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Columna destacada | despenalizar | drogas | demanda

Alternativa válida

Despenalizar drogas: mejor solución (valiente, sabia)

Hay que despenalizar, porque prohibiciones y penalizaciones solo han reproducido ampliadamente la demanda y la oferta de drogas

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Caras y Caretas Diario

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Una catarata de artículos recientes (i.e. Gabriel Pereyra y Raúl Ronzoni, Búsqueda, 14/9; Enrique Ortega Salinas, Gabriel Tenenbaum, Caras y Caretas, 08/9; a Oswaldo Zavala, Brecha, 15/9), motivados por fugas, sentencias y delitos de narcotraficantes, y datos agregados alarmantes sobre drogas, lavado de activos y probable corrupción, me llevan a volver a un tema en el que fui reconocido pionero hace ya 40 años, con artículos, libros y cursos nacionales e internacionales.

Y debo reiterar cosas que ya hace muchos años (casi 40) dije y escribí sobre eso. La primera: la mejor solución, no perfecta, pero sí describible como el ‘óptimo de Pareto’ (dado el momento histórico y las alternativas a mano), es la despenalización de todas las sustancias actualmente declaradas mayoritariamente en el mundo como ‘ilegales’ por nocivas para la salud e inmorales como elección de vida.

Diciendo esto, que dije y fue publicado en La República ya en 1986, creo, además, interpretar bien a Gabriel Pereyra, cuando, para finalizar, dice: “Seguramente, en su fuero íntimo, se están dando cuenta de que negar la realidad no era ni es el camino, y que el paradigma prohibicionista sumado a errores de gestión, nos va a seguir desangrando, vaya a saber por cuánto tiempo más”. Ok, fracaso contraproducente del prohibicionismo para oferta y demanda, y errores de gestión; pero, ojo, también una descomunal y carísima corrupción multi-institucional creciente.

¿Por qué despenalizar? Contraproducente fracaso de prohibición

Pragmáticamente sería lo mejor, hoy, se piense lo que se piense sobre la moralidad y legitimidad humana de la demanda; porque la supuesta solución –aun considerando bemoles sanitarios y morales– de la prohibición y penalización ha resultado no solo fracasada en sus objetivos de disminuir o eliminar oferta y demanda, sino contraproducente, por aumentar la cantidad, calidad y riesgos de las sustancias, multiplicar su oferta y demanda y producir un enorme gasto inútil, que crece su precio, disminuye su calidad y genera una monumental corrupción invasiva de todos los lugares sociopolíticos de gestión de los temas relacionados a las drogas: al menos en los sistemas de salud, policial, militar, judicial-legal, aduanero, político y financiero.

Actualmente, solo obsoletos ingenuos desinformados, o interesados actores beneficiarios del problema, pueden insistir en una ‘lucha’ (más ‘trucha’ que ‘mucha’, aunque ambas) que, en su inicio, pudo ser pensable como posible y viable, pero que ya no puede sostenerse más si se posee una mínima información sobre los resultados arrojados por la prohibición/penalización, y si se conoce más sobre los efectos y significados que la ingestión de drogas ha tenido continuadamente en la humanidad al menos desde el neolítico hasta hoy.

Aun si los efectos sanitarios derivados de su ingestión fueran peores que los vigentes al presente, los delitos, el gasto inútil y la enorme corrupción resultantes superan ampliamente cualquier peligro de patogenia y adicciones posibles.

La humanidad, en eso estudiada ya desde el neolítico, demanda sensaciones y emociones que amplifiquen determinados estados de conciencia alternativos a los cotidianos, como medios que procuren evasión, descanso, exploración psicosocial, placer y curiosidad; alternativas que han variado con el decurso del tiempo y según su oferta local, pero que siempre se han buscado, sea mediante sustancias y usos permitidos, como mediante sustancias y usos prohibidos de variable calificación.

Los problemáticos y los adictos, de entre ese inmenso total de consumidores de variable frecuencia y sustancia usada, son una ínfima minoría respecto al número de aquellos que han satisfecho la variada demanda sin problemas menores y sin dependencias ni adicciones relacionadas. Ya, de pique, prohibir/penalizar implica una hipérbole o metonímico exceso de los reprimidos respecto de los consumidores peligrosos para sí mismos u otros. Consumidor no es igual a problemático o a pre-adicto; esto es bobera paranoica desinformada o corrupción interesada.

