Según la historia oficial, el 25 de agosto se festeja la declaratoria de la independencia. Por otro lado, el 18 de Julio se festeja la Jura de la Constitución o carta fundacional de Uruguay. Pero entonces, ¿cuándo surgió el país como tal? ¿Fue el 25 de agosto, en un rancho de la Florida, el 18 de Julio en el Cabildo de Montevideo o un 4 de octubre sobre una larga y lujosa mesa de negociaciones?
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Para responder a esta interrogante, ante todo deberíamos conocer algo de nuestra historia. No me refiero sólo a acertar con las fechas. Doy por descontado que cualquier ciudadano sinceramente interesado por nuestro pasado -y por nuestro presente y nuestro porvenir- conoce de una manera elemental o básica lo que estas fechas suponen o significan. Pero para comprender con mayor profundidad esa significación, para llegar a sus cauces profundos o a sus orígenes últimos, es necesario abrir algún libro de historia porque, como decía mi padre, los libros no muerden.
En esta era virtual, en la que el conocimiento está al alcance de la mano, parece fácil enterarse. Nada más engañoso. En primer lugar, lo que fácil viene, fácil se va. Si pretendemos suplantar el esfuerzo metódico del estudio y de la reflexión, que lleva años de lecturas y que debe madurar dentro de uno, por la búsqueda instantánea de información en la web, seguramente nos vamos a equivocar y mucho.
Lo que se lee en una de esas búsquedas virtuales, en menos de un minuto y a vuelo de pájaro, no se llega a retener en la mente ni siquiera durante media hora. Se olvida tan pronto como cerramos la pantalla. Peor aun: no puede comprenderse porque esa información no llegó a ser integrada mediante un proceso de diálogo, de estudio, de indagación metódica, de ponderación, de crítica y de racionalización, sino que simplemente se leyó al pasar, para satisfacer una curiosidad o una necesidad instantánea. Reitero, pues, lo dicho: lo que fácil viene, fácil se va. El universo de la información virtual no sirve en absoluto para suplantar la educación y la formación sistemática que el individuo humano necesita para inteligir el mundo. Sirve únicamente para apoyar tales procesos y eso siempre y cuando se utilicen métodos muy rigurosos de búsqueda y de selección.
Volviendo a nuestra interrogante inicial, bien podemos preguntarnos cuál es la verdadera fecha de nuestra independencia: el 25 de agosto, el 18 de julio o el 4 de octubre (adelanto que a esta última fecha nadie la tiene en cuenta, y ya verán el motivo). Este asunto ha hecho correr ríos de tinta a nuestros historiadores. Podría aducirse que la independencia auténtica fue la que obtuvimos en aquel lejano 25 de agosto de 1825, cuando los integrantes de la Sala de Representantes, reunidos en aquella habitación de macizas paredes de ladrillo, frente a la Piedra Alta, emitieron tres famosas leyes: la de independencia, la de unión y la de pabellón.
El territorio de la Banda Oriental había pasado en poco tiempo por violentos vaivenes: primero fuimos la Provincia Oriental, en el marco de la revolución artiguista y de las Instrucciones del Año XIII; apenas tres años más tarde, cuando habíamos logrado expulsar a los españoles de esta tierra, y cuando casi arañábamos el triunfo de la causa revolucionaria, se nos vino en 1816 el alud de la invasión portuguesa. Entonces pasamos a ser la Provincia Cisplatina, situación que duró por lo menos hasta la Cruzada Libertadora de Juan Antonio Lavalleja y sus 33.
