“[…] la democracia no es Coca-Cola, cuando Estados Unidos produce jarabe y todo el mundo sabe a lo mismo. Si solo hay un modelo y una civilización en la Tierra, el mundo perderá su vitalidad», dijo Wang Yi, jefe de la diplomacia china, a los casi 500 participantes a una videoconferencia organizada por el Consejo de Relaciones Exteriores de Estados Unidos la última semana del mes de abril.
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La metáfora con la bebida más famosa del mundo encierra un concepto clave para interpretar los fundamentos políticos, ideológicos y culturales que hoy contraponen a las dos potencias más poderosas e influyentes del planeta.
«Conozco a Xi Jinping desde hace tiempo. Cuando dejé de ser vicepresidente [de Barack Obama] había pasado con Xi Jinping más tiempo que ningún otro líder mundial. No tiene ni un hueso democrático en su cuerpo. Pero es inteligente, un tipo inteligente. Es uno de los que cree, como Putin, que la autocracia es la ola del futuro y que la democracia no puede funcionar en un mundo siempre complejo». Así se refería el presidente Joe Biden al líder chino en su primera rueda de prensa tras asumir el poder.
Ante la evidencia del fracaso de la guerra comercial, tecnológica, sanitaria y diplomática desatada por su antecesor, y del éxito indiscutible de China en su lucha contra la pandemia y su casi inmediata recuperación económica, la Casa Blanca cambia estrategia y justifica el enfrentamiento entre Washington y Beijing como una disputa ideológica entre democracia y autoritarismo.
A diferencia del unilateralismo aislacionista de Trump, el nuevo gobierno se plantea la creación de un frente de países democráticos para enfrentar al autoritarismo asiático, un camino que ya ha encontrado resistencias en un mundo en que los Estados se alían por intereses pragmáticos más que por ideologías y donde no es fácil alinearse con una potencia en declive como Estados Unidos si esto hipoteca sus relaciones con otra en ascenso como China.
Los medios son distintos, pero el objetivo es exactamente el mismo de Trump: amedrentar a la República Popular y frenar su “ascenso o desarrollo pacífico”, el principio rector de la política exterior del gigante asiático de las últimas tres décadas.
Desde entonces China se ha presentado como un nuevo líder mundial responsable y ha demostrado que su creciente poder político, económico y militar no representaba una amenaza a la paz y la seguridad internacional. Por el contrario, la República Popular es el único de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que no ha participado en ningún conflicto bélico más allá de sus fronteras desde la Segunda Guerra Mundial y, a diferencia de Estados Unidos y la ex Unión Soviética, más aumentaba su poder económico y militar, más disminuía la injerencia china en los asuntos internos de otros países.
A medida que avanzaba el proceso de reforma y apertura de su economía y crecía el protagonismo regional y mundial de China, muchos políticos y académicos -convencidos de que no era posible la modernización de una sociedad sin su democratización- apostaron a que el proceso de liberalización económica conduciría inexorablemente a una liberalización política y el Reino del Medio, más temprano que tarde, debería reconvertir su “socialismo democrático con características chinas” en una democracia, obviamente, “con características occidentales”.
Esa convicción se vio reforzada por la espectacular implosión de la Unión Soviética y fue expresada por la entonces secretaria de Estado Hillary Clinton cuando aseguró que con el gobierno del Partido Comunista los chinos “intentan detener la historia, lo que es una tarea imposible”.
La primera pregunta que los gobernantes estadounidenses deberían responder, no importa si democráticos o republicanos, es cómo y por qué un Estado fundado en 1776 pretende que otro, 4 veces más grande y cuya cultura política y tradiciones son 10 veces más antiguas que las de Estados Unidos, adopte su misma institucionalidad y sistema de gobierno.
«Solo porque la forma de democracia es diferente a la estadounidense, China se llama autoritaria y autocrática, lo que en sí mismo es una manifestación de antidemocracia», reclamó Wang Yi, quien además es consejero de Estado y miembro del Comité Central del Partido Comunista.
