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Columna destacada | coronavirus | pandemia |

Alimentando monstruos

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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Desde que comenzó la obsesión Covid-19, auténtica locura humana que hará correr ríos de tinta, filósofos e investigadores sociales nos hemos dedicado a mirar solamente la punta del iceberg. Hemos visto al “covicho” y nada más que al “covicho”. El resto del mundo y sus problemas se eclipsó para nuestros ojos, oídos y bocas. Me pregunto, sin embargo, dónde habrá ido a dar la racionalidad humana.

Me consta que, como bien apuntó Descartes en su momento, la razón es una facultad originaria del ser humano, pero no suele brillar por su presencia o por su manifestación concreta en pensamientos y en acciones, sino más bien por su desoladora ausencia. Será por eso que Kant reclamó, a fines del siglo XVIII: “Sapere aude. Atrévete a pensar. Ten el valor de servirte de tu propia razón”. Y agregó: “La pereza y la cobardía son causa de que una gran parte de los seres humanos continúe a gusto en su estado de pupilo, a pesar de que hace tiempo la naturaleza los liberó de semejante tutela. ¡Es tan cómodo no estar emancipado! No me hace falta pensar: ya habrá otros que tomen a su cargo, en mi nombre, tan fastidiosa tarea”.

También en su momento el politólogo R. Michels enunció, en el marco de su teoría elitista sobre “la ley de hierro de la oligarquía”, que las masas tienden a la apatía, les gusta que otros decidan por ellas, les agrada que les “solucionen” los problemas y, para colmo, están convencidas de que ellas son, en efecto, las que gobiernan, mientras que la clase dirigente se limita a representarlas. Esa falsa ilusión, esa apatía, esa indiferencia, esa nueva irracionalidad es la que hoy nos caracteriza. No miramos las muertes que ocurren a diario en el mundo y en nuestro propio país. No nos molestamos en averiguar, por ejemplo, cuántas ocurren por el mentado coronavirus y cuántas obedecen a otras causas.

Durante el fatídico domingo 30 de mayo ocurrieron nada menos que nueve muertes terribles, violentas en grado casi demencial. Tres infantes de Marina asesinados, en un hecho que al principio desató los más absurdos y temerarios dichos, en un verdadero alarde de disparate y de delirio irresponsable (allí, la serenidad, la prudencia y otras bonitas palabras no fueron por cierto aprovechadas). Dos niños de 8 y 10 años asesinados por su propio padre, quien luego de cometer tan heroica y valiente acción se pegó un tiro. Una mujer de 79 años asesinada por su hijo alcohólico (el padre se salvó porque logró huir por el fondo de la casa). Un recluso asesinado en la cárcel de Canelones. Un joven juez de fútbol asesinado durante un aparente robo. Nueve muertes en un solo fin de semana. Nueve muertes en un solo día. Nueve muertes que no se debieron a ningún virus, sino a otras causas cuya explicitación excede las intenciones y los alcances de este artículo.

A todas y cada una de esas muertes las rodea un mismo patrón de conducta: por un lado, la violencia desatada, la más terrible, la más impune, la más cruel. Por otro lado, y de manera indirecta, una actitud generalizada, por medio de la cual esa violencia es abonada día a día y minuto a minuto por parte del resto de la sociedad. Dicha actitud se expresa a través de variados medios: prejuicio, acostumbramiento, ignorancia, egoísmo, irreflexión. El célebre “no te metas”, “no digas nada”, “mirá para otro lado”, que sin embargo no se aplica a la hora de vociferar en las redes sociales, repartiendo mandobles a diestra y siniestra, convertida la sociedad en una legión de jueces implacables.

