El invierno no quiere llegar del todo, pero yo vengo padeciendo largos escalofríos, por lo menos desde que se agudizó la guerra electoral. Los argumentos, si así pueden ser llamados, de muchos políticos para que la gente los vote, no pueden ser más burdos. Lo peor no son esos argumentos, sino el hecho de que ni se molesten en disfrazarlos de un mínimo fundamento de racionalidad. Desde que el mundo es mundo, y más precisamente desde que el ser humano construyó el lenguaje, vienen ocurriendo renovados milagros que al parecer hoy no queremos ver. Me refiero a la construcción de la verdad, tan lenta y trabajosa, tan minada de obstáculos cotidianos que se arrastran por siglos.
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La albañilería de la verdad es una tarea nada sencilla, que se presta a múltiples significaciones, en especial cuando no se está en el territorio de las evidencias físicas y matemáticas. En el mundo humano, el hallazgo de la verdad es casi imposible; se acerca más a la verosimilitud de lo opinable o de lo aceptado por la gente que a las certezas indubitables. Sin embargo, la verosimilitud se conforma también con lo plausible, o sea con las ideologías que ya han sido aceptadas por la comunidad académica. Pero con el lenguaje también hemos construido la mentira, que tiene un increíble territorio plagado de falacias con apariencia de verdad, que van desde las afirmaciones más o menos inocentes hasta las formulaciones que ocultan intenciones oscuras y, por cierto, nada santas.
La mentira se nutre no solo de las falacias -que vienen a ser las figuras más elegantes-, sino además de las falsedades, que ya no dan tantas vueltas, sino que van directo a su grosero objetivo de ocultar la realidad, y en el medio se ubica una masa gris compuesta por todo lo que se nos pueda ocurrir: calumnias, leyendas negras, mitos igualmente tenebrosos y livianas afirmaciones que solo alguien muy estúpido estaría dispuesto a tomar por buenas, pasando por los resultados de las encuestas y las estadísticas. Todo esto ha encontrado un campo especialmente propicio en internet, ya que antes de la existencia de las redes sociales no era tan fácil -aunque se hacía igualmente- propalar la mentira.
El gran problema de nuestro tiempo consiste en poner freno a esa actitud mental o postura intencional de fabricar y difundir mentiras. Existen muchas causas de este fenómeno. Ellas no se reducen a la intención particular de muchos cibernautas, a quienes tienta esa extraña fascinación de que los demás les crean, por mucho que mientan, sino que implica además a los grandes intereses políticos y económicos. Es evidente, por ejemplo, lo que se ha denominado la patología populista de las redes sociales, utilizada a fondo por un enjambre de gente, entre la que se encuentran los políticos, pero no solo ellos.
La patología populista abarca a todos quienes se dedican a promover ciertas consignas, presentadas como la maravilla de las maravillas, sin ofrecer a cambio el menor fundamento racional que las haga creíbles. Y lo más grave es que, aún sin ese fundamento racional, son creídos o por lo menos aceptados. Hay miles de personas detrás de ciertas consignas insólitamente falsas, y todo esto produce escalofríos.
Las mentiras hacen daño porque traicionan la buena fe, deforman la realidad, incitan a la gente a hacer cosas y a adoptar cambios en sus vidas y en las vidas de otros en base a grotescos intereses que no se dicen. La mentira transforma en títeres a sus víctimas. Las mueve a su antojo y logra que sean las propias víctimas, devenidas en ciegos servidores, las que continúen la tarea y ejecuten ulteriores deformaciones. Las víctimas de la mentira hacen de esta su propia “verdad emocional” y pasan, por tanto, a ser no propiamente falaces, sino algo así como iluminados o alucinados que agitan banderas y se ponen remeras con la foto del manipulador de turno.
Contra todos estos males, existen, también desde los albores de los tiempos, tres grandes armas. Una se llama ética, otra se llama pensamiento crítico y la tercera se llama responsabilidad. Yo creo que, al paso que vamos, es necesario oponer una decidida actitud responsable frente a la insidiosa capa de mentiras que cubre el planeta y el país y se mete en cada casa.
Es obvio que durante este período electoral se desatan y se desatarán, más que nunca, despiadadas guerras de intereses. Cualquier observador sensato podría afirmar que allí campea la mentira, y tendría razón. Pero también sería posible, aún en medio de esas guerras -y precisamente por eso- hacer ondear la bandera de la responsabilidad y el pensamiento crítico. Allí se encuentra la verdadera caja de resonancia de nuestro tan llevado y traído pluralismo democrático.
La responsabilidad pasa en este caso por el compromiso, el deber o la obligación de asumir actitudes y acciones éticas encaminadas a hacer lo correcto en lugar de hacer lo incorrecto. Así de fácil y así de difícil. Como bien dice el filósofo alemán Kant, todos los seres humanos tenemos una conciencia moral, y esa conciencia moral es un atributo tan evidente en el campo de lo humano como pudiera serlo un triángulo en el campo de la geometría.
Sabemos que tenemos una conciencia moral desde el momento en que somos capaces de realizar juicios acerca de lo bueno y de lo malo. El problema consiste, por lo tanto, en querer ejercer tal conciencia en aras de un comportamiento responsable. De lo contrario, en lugar de democracias, terminaremos teniendo regímenes de fuerza, creados sobre los cimientos de la mentira, del abuso, del silencio, de la irracionalidad y de la impunidad. Esto, que también es más viejo que el mundo, es lo que nos espera al final de esa larga cadena de fake news en que muchos han convertido, por acción o por omisión, sus propios comportamientos éticos y ciudadanos.