Otras soluciones, junto a despenalizar y no prohibir

Lo que hay que tener es un buen sistema de información y de formación sobre efectos y riesgos (básicamente para los adultos, que piensan cualquier estupidez paranoica al respecto; no tanto para los más jóvenes, que saben mucho más), a nivel familiar (cursillos para padres y responsables), barrial y escolar (planificable con instituciones públicas y privadas), un buen sistema descentralizado de atención temprana sobre indicios de problemas y otro buen sistema de atención clínica biopsicosocial de enfrentamiento con eventuales problemas sanitarios que puedan empezar a aparecer. Ambos sistemas de prevención y atención clínica serán más accesibles, usables y precoces si se desestigmatizan social y legalmente las drogas.

¡Ah!, y un buen control público de la calidad de las sustancias, porque muchas provocan aumento del gasto por baja calidad (y puede delinquirse para obtener ese plus) o por sustancias mezcladas para ‘inflar’ el peso suministrado (‘cortes’ en la jerga).

Gastar en todo esto puede ser muy útil, mientras que la lucha contra oferta y demanda ha demostrado ser inútil, contraproducente, productora de un monto de delito y corrupción descomunales, y promotora de una respetable bobera paranoica sobre el tema.

Al menos entre jóvenes y consumidores (muchos, claro), la falta de comprensión de la oferta, de las variadas razones de su demanda, y la corrupción y abusos políticos, policiales y judiciales sustantivamente inútiles para el colectivo (no para ellos) deben anotarse entre las razones y motivos de la decadencia progresiva del atractivo de las democracias y de Estados, gobiernos y gestión política que las estadísticas mundiales, regionales y nacionales registran desde hace ya varios años (‘si estos son tan burros y corruptos que manejan tan mal el tema drogas, del que yo entiendo –piensan– por qué debo yo suponer que se manejan mejor en los temas de los que yo no entiendo; ¿no será mejor que se vayan?’).

Los narcos no nos invaden, los atraemos

Existe una creciente impresión, generada por aquellos con más responsabilidad por la ‘invasión’ (para exculparse y para culpar a otros de eso) de que habría: a) un aumento del consumo local nacional; b) que el Uruguay ya no sería un mero corredor de pasaje de drogas desde y hacia el exterior sino sede de acopio de sustancias y residencia de narcos conspicuos; c) un aumento del volumen de las incautaciones de sustancias; d) crecimiento de la frecuencia de los casos conocidos de narcos procesados, sentenciados, fugados, o beneficiados con documentación uruguaya; e) un aumento de sicariatos y ajustes de cuentas vinculados a drogas y a delincuencia territorialmente radicada; f) crecimiento de las sospechas por lavado de activos provenientes del narcotráfico.

Pero en realidad no nos están invadiendo; los estamos llamando. ¿Cómo? Veamos.

  • A) si un país cuenta, en todo su territorio, solo con un escáner (en el puerto de Montevideo, técnicamente obsoleto y part-time), ninguno en ninguna otra aduana marítima del enorme complejo fluvial del país, ni en el limítrofe con Brasil y Argentina, con jaujas en los puertos privados; b) si casi no hay radares en todo el territorio rural para el tráfico aéreo, y los pocos que hay no detectan a toda altitud; c) si el país tiene una normativa de control del lavado de activos que era progresivamente rigurosa, pero que se ha vuelto regresivamente blanda; d) si el país ostenta una difícilmente superable tasa de zonas francas por kilómetros cuadrados y per cápita; e) si de varias naciones latinoamericanas vienen personas para conseguir documentación fácil que les permita irse para otros destinos, entre otros objetivos; f) si cuando los narcos son arrestados y hasta condenados, se escapan caminando o rompiendo tobilleras electrónicas desde prisiones domiciliarias conseguidas con documentación médico-legal falsificada; g) si, por ejemplo, dos narcotraficantes extranjeros condenados por múltiples delitos vinculados a una incautación de 832 kilos de pasta base y cocaína, tienen solo 50 % más de pena que la de una mujer que introdujo 65 gramos de marihuana a la cárcel para su marido preso; si ese exceso de 12.800 veces más cocaína/pasta solo merece 50 % más de pena que los 65 gramos de marihuana.

