No puedo permanecer impasible, o siquiera medianamente objetiva, cuando se habla de Amalia de la Vega. Además de ser coterránea, o más bien paisana de los entrañables pagos de Cerro Largo, fue una mujer talentosa, digna y valiente que en épocas difíciles para el género femenino -habría que preguntarse cuáles no lo fueron- supo abrirse paso, descollar por sí misma y seleccionar un cancionero compuesto por las más hermosas y acertadas melodías.
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Hoy es una gran olvidada, hay que reconocerlo, pero no busquemos culpables. La cosa es triste, sí, pero no creo que haya que castigar al pueblo por su liviandad e ingratitud para con sus artistas. Por algo ocurren las cosas, decía mi abuelita; el que quiere darse cuenta se da cuenta, más tarde o más temprano, y el que no, pues se lo pierde. Amalia tal vez habría aprobado esa forma de pensar que, lejos de centrarse en el ego, se refugia en la sabiduría. Ella misma, que hizo de las cosas diminutas el tema principal de su arte y que bien se merece el título de Amalia la Grande, es un ejemplo de renunciamiento y de evitación de toda egolatría: eligió dejar de cantar para recluirse en la calma de su hogar familiar y jamás conoceremos del todo los motivos de semejante decisión.
Hace poco alguien me preguntó durante una charla a propósito de las mujeres de Artigas si ellas habrían sido “alguien” con independencia de la figura del héroe. La pregunta, además de maliciosa, me pareció inútil. No sólo encierra una lógica de poder y de exitismo, sino que condena al olvido todo lo que la memoria oficial no ha decretado relevante. Se desecha, al barrer, el meollo de lo anónimo, lo popular, lo intangible, que es en el fondo lo único verdaderamente heroico, por cuanto hace girar a sangre y a sudor la rueda de la historia. Se desecha, en esa misma lógica, todo lo menudo y particular que rodea nuestra vida diaria, en tanto no esté vinculado a un personaje o a un hecho supuestamente famoso. Pero existe entre nosotros, afortunadamente, una forma de nativismo o de criollismo hondamente poético, que hace suya la pequeñez de las vivencias más recónditas, los símbolos de la naturaleza, la comunión con el paisaje, la mansedumbre aparente de lo cotidiano.
Es un nativismo singular que no ancla en los aspectos anquilosantes de la tradición, sino más bien en el alma de las cosas, en su drama y en su espíritu escondido. A ese nativismo no le interesa la celebridad más o menos indiscutida de los próceres, de los políticos y de los guerreros. Al contrario. Universaliza y ensalza los objetos, los sentimientos y los tipos humanos más humildes. Por eso Amalia de la Vega, acaso la principal exponente femenina de ese género en Uruguay, le canta a la tapera, al rebenque plateao, al mate amargo, a la carreta, al caballo y al perro, al peón rural, al gaucho, a la madre, al amor y a la muerte. La letra de ‘Mate amargo’ expresa: “Sos alma de la cocina, que alegra reunión sencilla, y mientras la llama brilla, vos vas con tierno embeleso, como si fueras un beso aleteando en la bombilla”. Y los versos de ‘El Zorzal’, bellísima canción, dicen: “Muere el sol y junto al río, da sus silbos el zorzal; la tarde que se marchaba, se volvió para escuchar; el agua que iba corriendo se detuvo hecha un cristal, el aire quedó en suspenso, la brisa sin respirar”.
Hace 100 años, un 19 de enero de 1919, Amalia de la Vega nacía en Cerro Largo. Su verdadero nombre, que se cambió por motivos artísticos, era María Celia Martínez Fernández, aunque todos la llamaban Perla. Tenía tres años cuando su familia se traslada a Montevideo, y cuatro cuando muere su padre. Nunca regresó a su tierra natal, pero tampoco olvidó sus orígenes. “Siempre tuve contacto con Melo porque cuando nací, ya se casó mi hermana mayor. Por ese motivo, viajaba” con frecuencia. Sus antepasados paternos eran gente de campo. “Y eso se hereda”, decía, acaso en referencia a sus inclinaciones artísticas, tan vinculadas al solar nativo.
El canto le venía de familia. “Mi madre cantaba las décimas de Elías Regules, y las canciones del momento, que eran todas del campo. Me acostumbré a escucharlas”, decía. Ella también cantó desde muy joven. Empezó por amenizar fiestas familiares, y pronto desarrolló un estilo personalísimo, plasmado en vidalitas, milongas y cifras camperas, que la convirtió en poco tiempo en una figura célebre en Uruguay, Argentina, Brasil y Chile.
No fue sólo su voz, tan particular y poderosa que nadie, al oírla, podía permanecer insensible. Fue además la acertada elección de sus temas, la dulzura y la pasión de su interpretación. Fiel a su tierra, el primer tema que grabó fue una vidalita de Emilio Oribe, titulada ‘Cerro Largo’. Llegó a cantar 108 temas del folclore uruguayo, argentino y chileno, y editó diez discos. Alguna vez intentaron llevarla hacia el tango, sin éxito. “Hubo mucha gente que quiso que yo cantara tango, pero no. A pesar de que me gusta mucho el tango, lo que más me impacta son las canciones criollas”.
Amalia cantaba los martes y los jueves, de 8.00 a 8.30, en radio El Espectador, y durante ese tiempo se formaba una fila inmensa en la calle. La gente aguardaba con sol o con lluvia para verla salir, saludarla y hablarle. Pero ella, tímida hasta el último día de su vida, rehuía cualquier alarde de estrellato. Era muy de su casa, iba a hacer los mandados de vestido modesto, como cualquier vecina, y cuidaba de su madre anciana. Pero aunque haya pretendido olvidarse del mundo, el mundo no se olvidó tan fácilmente de ella, y eso que es tan ingrato y frívolo como lo pintan en los tangos.
La voz de Amalia sigue dando vueltas por ahí. Cada tanto alguna radio se acuerda de ella y pone una de sus canciones. Es raro. Es excepcional. Pero todavía suena de tanto en tanto, y es seguro que a pesar de los pesares, tendrá sus chances de perdurar entre tantos horrores y adefesios musicales. Todos los grandes cantantes de su tiempo, y algunos posteriores, la ensalzaron. No se puede eludir el magnetismo de esa voz, su poder, su fuerza arrolladora y su espíritu vagamente melancólico. Esa voz parece brotar sola, como el caudal de un manantial subterráneo que corriera sobre un lecho de diamantes. Rotunda y simple a la vez. Tan simple y elemental como sólo puede serlo un diamante. Sin estridencias electrónicas ni mentiras tecnológicas, sin impostaciones falsas y sin una pizca de cursilería o de mal gusto. Como la del Mago, a quien tanto admiraba. “Para mí la única voz es Gardel y lo seguirá siendo, una maravilla. En mi desvelo pongo la radio y siempre lo estoy escuchando”. Será por eso que tantos lo han afirmado. Amalia de la Vega fue el Gardel femenino de nuestra tierra y vale la pena continuar escuchándola.