Por encima de todo ello sobrevuela el fantasma de la irresponsabilidad, del que ninguno se salva. Es irresponsable, en efecto, salir a hablar de buenas a primeras, sin la menor reflexión previa, sobre la aparente similitud de unos asesinatos con otros, agitando de paso otros espectros, en este caso los de la acción tupamara. Es irresponsable declarar duelo nacional en un caso, e ignorar en toda la extensión de la palabra el fenómeno creciente de la violencia doméstica, a la que obedecen los otros crímenes cometidos ese mismo domingo, y tantos otros cuya magnitud y frecuencia son de enorme gravedad. Es irresponsable, finalmente, por parte del resto de la sociedad, no condenar de manera mucho más enfática la referida violencia doméstica, en lugar de adoptar una actitud de indiferencia que, en el fondo, solo contribuye a empeorar el fenómeno, puesto que en buena medida lo ignora, lo minimiza o incluso lo justifica.

Mientras todo ello ocurre, estamos disfrutando enormemente de la contemplación del iceberg del coronavirus o, mejor dicho, de su punta visible. Nos hallamos en un verdadero coma inducido, que no afecta solamente nuestra capacidad de pensar y de reaccionar, sino que provoca terribles efectos colaterales en nuestra vida de cada día. La economía se viene desplomando y los efectos de ese derrumbe serán pagados en dolor y en sangre, como es obvio, por los más vulnerables. El derrumbe de la economía ya ha provocado desempleo y pobreza en Uruguay (cuidado que la cosa recién empieza) y este es solamente uno de los males que como sociedad nos amenazan y nos golpean. La violencia doméstica es otro. Y la irresponsabilidad de gobernantes y gobernados, de dirigentes y dirigidos, expresada a través de lo que dicen y de lo que callan, de lo que hacen y de lo que no hacen, es otro más.

Mencioné la punta del iceberg y la situación de coma inducido, pero bien pude haberme referido a otras figuras retóricas que parecen ejercer auténtica fascinación sobre los espíritus, como el famoso aislamiento y la nueva normalidad. El asunto, no obstante, no son esos vocablos. El asunto no es tampoco el Covid-19. No lo fue nunca. El verdadero punto, más allá del virus y de los aspectos sanitarios de dicha cuestión, es nuestra indiferencia y nuestra reticencia a pensar y a hacernos cargo de que, en definitiva, cada uno de nuestros gestos y de nuestras reacciones supone una elección y una decisión, y de esas elecciones y decisiones se derivarán consecuencias.

El tema no es ya cuándo volveremos a reunirnos, a compartir cafés, paseos, fiestas y otros eventos sociales. Más o menos, eso la gente ya lo está haciendo. El tema es ahora la pandemia económica, la pandemia política, la pandemia social y la pandemia educativa, y lo que hacemos o no hacemos al respecto. Tales problemas deberían preocuparnos mucho más, en estos momentos, que el supuesto peligro del “covicho”. El domingo 30 de mayo fue demasiado trágico, y esa tragedia es por demás elocuente. Muchas vidas se siguen destruyendo, ya por la violencia del homicidio liso y llano, ya por la violencia doméstica en sus diversas expresiones, ya por la pobreza y el desempleo.

Las otras enfermedades, tanto las del cuerpo físico como las del cuerpo psíquico y social, son mucho peores que el Covid-19 y no les estamos prestando la debida atención. Por el contrario, con nuestra indiferencia y con nuestra irresponsabilidad estamos alimentando monstruos. Los monstruos de la mentira o de la falsedad. Los monstruos de la malicia, de las aviesas intenciones. Los monstruos de la impunidad. Y los monstruos, ya se sabe, suelen tener una deplorable inclinación a devorar a cualquiera que caiga entre sus garras.

Ahora, cuando escucho a Sabina y sus famosas coplas, pienso que deberíamos quitarle el último verso a la canción. “Que no te compren por menos de nada, que no te vendan amor sin espinas, que no te duerman con cuentos de hadas, que no te cierren el bar de la esquina…”. No, Joaquín. Puedes creerme. El bar de la esquina, frente a lo que está ocurriendo, es la menor de nuestras preocupaciones.

 

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