Entonces, si yo soy un narcotraficante y veo que hay un país que no tiene cómo detectar (no debe querer, digo yo) la mayoría de las cargas marítimas y aéreas circulantes por su territorio y fronteras; si puedo, entonces, entrar, transportar y sacar del país sustancias con ventajas comparativas respecto de otros territorios, aunque los controles terrestres sean mejores; si ese mismo territorio es un paraíso fiscal y financiero con decrecientes normas y controles de lavado de activos; si ese país tiene un sistema contable-notarial-legal que ‘prestanombres’ para ocultar titulares de eslabones en cadenas de transmisiones de patrimonio, sistema que se relaciona con ‘instituciones financieras externas’ en bancas offshore varias, al punto que Uruguay, pequeño truhán, está entre los 10 mejores clientes del mundo del estudio panameño Mossack Fonseca, estrella en los Panama Papers; si yo tengo tantas facilidades para escaparme y tengo penas tan bajas si me llegara a ir mal pese a todas las facilidades anteriores, entonces, ¡viva el Uruguay!, ese es mi lugar en el mundo, el que más me conviene para traficar drogas y para lavar los activos provenientes de ese tráfico. Gracias, papá, no te hubieras molestado. Vamo’ arriba la celeste. Y todo esto campaneando desde playas paradisíacas y baratas, bastante vacías casi todo el año, próximas a ciudades y con la mejor conexión comunicacional con el mundo. Paraíso fiscal y aduanero, si no judicial, Alicia en el país de las maravillas; estamos pidiendo un lugar en el realismo mágico latinoamericano, que parecía solo para otros caribeños o del Pacífico.

No nos invaden, los llamamos, sin querer o queriendo. Los Reyes Magos son los padres. Porque este es el estado de situación actual, con este gobierno de hegemonía blanca; pero el proceso de construcción de este paraíso (Narcolandia, para Ortega Salinas) arranca a fines de la dictadura cívico-militar y va acumulando disparates sin prisa pero sin pausa a través de todos los gobiernos de todos los pelos político-ideológicos; como la sensación de inseguridad y alternativamente diversos delitos-estrella. ¿A quién votarán los narcos con sus documentos nacionalizados, que podrían tenerlos si quisieran? Lenta pero inexorablemente, de Atenas del Plata (en la Atenas clásica las drogas eran despenalizadas y hasta los ciudadanos, gobernantes, generales y filósofos más célebres las tomaban) y Suiza de América pasamos a República Bananera Oriental del Uruguay, Narcolandia remedando al barrio paulista de Cracolandia, donde confluyen los pastabaseros del ‘pequeño’ São Paulo y zonas vecinas.

Hay que despenalizar, porque prohibiciones y penalizaciones solo han reproducido ampliadamente la demanda y la oferta de drogas, últimamente sintéticas más letales, bendecidas por el gobierno de USA; hechos y sobornados desde laboratorios transnacionales, como los venenos Pfizer, pero más nocivos aún (oxycin, fentanilo, etc.). Y hay un enorme gasto policial, militar, judicial y carcelario inútil, que solo redunda en más y mejores ingresos extrapresupuestales para los involucrados (que por algo lucen tan duros, inflexibles y puritanos; ‘a mí que no me dean pero que me pongan cerca de donde haiga’, sentenciaba con modestia un notorio político colorado de los 50), sin arrimar siquiera a los objetivos proclamados, y por el contrario alejándonos de ellos.

Ahora sí, se ha demorado tanto en despenalizar que se complica más que si se hubiera hecho antes, cuando empezamos desde muchos lados del mundo a proponerlo (lo más articulado son los 3 volúmenes de historia de las drogas de Antonio Escohotado); ahora, la abolición de la prohibición socio-cultural y la despenalización legal-judicial, radicadas en la normativa legislativa y en la práctica ejecutiva, dejarían un tendal de desempleo informal en todo el ejército colateral de cultivo, fabricación, acarreo, tráfico, micro-comercio, vigilancia, control y lavado. Sería una catástrofe, aunque mejor que seguir como está; insistimos, como hace casi 40 años: no prohibir y despenalizar ya. Por hacerlo vamos como vamos.

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