Por todos lados se escucha hablar, últimamente, de la importancia de que el pueblo acceda a la cultura, entendida esta no como un artículo de lujo, sino como un bien imprescindible en el marco de los derechos humanos y de una digna calidad de vida. Se instrumentan, aunque tímidamente todavía, muchas vías para que ese acceso se produzca. Se ponen ómnibus al servicio de la gente para que acuda a la ópera, por ejemplo, desde las localidades más lejanas. Todos nos emocionamos al enterarnos de que un grupo de escolares, liceales o jubilados pisó por primera vez en su vida el teatro Solís, la sala Adela Reta, el museo de Artes Visuales y tantos otros sitios similares. Pero pocas veces tenemos en cuenta al artista en cuanto productor o ejecutante de esos fenómenos.
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La música, la pintura, la danza o la actuación necesitan, para existir, de intérpretes y de creadores. Los derechos de autor y, más genéricamente, los derechos de los artistas a una justa retribución parecen rechinar todavía a nuestros oídos. Sin embargo, esos derechos están plenamente incorporados, desde hace muchas décadas, en sociedades como la norteamericana o las europeas, con muy escasas excepciones.
A nadie se le ocurre, por ejemplo, convocar a un escritor para que integre el jurado de un concurso literario y dar por sobreentendido que su labor será honoraria. En Uruguay, en cambio, sigue siendo lastimosamente común que ni siquiera se mencione el asunto del pago a un jurado literario; al contrario, el candidato debería darse por infinitamente agradecido ante el solo hecho de su convocatoria. En el otro extremo abundan los bares, restaurantes y boliches -todos con ánimo de lucro, por cierto- que convocan a bandas musicales a tocar para el público a cambio de nada. En el mejor de los casos se les ofrece un plato de comida, y en ocasiones se les retribuye “a la gorra”.
En cuanto a la mentada gratuidad del arte, yo no sé si corresponde al barrer. En todo caso, para que lo sea es necesario que el propio Estado asuma los costos. Dicho de otro modo, no deberíamos confundir el concepto, bastante discutible, de la gratuidad del arte con el trabajo gratuito de los artistas. Lo primero podría llegar a ser loable, por lo menos si pensamos en estudiantes y jubilados, así como en los sectores más vulnerables de la sociedad. Lo segundo es totalmente inaceptable, por abusivo, ilegal y aprovechado.
El artista, o quien hace del arte su principal actividad, tiene derecho a que en caso de que sean requeridos sus servicios, se le pague por su tarea, su esfuerzo y su obra. Más aún. La gratuidad del arte nunca es tal, porque cualquier movilización de colectivos y de instituciones, sea cual sea -un espectáculo musical, una obra teatral, una exposición pictórica, una lectura colectiva de poesía- exige dinero en este mundo mercantilizado. Sin dinero no se contrata un espacio adecuado, no se paga la energía eléctrica, no se consiguen instrumentos, no se monta una función teatral, no se enmarcan las pinturas, no se activa en suma el aparato de la sociedad, del mercado, del Estado y de la gente de a pie.
¿De dónde ha de salir ese dinero? ¿Es justo que salga del bolsillo de los propios artistas, que no sólo se verían privados de una justa retribución, sino que se empobrecerían a la hora de ejercer su arte? Parece muy absurdo. Toca a las instituciones, tanto las públicas como las privadas, asumir ese cargo o esa erogación, en beneficio de intereses sociales superiores, si lo que se pretende es sostener un discurso coherente, cumplir con las normas nacionales y difundir la cultura y el arte mediante espectáculos o acciones gratuitas. Dicho de otro modo, la gratuidad de un servicio cultural jamás puede recaer sobre los hombros de los hacedores del arte y de la cultura. Por el contrario. Una cabal gratuidad en el acceso al producto final debería asegurar que a esos hacedores se les pague por su tiempo, su formación y su contribución. Entre las referidas instituciones se encuentran el Ministerio de Educación y Cultura -que sí paga, menos mal- y otras de carácter privado que a veces pagan y a veces no.
