Me tocó el honor de ser invitada a hablar en uno de los sitios más representativos y paradigmáticos del aludido proceso liberador: la ciudad de Dolores, situada a una escasa media hora del sitio de la Agraciada, donde se produjo el ya legendario desembarco de los Treinta y Tres Orientales. Todo allí ofrece al visitante una serie de poderosas señales, no siempre fáciles de advertir o interpretar. Está en primer lugar la mansedumbre del paisaje urbano, sorprendente, casi por violento contraste, para un montevideano. Y eso que yo no nací en Montevideo, sino en la muy profunda ciudad de Melo, en el no menos profundo Cerro Largo; pero mi familia me llevó a vivir a Minas a los dos años, y en mi adolescencia todos nos afincamos en la capital, de manera que, lo quiera o no, soy desde hace mucho tiempo una hija de la capital.
Cuando llegué a Dolores, a las cuatro de la tarde de un sábado soleado y sofocante, el lugar no podía ser más tranquilo. El silencio y el vacío de las calles sólo se veía interrumpido por algún altavoz publicitario. Todo se veía desierto, dormido bajo el calor de principios de octubre, hasta donde alcanzaba la vista. Algo cambió, sin embargo, a partir de la tardecita. La quietud fue reemplazada en un abrir y cerrar de ojos por el bullicio de motos y de autos, de paseantes y de música, que duró al menos hasta la una o dos de la mañana. Después todo volvió a su cauce, y el domingo transcurrió en un sosiego manso, favorecido por un cielo lluvioso, cargado de espesas nubes negras. La segunda característica que el visitante empieza a advertir, si se molesta en mirar a su alrededor con la debida atención, es el poderoso sentido de comunidad de esa gente. Diálogos entablados al azar de las calles lo manifiestan. Una mujer que le comenta a otra, a propósito de una abuela:
-Cumplió ochenta y cuatro años. Está muy bien cuidada…
Y nos enteramos de que la cuidadora es una vecina de toda la vida, hija de otra antigua conocida, cuyas familias a su vez guardan vínculos de largo alcance, que abarcan a más de dos generaciones. Y todo ello en el entorno de unas pocas cuadras.
No solamente todos se conocen, sino que, de esa cercanía, de esa cotidianeidad laboriosa, surgen hilos de una convivencia pautada por unas actitudes que, entre los capitalinos (tan pagados de sí mismos como para designar al resto de país bajo el rótulo de “interior”), hace rato se han perdido: la actitud de respeto llama la atención, por el choque con la cacareada capital, en la que nadie le guarda consideración a nadie. Ese respeto, miramiento, deferencia, a los doloreños les brota con perfecta naturalidad; existe más allá de las diferencias de pensamiento y de opinión, que las tienen, y muy marcadas; pero no necesitan ser groseros para manifestarlas. Ese respeto se evidencia en la forma de mirar, de escuchar al otro, de tenderle la mano, de ofrecerle algo, de responder a una pregunta, de tomarse un instante para meditar antes de reaccionar. Se trata de una actitud a estas alturas casi imposible de lograr por parte de un capitalino; y me incluyo, pues a mí también, por obra y gracia de los años, Montevideo me ha torcido a su imagen y semejanza, y me ha obligado a doblar el testuz a su modo y según sus propias y tiránicas reglas. El respeto que yo pude advertir en Dolores (presente incluso en los niños y en los adolescentes) está hecho de paciencia y de mesura, de ojos tranquilos y suaves, de semisonrisas que aletean en los rostros, de capacidad de escuchar al otro y aguardar sin decir nada, de leves movimientos de manos, que se toman su tiempo para abrirse y cerrarse, para señalar algo, para acompañar la idea. El respeto que contemplé no contiene estridencias de violencia, ni poses de estereotipada soberbia, ni miradas airadas, ni alardes de arrogancia, ni ironías lindantes con el sarcasmo o arrebatos de bravuconería.