Beijing «nunca copia modelos extranjeros, no exporta ideología» y no impone su modelo a otros, dijo el canciller. Más bien, China alienta a otros países a seguir su propio camino, lo que «se adapta a sus condiciones nacionales y las necesidades de la gente, se respetan y aprenden unos de otros», concluyó.
“Estados Unidos debe respetar y tolerar el camino y sistema que China ha elegido de manera independiente” fue una de las cinco recomendaciones de Wang para restablecer las relaciones bilaterales desde una perspectiva estratégica.
Si Washington realmente quiere un diálogo serio y responsable (y ahuyentar los peligros de una nueva Guerra Fría), lo primero que debería reconocer es que China, más que un Estado-nación es un Estado-civilización y su sistema de gobierno se entiende y justifica en la filosofía y tradiciones políticas de la civilización más importante de la humanidad, la más antigua y además la única que mantiene un hilo de continuidad histórica de 5.000 años.
El énfasis en “las características chinas”, acuñado desde los tiempos de Deng Xiaoping, para definir el sistema de gobierno y modelo de desarrollo, es una expresión de su excepcionalismo y refleja una concepción del mundo propia y muy diferente a la occidental.
El Partido Comunista de China, ha incorporado la dimensión de Estado-civilización tanto en su arquitectura ideológica como en sus políticas de gobierno y sus relaciones con la sociedad. El sueño chino perseguido por Xi Jinping desde que fuera electo secretario general del PCCh en 2012 es precisamente “la gran revitalización de la civilización china”. la reconquista del lugar central que su país tuvo en la civilización y economía mundiales hasta el siglo XV.
En este contexto, la letra “C” de la sigla PCCh, puede leerse como Partido Comunista de China en cuanto reformulación del marxismo-leninismo como una ideología que representa el desarrollo en la evolución histórica y cultural de China y también como Partido de la Civilización China por ser un partido que incorpora y representa las tradiciones humanísticas confucianas y la convicción de que la gran nación china solo conseguirá recuperar su posición perdida si es fiel a sus propias raíces.
En julio de este año el PCCh cumplirá su primer centenario e igualará al Partido Comunista de la ex Unión Soviética en número de años de permanencia en el poder.
Esta longevidad “autocrática”, tan criticada en círculos políticos y académicos occidentales, solo puede ser entendida porque el Partido Comunista ha cumplido con el pacto social implícito entre los ciudadanos y sus gobernantes: los primeros aceptan el poder dominante del partido único a cambio de bienestar económico, estabilidad política , mayores libertades y la centralidad en el mundo que le corresponde por tradición histórica.
Solo así se explica que el gobierno “autoritario” chino lidere, con un impresionante 95 por ciento de aprobación, el grupo de 10 países de la última encuesta de confianza y credibilidad del Barómetro de Confianza de la consultora estadounidense Edelman. Estados Unidos ocupa la penúltima posición, con solo 48 por ciento de los entrevistados que dice confiar en su gobierno.
Es urgente que Occidente deje de lado sus prejuicios y la desinformación y se esfuerce por entender la visión política y cultural china sobre su lugar en la escena global.
Es imperioso que Estados Unidos acepte que no puede cambiar a China y mucho menos esperar un colapso como el de la ex-URSS.
China ha atravesado uno de los procesos de industrialización y modernización más acelerado de la historia y en 30 años consiguió lo que a Estados Unidos le llevó más de 200.
La República Popular es la principal potencia manufacturera, el primer exportador de bienes del mundo, el principal acreedor de Estados Unidos y, medido en paridad de poder adquisitivo (PPP, por sus iniciales en inglés), la economía con el mayor PIB del planeta.
Es hora de que Biden haga suya la recomendación que hiciera el expresidente Clinton poco después de terminado su segundo mandato: “Estados Unidos debe prepararse para un nuevo mundo en el que no será la única superpotencia”.