El triunfo es justificado en especial porque jugaron su mejor partido en la final, y porque en ella maniataron a una Italia que había eliminado a Brasil y a Inglaterra, este precisamente nuestro único vencedor. Y porque jugaron realmente muy bien, con la clásica competitividad uruguaya de siempre, y de manera moderna, en especial en la furibunda concentración en la marca y en las transiciones rápidas, quizás hasta excesivamente, pero revelando en ambos aspectos la mano segura y ejecutiva del técnico Marcelo Broli, que, además, supo derrotar lesiones e improvisaciones que los avatares del campeonato fueron demandando. Veámoslo un poco más en detalle.
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La mezcla Broli de tradición y modernidad
Una de las cosas que más me llamó la atención del tipo de juego Broli desplegado sistemáticamente por Uruguay durante todo el torneo -y ya jugado en el Sudamericano clasificatorio- es la combinación de tradicionales virtudes uruguayas con novedosas características recientemente adquiridas, que se mezclaron con gran suceso.
Virtudes tradicionales:
Uno. La extremada competitividad, esa pasión por ganar -en especial a uno fuerte o más cotizado a priori -, quizás solo superada por el terror a perder -en especial con uno débil o defenestrado-. Porque a Uruguay le importan esas cosas como a pocos. Uruguay rinde más y mejor en un partido que titula o clasifica directamente debido a ese resultado, que en un simple juego en que se suman puntos para una clasificación ulterior que no depende directamente de ese encuentro. A Uruguay le gusta el todo o nada, prefiere pelear por algo tangible, inmediato, más atractivo en sí mismo que la mera suma de puntos para un objetivo ulterior que no depende solo de sus méritos agonísticos. Por eso a Uruguay le cuestan tanto las eliminatorias a los mundiales, por eso sus grandes hazañas han sido en partidos definitorios en sí mismos; porque la casi totalidad de los partidos no decide nada por sí mismo, genera entonces menos adrenalina que una final o un clasificatorio; para Uruguay eso del fútbol de ‘juego’, lúdico, no le importa tanto; para los uruguayos en general, que son muy timberos, además, el riesgo, la probabilidad incierta, la posibilidad de vencer al destino, de ganar o no perder ‘para aquellos que no creían en nosotros’ (rebeldía resentida tan uruguaya) excitan máximamente. Mucho más que lo lúdico, la competencia, la lucha por algo, perseguir un triunfo racionalmente improbable, evitar una derrota racionalmente probable, la búsqueda de autoestima y prestigio, son y han sido siempre los objetivos más sentidos de los deportistas uruguayos.
Dos. La fuerza física, el hacer sentir las virtudes corporales y la ‘pesadez’ psíquica; en general jugadores altos y fuertes, decididos en el mano a mano, inescrupulosos si fuera necesario, y ‘chamuyeros’ intimidatorios, no solo corporales. Uruguay ‘se hace sentir’ como pocos otros países del mundo, y le da enorme importancia a eso, hasta como prueba de masculinidad y de identidad indómita, incorrectamente llamada ‘charrúa’ como modo de hacerse perdonar matanzas traicioneras e injusticias históricas. Un consagrado jugador afirmaba que dejarse la barba intimida más a rivales y jueces. Uruguay fue, una vez más, un equipo grande, fuerte y macho alfa.
Tres. Casi como corolario de lo anterior, Uruguay siempre es peligroso en las pelotas aéreas en ambas áreas, defendiendo y atacando; y en este Mundial sub 20 también lo fue. Córners y tiros libres en las áreas son jugadas donde Uruguay se porta distintivamente bien. Por ‘arriba’ y ‘por la azotea’.
Todas estas fueron virtudes celestes que mantuvieron viva una tradición que es casi una característica psicosocial.
Pero hubo virtudes nuevas, novedosamente adquiridas, que se ensamblaron y que se potenciaron mutuamente con las tradicionales.
Las nuevas virtudes sumadas:
Uno. Una concentración casi obsesiva en las tareas necesarias para perseguir los resultados. En especial el primer tiempo de la final contra Italia fue un paradigma de la focalización y concentración en la marca, la ocupación de los espacios y la asfixia de la creación italiana, tan efectiva hasta allí en el torneo. Me asombró, literalmente, cómo no hubo un momento de distracción para tomar las marcas ni para duplicarlas, con velocidad, fuerza, convicción y continuidad atemorizantes. Parecía un equipo de básquet recuperándose en el tanteador. Porque, si en el esquema posicional, los volantes eran teóricamente dos, Díaz y García, la marca de la creación rival la hacían todos los que pudieran ser abejas para esa miel, indiferentemente a su posicionamiento teórico fijo. El equipo quedaba muy modernamente ‘corto’ cuando la consigna de ‘abordaje’ se sentía. Esa misma cortedad permitía una más rápida asfixia en la marca.