La Cruzada no nos liberó, en los hechos, aunque tuvo en cambio la virtud de promover el pronunciamiento libertario de la Florida, cuya significación causó honda preocupación al Imperio del Brasil, no sólo por lo que suponía como cerrada oposición a su dominio, sino ante todo por el peligro de que nuestro territorio terminara formando parte de Argentina. En efecto, por la ley de independencia nuestro territorio se declaraba “de hecho y de derecho, libre e independiente del rey de Portugal, del emperador del Brasil, y de cualquiera otro del universo, y con amplio poder para darse las formas que, en uso y ejercicio de su soberanía, estime conveniente”. Esa primera ley no debió haber impresionado demasiado a Brasil. En cambio, la segunda lo habrá hecho temblar: “queda la Provincia Oriental del Río de la Plata unida a las demás de este nombre en el territorio de Sud América, por ser libre y espontánea voluntad de los pueblos que la componen, manifestada con testimonios irrefragables y esfuerzos heroicos desde el primer período de la regeneración política de dichas provincias”.
Para decirlo en “criollo”, nos declarábamos parte integrante de las Provincias Unidas del Río de la Plata. ¿Por qué lo hicimos? ¿Para cumplir con el sueño de Artigas o para lograr sacarnos de encima a Brasil? Recordemos en todo caso que la historia no es un proceso unánime, monolítico, construido de una vez y para siempre, sino más bien un ensamblaje en espiral, que pasa una y otra vez por los mismos lugares, pero con una carga de interpretaciones en dinamismo perpetuo.
Algunos historiadores sostienen que nuestra verdadera independencia no fue ni el 25 de agosto ni el 18 de julio de 1830, sino el 4 de octubre de 1828, día en que se firmó, en el marco de la Convención Preliminar de Paz, un tratado entre el Imperio de Brasil y las Provincias Unidas del Río de la Plata por el que se “creaba” la independencia uruguaya. Y están en lo cierto, si nos atenemos al papeleo oficial. Pero si atendemos a la voluntad soberana de los pueblos, la perspectiva cambia. Porque una independencia otorgada, concedida, creada a medida de los intereses extranjeros, podrá ser muy legítima, pero es también muy triste, porque no surge como fruto del sacrificio, de la sangre y de la voluntad de una comunidad.
En nuestro caso, ese sacrificio existió y esa sangre corrió en abundancia, pero ni uno ni otra estuvieron jamás en función del resultado que un día se plasmará en el tratado aludido, en el que los orientales no tuvieron ni arte ni parte. Ah, y no nos olvidemos de Inglaterra, y de los esfuerzos de Lord Ponsonby -a quien daban mucho asco los salvajes rioplatenses de una y otra orilla- por hallar una solución salomónica que contentara por igual a argentinos y a brasileños: crear un Estado tapón. Solución sencillísima. Fiel al sentido diplomático inglés, se salió con la suya, por supuesto.
Me pregunto qué habrán opinado y qué habrán sentido en su momento los orientales que tanto habían padecido por la causa de su libertad. ¿Podía contentarlos semejante resultado? Yo apostaría que no. Recordemos, además, que el asunto no pasaba por pertenecer a Argentina, sino a las Provincias Unidas del Río de la Plata. No podemos juzgar aquel momento histórico con los procesos, las mentalidades y los resultados actuales.
Por otro lado, yo creo que una soberanía cabal, anhelada y auténtica no pasa ni pasará jamás por la firma de un Tratado Internacional en el que los interesados últimos son considerados meros protagonistas pasivos. Siervos de la gleba que vienen con la tierra, o algo así. Por eso, en lo personal, me quedo con la declaración de la Florida, valiente y apasionada, formulada entre los modestos muros de una tierra jaqueada aún por el enemigo.
La construcción de nuestra vapuleada identidad no era ni es un asunto fácil. Será por eso que los uruguayos tenemos un sentido patriótico especial, medio tibio y medio distraído, saturado de actitudes críticas y escépticas, poco dado a los exabruptos sentimentales, a las exaltaciones y a los símbolos patrios. Mientras tanto, la historia continúa corriendo, entre el fantasma de los odios fronterizos, de las fraternidades evasivas, de los himnos, los escudos, la efigie de un Artigas perplejo y las eternas preguntas abiertas.