No es serio sostener que el artista va a colaborar de todos modos porque es, digamos, benévolo, generoso y desinteresado. Si actuamos de semejante manera, estamos exigiendo a nuestros talentos un esfuerzo injusto. Me pregunto a cuántos de esos talentos terminamos perdiendo, las más de las veces, por esa suerte de mezquindad acrítica. No es fácil para un músico, una cantante, una actriz, un bailarín, una pintora, un escultor, una malabarista, un mimo, cumplir con las ocho horas -o las diez, o las doce- en una oficina donde se gana el pan, y encima continuar cultivando su arte en las horas restantes. Muchos se resignan y bajan los brazos por el camino y, aunque se propongan retomar un día la senda de la creación, el daño puede llegar a ser tan inmenso como irreparable.
Todo esto también tiene que ver con la justicia. El filósofo norteamericano John Rawls, autor de una obra formidable titulada Una teoría sobre la justicia, sostiene que las instituciones (la familia, el mercado, el Estado) son, en una sociedad, las encargadas de cumplir o ejecutar los grandes principios de justicia a que eventualmente logre arribar esa sociedad. Y si no lo hacen, si no llevan a cabo ese deber, entonces pierden su razón de ser y sería justo que desaparecieran.
La Dirección General Impositiva, que viene a ser entre nosotros una de tales instituciones, incluye a los artistas en la exoneración del impuesto al valor agregado, y para definir ese concepto se remite al Diccionario de la Real Academia, según el cual un artista es aquella persona “que ejecuta alguna arte bella” o está dotada “de la virtud y disposición necesarias para alguna de las bellas artes”. También engloba a quienes “actúan profesionalmente en un espectáculo teatral, cinematográfico, circense, etcétera, interpretado ante el público”. A pesar de que tales definiciones son peligrosamente ambiguas, por no decir incompletas, podemos sentir un diminuto alivio.
La DGI se interesa, así sea en una pequeña proporción, por la suerte de los artistas, y el MEC lo hace en un grado bastante mayor, cumpliendo así con lo estatuido por la Ley Nº 18.384 del 31 de octubre de 2008. Dicha ley establece que las actividades de los artistas, intérpretes y ejecutantes, y las actividades u oficios conexos están amparadas, en lo pertinente, por la legislación del trabajo y de la seguridad social. Siendo así, no debería ocurrir que una banda de música toque gratis en un boliche al que concurren clientes, y cuyo propietario obtiene jugosas ganancias, en parte gracias a esos pobres músicos resignados de antemano al abuso. No debería ocurrir tampoco que los poetas y los narradores den conferencias o lean frente al público en forma gratuita.
Nunca olvidaré mi sorpresa al enterarme de que la poeta norteamericana Edna St. Vincent Millay vivía -y gracias a ello escribía- de lo que ganaba por sus conferencias y lecturas en todo el territorio de los Estados Unidos. Una rica mecenas tuvo ocasión de escuchar su poesía, siendo ella una adolescente, y decidió pagarle los estudios superiores en la universidad femenina de Vassar College. Cuando lo supe, lo primero que me pregunté fue esto: ¿Edna habría sido Edna si una mujer rica no hubiera valorado su obra, y si más tarde no le hubieran pagado por sus actividades culturales? No lo creo; supongo, más bien, que la morfina habría terminado con ella mucho antes.
En la compleja urdimbre del tejido social, estos ejemplos puntuales configuran una vasta red que nos alcanza a todos, de uno u otro modo, en tanto sociedad, país y proyecto de futuro. Ojalá seamos capaces de valorar en su justa medida a nuestros creadores, sea cual sea su rubro, y de entender que el acceso igualitario a la cultura y al arte supone, como primer paso, el reconocimiento al esfuerzo y la justa retribución de aquellos que llamamos artistas.