforma se ha llevado a cabo sin protesta de significación sin ningún trastorno ni dificultad”.
Lenta pero firmemente el Estado va continuando ese proceso, con decretos como el que prohibió en 1905 las imágenes religiosas en las dependencias de la Comisión de Caridad y, en 1907, el cambio de denominación de los ministerios de Justicia, Culto e Instrucción Pública, que pasó a llamarse Trabajo e Instrucción (que luego sería el Ministerio de Justicia e Instrucción pública). Mostraba el líder un anticlericalismo que asustó a gran parte de la población, pero que no lo hizo cejar en su idea. El 1º de marzo de 1911, al asumir la presidencia, después de jurar “Por Dios nuestro señor”, como decía la formula constitucional, agregó: “Permitidme que, llenado el requisito constitucional, para mí sin valor, a que acabo de dar cumplimiento, exprese en otra forma el compromiso solemne que contraigo en este instante: juro por mi honor de hombre y ciudadano, que la justicia, el progreso y el bien de la república, realizados dentro de un estricto cumplimiento de la ley, inspirarán mi más grande y perenne anhelo de gobernante”.
La nueva constitución previó también la descentralización administrativa. Era una novedad en el mundo y a partir de ahí las empresas del Estado pasaron a ocupar un lugar muy importante en la economía y la enseñanza del país. La nueva carta magna estableció múltiples períodos electorales de alcance nacional o departamental. Era una forma de mantener a la población atenta a la cosa pública. Cada cuatro años se votaba para elegir presidente de la República. Cada tres años se votaba para elegir diputados. Cada dos años se votaba para renovar la tercera parte del Consejo Nacional de Administración. La gente se acostumbró a votar y a respetar los resultados de las elecciones. En la medida que las votaciones eran acatadas, se redoblaba el efecto formativo sobre los ciudadanos, así como el respeto a las mayorías, que es la base del sistema democrático. Juan José Arteaga bautizó aquello como “gimnasia electoral”, que provocó “un hábito, un hábito esencial a la democracia”.
En pocas palabras, Uruguay dio un paso adelante en muchísimos temas que eran esenciales para el futuro del país y lo hizo en paz. La nueva constitución nació de una negociación. Una constitución no define el futuro, pero en gran medida es un camino a transitar. Uruguay necesitaba una constitución del siglo XX. Entrando al siglo XXI, Uruguay todavía posee una constitución del siglo XX.