El neologismo proviene del inglés westerlessness y aún no aparece en el diccionario de la Real Academia Española. Sin embargo, el concepto de desoccidentalización ocupa desde hace un tiempo un lugar importante en las discusiones académicas y tuvo su bautismo de fuego en la 56ª reunión anual de la Conferencia sobre Seguridad Global celebrada en Múnich en febrero de este año.
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Reunidos en la capital bávara, más de 500 jefes de Estado y de gobierno, ministros, representantes de los principales organismos internacionales y regionales, analistas y expertos debatieron acerca del decaimiento del proyecto occidental tanto político como cultural, la pérdida progresiva de un sentido de pertenencia a Occidente de parte de las sociedades y los gobiernos y la falta de una estrategia hemisférica conjunta para enfrentar la entonces incipiente pandemia y, fundamentalmente, la nueva era de las relaciones entre las grandes potencias planetarias.
Según el Munich Security Report 2020 -el documento preparatorio de la reunión en que se analizan los principales problemas de seguridad con especial énfasis en seguridad espacial, seguridad ambiental, extremismo de derecha y tecnología e innovación y a sus cuatro actores principales (Estados Unidos, China, Rusia y Europa)-, se asiste a una suerte de desoccidentalización, “un sentimiento difundido de inquietud y azoro frente a la mayor incertidumbre sobre los propósitos duraderos (o los objetivos permanentes) de Occidente” que dificulta la acción colectiva para abordar las amenazas más urgentes para la seguridad internacional.
El documento calificaba la desoccidentalización como una pérdida de cohesión, una falta de objetivos y de dirección entre los países occidentales. Al mismo tiempo fue una exhortación para superar sus divisiones internas y hacer que Occidente sea más occidental y que el resto del mundo sea aún más occidentalizado y por sobre todas las cosas, un mundo unido y capaz de poner un freno a la creciente, y en mucho planos incontrastable, hegemonía china.
Aunque el ex secretario de Estado Mike Pompeo desestimó el riesgo de desoccidentalización y banalmente declaró a los participantes: “Me complace informarles que la noticia de la muerte de la alianza transatlántica ha sido exagerada”, es evidente que Occidente está en uno de sus puntos más bajos de su historia y que para la gran mayoría de sus países, empezando por los europeos, el gran responsable de esa decadencia es Donald Trump.
En el fondo, el concepto de westerlessness se refiere a la pérdida del liderazgo unilateral de Occidente en los asuntos mundiales que caracterizaron los siglos anteriores, a la pérdida de su hegemonía y, por encima de todo, una alerta ante la tan temida como evidente constatación de que el proceso de desoccidentalización está alimentando a su contrafigura, la “reorientalización”, liderada por China, y que la tan agitada consigna trumpiana “Estados Unidos primero” desemboque en su némesis: “China primero”.
Las futuras generaciones recordarán 2020 como el año de la gran pandemia, la infección universal que costó millones de vidas y contagió a decenas de millones a lo largo y ancho del planeta. Los libros de historia también darán cuenta de que la covid-19 provocó la mayor crisis económica mundial de los últimos 150 años y precipitó a cientos de millones a la pobreza e indigencia.
También 2020 será recordado (o debería serlo) como el año consagratorio de China y el declive de Estados Unidos, un punto de inflexión decisivo en la transición desde un siglo XX dominado por Estados Unidos hacia un siglo XXI liderado por China. El año del fracaso del nacionalismo, aislacionismo y proteccionismo de Trump y el triunfo del multilateralismo, integracionismo y el libre comercio de Xi Jinping.
Para China, 2020 fue el año que se inauguró con la covid-19 y que se cierra con la creación del RCEP, la Asociación Económica Integral Regional de 15 países asiáticos y de Oceanía, el mayor bloque de libre comercio del mundo y que sanciona definitivamente el giro del eje económico mundial, la rotación del centro de gravedad de la economía planetaria de Occidente a Oriente.
El neonato acuerdo -formado por China, Japón, Corea del Sur, Australia, Nueva Zelanda y la Asean- representa casi un tercio de la población y la producción económica mundial (superando tanto a la Unión Europea como al T-MEC de México, Estados Unidos y Canadá) y unge a China como adalid del libre comercio y apóstol de la globalización luego de cuatro años de ataques y amenazas ininterrumpidas de la Casa Blanca.
Donald Trump apenas iniciado su mandato retiró a su país del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés), un pacto promovido por Barack Obama para excluir a China y retomar la iniciativa diplomática y económica de Estados Unidos en la región. Hoy, en los últimos estertores de su presidencia, ve a su rival de todas las horas construir un megaacuerdo de libre comercio que incluye a Japón y a Corea del Sur, hasta ahora principales y acérrimos competidores regionales de Beijing, y a Australia y Nueva Zelanda, pilares fundamentales de la política norteamericana en el sur del Pacífico y Oceanía.
A pocos días de firmado el RCEP, participando en la cumbre virtual de líderes del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), el presidente Xi Jinping anunció que su país «considerará activamente» unirse al Tratado Integral y Progresivo de Asociación Transpacífico (Cptpp) e hizo un llamado a las economías de Asia Pacífico para construir «un clima de negocios abierto, justo y no discriminatorio» en defensa del multilateralismo y la apertura económica.
El Cptpp, también conocido por sus siglas TPP11, está integrado por once naciones, entre ellas, Japón, tercera economía mundial, Chile, México y Perú, y es lo que quedó de la versión original del TPP luego de la renuncia de Estados Unidos.
El mandatario presentó a su país como el motor del comercio mundial y prometió «abrir aún más las puertas» de su mercado nacional. «Ningún país se desarrollará si mantiene sus puertas cerradas», afirmó Xi al advertir contra el proteccionismo.
La eventual adhesión de la República Popular al TPP11 es sin dudas la prueba más flagrante del fortalecimiento de China y el debilitamiento de Estados Unidos en este año de crisis global.
Mientras Washington, la capital y emblema del mundo occidental, por sus propias responsabilidades, no logra superar la crisis sanitaria y sus muertos ya son más de 300.000 y no deja de transmitir a sus aliados señales de caos, incertidumbres y divisiones, Beijing no solo contuvo rápidamente la covid-19, posibilitando un retorno casi completo a la vida normal y recuperó la marcha de su propia economía, sino que además amplió significativamente su red de alianzas y acuerdos internacionales, en muchos casos a expensas de Estados Unidos, y se consolida como el gran protagonista de Asia-Pacífico, la región que representará el 60% del crecimiento de la economía mundial en la próxima década.
Lo primero que deberíamos aprender es que Occidente, como construcción cultural, política e institucional ya no es más superior y está en igualdad de condiciones (y en algunos casos en inferioridad) que otros países y civilizaciones. Reconocer que vivimos en un mundo de interdependencia estructurada, donde Occidente ya es parte de Oriente y Oriente también es parte de Occidente y aceptar la revitalización y el protagonismo de China con un sistema distinto al occidental es la mejor vacuna contra el virus de la desoccidentalización.