La tercera característica vinculada a las dos anteriores es, sin duda, la hospitalidad. La gente se apresura a anticiparse a los deseos del prójimo, le ofrece llevarlo a tal o cual lugar, lo invita a cenar, se demora (literalmente, empleando para ello tres o cuatro veces más tiempo del que se tomaría un montevideano, o incluso más) en buscar conversación, en recibir a los visitantes, en acomodarlos, en preguntarles por su vida y la de su familia. Esto ocurre al comienzo y a la finalización de un evento o reunión cualquiera. Pero no se trata de algo desagradable, sino de todo lo contrario. Después de uno de estos encuentros, a uno le queda la vaga y grata sensación de haber estado en familia, y con esto ya alcanza y sobra para ejemplificar las sensaciones que tales cosas nos deparan. Como apasionada cultora de la historia, me parecen fascinantes estos y otros tantos rasgos de identidad local, porque todos son herederos de la más rancia virtud comunitaria de la patria vieja, esa que yo tanto he buscado, más allá de los libros de historia, para poder dar cuenta de las almas que laten detrás de la mera descripción de los hechos. Y es sólo en la multitud de comunidades que pueblan nuestro territorio; en las villas, pueblos y pequeñas urbes, codo a codo con la gente, en comunión con sus rutinas, sus intereses, sus creaciones y sus iniciativas, sus voluntades y sus proyectos, donde puede llegar a palparse un hálito de las antiguas costumbres y sentimientos encerrados en el alma de aquellas y de aquellos que nos legaron patria, o sea, un digno combate por la libertad, sin reparar en sacrificios.
Hay, por supuesto, muchas cosas a enumerar del lado de las desventajas, de los dolores (no en el sentido del nombre del lugar) y de los faltantes. Hay inmensas contradicciones que indignan y causan impotencia, y casi todas vienen del lado de las autoridades, las municipales y las nacionales. Hay abusos insólitos y complicidades vergonzosas. Frente a la actitud de comunidad y de cuidado que cultiva la gente (que, dicho sea de paso, más de una vez sobrevive como puede, y se las arregla como puede, sin osar hacer frente a los caciques del lugar, porque sabe que su suerte está echada si lo hace); frente a tal actitud, se contrapone el malísimo estado de los caminos y las rutas de acceso, casi enteramente destruidas por falta de mantenimiento, castigadas por el paso de cientos y miles de camiones cargados de toneladas de granos. Frente al respeto humano del que hablaba antes, se manifiesta una tremenda falta de respeto de las autoridades hacia todas las localidades, unas más, otras menos. En Villa Soriano, a donde acudí el domingo, el Solar de Artigas está a la venta. Sí, así como se lee. Y, por si fuera poco, y para que se vea mejor, el cartel de venta ha sido colocado sobre el propio monumento al prócer, una obra del escultor José Moreira, inaugurada en 2010. En la página oficial titulada https://www.sorianoturismo.com/ se dice textualmente que el aludido monumento está “emplazado en el predio en el que viviera el Gral. Artigas junto a la sorianense Isabel Velásquez o Sánchez, y con quien tuviera cuatro hijos, denominado Solar de Artigas (…) hoy un lugar que, de un espacio baldío, pasó a ser pedestal de la primera escultura del Protector de los Pueblos Libres”. No hay duda, pues. Lo que se está pretendiendo vender (y que tiene, ergo, un dueño privado) es uno de los tres sitios en los que, según se sabe con certeza, vivió José Artigas. Los otros dos son su casa natal de Montevideo, y la chacra del Sauce, que en tiempos de su mocedad no era todavía la casa de azotea que luego se construyó en el lugar. En cuanto al lugar exacto de Purificación, no se conoce; como tampoco existen datos fidedignos relativos a su casa del Cordón, en la que vivió junto a Rosalía Villagrán. En suma, si las personas son amables y suaves, hospitalarias y sabias, las instituciones y las autoridades son agresivas, maltratadoras, desdeñosas y acaso promotoras de acciones francamente ilegales, o por lo menos de una violenta negligencia en lo relativo a la preservación de la memoria histórica y de los símbolos patrios. ¿No debería ser expropiado el Solar de Artigas en Villa Soriano? ¿No lo vale la figura del libertador, a quien al fin de cuentas hemos elegido y seguimos eligiendo, generación tras generación, como nuestro máximo prócer?
Mencionaré por último una desigualdad, en buena medida naturalizada, que me pareció notoria y patente, pues se halla instalada a la luz del día; es la desigualdad de la pobreza, no privativa de Dolores ni de ningún otro emplazamiento, sino común a todo el país. Pero de ello me ocuparé en otro artículo.