Dos. La verticalidad inmediata a la recuperación, ejemplo de la tan recomendada ‘transición veloz’ en el fútbol moderno. En realidad, la verticalidad siempre fue una característica importante del fútbol uruguayo. Desde la imposición paulatina de las líneas delanteras con un 9 en punta, cabeceador y goleador, aproximadamente desde 1923 con Pedro Petrone, Uruguay siempre mostró centrodelanteros y punteros habilitados por entrealas que filtraban pases verticales al 9 o lanzaban a punteros luego de ‘jugadas de ala’ o ‘2-1’ sobre los laterales. Nada más mentiroso para explicar el juego uruguayo que las estadísticas de posesión de la pelota; en realidad siempre importó e importa muy poco quién tuvo más posesión de la pelota para explicar un resultado: lo que importa es cómo la usaron y en qué terminó esa posesión; la clave de los equipos de Guardiola nunca fue la posesión, sino su uso, contrariamente a lo que circula en medios neófitos; no creo que Uruguay haya tenido más posesión que sus derrotados ni que haya sido jamás importante su porcentaje de posesión para sus triunfos históricos. Eso de que mientras la tengo yo no la tienen ellos es una estúpida falacia; también me regalo yo posicionalmente y regalo contragolpes con esa narcisista y fatua posesión ensimismada con ínfulas de estratega. Pues bien, era evidente la instrucción de la transición rápida y profunda cuando se recuperaba la pelota; era casi automática; se recuperaba y se lanzaba al pique del punta fijo u otros eventualmente bien posicionados para la puñalada vertical de transición veloz; hasta exageradamente, como en las épocas del kick and rush inglés original; ‘saltearse líneas’ tanto como sea posible es una consigna moderna que Uruguay seguía bien.
Tres. La solidaridad espacial y la solidaridad interpersonal. Uruguay siempre fue defensivamente solidario. Pero en este equipo la solidaridad fue esencial para hacer un equipo ‘corto’ que así podía ahogar mejor la creación rival; esas abejas se prendían a la miel en buena parte porque estaban cerca para poder hacerlo, y no solo porque creyeran en hacerlo y porque estaban mentalizados para no dejar escapar un segundo a sus presas. Pero, sea por los triunfos, sea por otras fuentes de afinidad, se notaba la empatía y la solidaridad entre los jugadores.
Cuatro. Aunque no vimos entrenamientos ni oímos instrucciones de Marcelo Broli, parece indudable que el equipo jugaba de una manera tan contraintuitiva, que solo una fuerte mano maestra podía lograr ese funcionamiento tan ajustado y consciente. Porque en fútbol y en deportes los entrenadores tienen que saber de fútbol y saber hablar de fútbol; pero lo principal es cómo hacen jugar a los equipos que dirigen; la prueba para un técnico es cómo juegan sus equipos y sus jugadores; cómo se detecta un funcionamiento contraintuitivo; cómo se aprecia que ese ordenamiento deseado se lleva a cabo por equipos y jugadores en sus roles y funciones. Uruguay jugaba de un modo claramente intencional y obsesivamente creído, a través de todos los partidos del Sudamericano clasificatorio y del Mundial; con una pertinaz creencia en lo que se intentaba, aunque podía no convencer del todo al comienzo; con esa fértil mezcla de tradición y novedad. El que estaba con la máxima responsabilidad por ese funcionamiento tan claro y útil tiene que saber lo que hace e hizo. Hasta por los cambios que hizo en el plantel entre torneo y torneo, y por los que se atrevió a hacer cuando hubo que improvisar ante ausencias acumuladas. ¿Quién se anima, ganando, a meter un cambio ofensivo, cambiar un volante por un delantero? Y en Uruguay, que generalmente introduce cambios conservadores, aunque justificados. Marcelo Broli. Sobrio en palabras y gestos; claramente sin vender humo ni imágenes para la prensa y los informativos deportivos. Pero claramente creyendo en ideas y en la tozudez para perseguirlas, sin dejar caer los brazos ante una implementación dudosa o imperfecta, que bien podía generar críticas. Todas esas son cualidades muy válidas para un entrenador de fútbol en el siglo XXI y en Uruguay. Y en algo hacen acordar al 5 de aquel Fénix de Juan R. Carrasco, por esas cualidades.