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Angela Davis y Toni Morrison

Por Marcia Collazo.

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Mucho antes de saber que la activista, filósofa y docente Angela Davis vendría a Uruguay, yo había comprado el libro El origen de los otros, de la escritora Toni Morrison, ganadora del Premio Pulitzer en 1988, y del Nobel de Literatura en 1993, y había tenido ocasión de maravillarme con el poder hipnótico y brutal de su lectura.

De Davis sabía poco, o más bien nada, fuera del halo de su leyenda, que se tiende sobre el mundo por lo menos a partir de los años 70. Era para mí una referencia, sí, pero habitaba principalmente en la región de lo inalcanzable, en los posters que dieron la vuelta al mundo con su mirada mesiánica, en las canciones que la homenajearon.

Davis y Morrison son mujeres afroamericanas que, desde lugares diferentes, han desplegado un combate sistemático contra la crueldad y la injusticia de este mundo.

No por casualidad Davis es profesora en el Departamento de Historia de la Conciencia, en la Universidad de California en Santa Cruz. Hija de docentes, le tocó nacer y vivir durante toda su infancia en Birmingham, en medio de la brutal segregación racial del sur de los Estados Unidos. A los 14 años se va a estudiar a Nueva York y allí su universo, ya esbozado en los más duros y dolorosos contrastes de la realidad, se despliega: toma contacto con las ideas socialistas de Robert Owen y de Karl Marx primero, y más tarde con los existencialistas franceses. Profundiza en sus estudios históricos. Asiste a conferencias de Herbert Marcuse -es un deber del individuo rebelarse en contra del sistema- y de Theodor Adorno, entre muchos otros. Se acerca al movimiento Panteras Negras y se afilia al Partido Comunista Estadounidense, a través del Club Che-Lumumba, lo cual le costó su destitución de la Universidad de California poco después.

Imposible enumerar en un artículo todo lo que significó y sigue significando su lucha social y teórica. Baste decir que el FBI la persiguió durante mucho tiempo como uno de “los criminales más buscados” y el gobierno de Reagan prohibió que dictara clases en ninguna universidad estatal. Ha recibido incontables homenajes y reconocimientos por su labor académica y activista, y el arte se ha inclinado ante ella de numerosas formas, a través de la música y de la pintura, entre otras: Pablo Milanés le dedicó su «Canción a Angela Davis», en donde expresa que “Cuatro niñas negras como tú, seres como tú te hicieron pensar, en buscarte doblemente para comenzar”. Los Rolling Stones le dedicaron su «Sweet Black Angel», que dice más o menos así: “La chica en peligro, la chica encadenada, no se deja vencer… ¿Tomarías tú su lugar?”.

Toni Morrison, a quien he citado más de una vez en mis cursos de Historia de las Ideas en América, llevó su lucha por el camino de la literatura. Su primera novela, Ojos azules, narra la historia de una niña negra que desea tener los ojos como las muñecas de las niñas blancas. Le siguieron más de diez títulos, todos ellos exitosos. En su obra Morrison escudriña y expone, no solamente la situación de violencia en la que se sumen sus personajes negros, especialmente las mujeres, sino además todos y cada uno de los elementos del sueño y de la realidad que los grandes escritores son capaces de manejar. Pero el libro que yo compré hace pocos meses, El origen de los otros, no es exactamente literario. Se trata más bien de un ensayo sobre “el otro”, ese que visualizamos como un oponente, un peligro, una amenaza; ese que creamos, punto por punto y piedra por piedra, para depositar en él todo lo malo e inconfesado que late en nosotros mismos; ese que nos asusta y a nuestro pesar nos interpela… y que anida en nuestro propio interior, aunque no podamos tomar conciencia de ese hecho.

Por estos días, con motivo de la presencia de Angela Davis en Uruguay, tuve ocasión de reflexionar en otras cosas. Muchas veces las noticias me hacen pensar y retornar al pasado. Una de mis fantasías recurrentes es imaginar a mis abuelos abriendo un diario y leyendo la noticia de hoy. Me regocijo por anticipado ante su asombro, que en algunos aspectos sería casi total. Mi abuela Sara, la poeta, fue a su modo una profunda y sistemática activista, que a través de su arte poético sentó escuela de liberación y de dignidad, no precisamente mediante lucha feminista sino por su solo ejemplo de vida, de valentía para señalar las luces y las sombras del universo humano, y de capacidad de hacerse oír. Creo que estaría feliz ahora, si se enterara de que la lucha por la igualdad, dignidad y libertad se ha encarnado por estos días en la presencia de Angela Davis.

Como dije, los homenajes y los reconocimientos a su persona se multiplicaron, y no era para menos. Pero quiero resaltar que cada uno de esos tributos representó un símbolo mayor, que habla de otras cosas paralelas o implícitas. Véase que Davis recibió el título Doctor Honoris Causa de la Universidad de la República, al aire libre, en un acto celebrado en la explanada de la UdelaR, en el que estuvieron presentes además del rector Mombrú, dos flamantes decanas (a mi abuela en este punto le habría dado un ataque; las mejores y más brillantes cabezas femeninas de su tiempo no pasaban de simples secretarias en los cargos académicos): Ana Frega, de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, y Carmen Midaglia, de la Facultad de Ciencias Sociales.

Davis hizo hincapié, en su discurso, en el rol de la educación y en la pasión por la libertad, como los dos grandes pivotes sobre los que se cimenta la lucha de las comunidades afro por sus derechos. Sobre el “racismo estructural” señaló que “está tan profundamente arraigado que se asume que los niños negros son menos inteligentes que los blancos y que es más probable que una persona negra sea arrestada por la policía”. Esto lleva, agregó, a que las personas negras estén más presentes en las cárceles, tengan menor cobertura de salud, a que “merezcan” trabajos menos remunerados, a que habiten en viviendas precarias.

Morrison, por su parte, desarrolla en su libro El origen de los otros algunas reflexiones como esta: “No es fácil encontrar descripciones de diferencias culturales, raciales y físicas que tengan en cuenta la otredad y al mismo tiempo estén exentas de categorías de valía o rango”. Se refiere con esto a la discriminación, enlazada al concepto de raza. “Muchas de las descripciones literarias de la raza van de lo malicioso a lo matizado, a lo demostrado pseudocientíficamente”.

Señala Morrison que el ser humano tiene tendencia a aislar a quienes no forman parte de su clan y a considerarlos enemigos, seres vulnerables y deficientes que requieren control. Allí, en ese núcleo de aislamiento y de malicia, reside el núcleo del problema. Allí se esconde el huevo de la serpiente. Podría decirse que una cosa es la discriminación del “otro” basada en la idea de raza, y otra muy distinta la segregación por género. Es posible, pero es también dudoso. Ambas parten de una misma premisa estructural. Ambas consideran que el “otro” (negro, indio, mujer, pobre, y con frecuencia niño, joven, anciano, homosexual o transexual, como muy bien menciona entre nosotros el filósofo José Luis Rebellato) merece habitar el territorio de la otredad porque no es -o ha dejado de ser- enteramente humano, por lo menos en comparación con el “arquetipo” universal.

El modelo de modelos es básicamente masculino, blanco, de edad media, de preferencia europeo, dotado de una superioridad blanca innata y de una potencia sexual absoluta (masculina, como queda dicho). Angela Davis ha sabido rescatar no poca luz y no poca verdad de entre una selva preñada de injusticia. Morrison ha sabido narrar desde la historia y extraer la belleza de la vida aun en medio de sus manifestaciones más atroces. Nunca terminaré de agradecer a las dos por eso.

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