Hacete socio para acceder a este contenido

Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.

ASOCIARME
Columna destacada | oriental | Artigas | república

La patria

El nacimiento del estado oriental y el trauma aún no superado

La creación de la República Oriental del Uruguay no fue una consecuencia, ni directa ni indirecta, del proceso revolucionario, sino más bien una componenda internacional

Suscribite

Caras y Caretas Diario

En tu email todos los días

Los uruguayos siempre nos hemos caracterizado por un escaso entusiasmo cívico. La propia idea de patria y de nación, de amor por el escudo y por la bandera, ha sido trabajosamente construida a lo largo del tiempo. Dolor, perplejidad, frustración y un vago e innominado malestar se combinan en ese proceso para hacer surgir interrogantes, o más bien para esconderlas bajo la alfombra. Desde que fuimos creados como estado tapón, en virtud del ingenio diplomático de Lord Ponsonby, para poner freno a las eternas ambiciones y disputas de Argentina y de Brasil respecto a nuestro territorio, el mapa se nos puso de cabeza y sólo pudimos aferrarnos a dos o tres consignas salvadoras. Libertad, soberanía, independencia, república. Poco más había. Ni sombra de legado artiguista, puesto que terminamos desgajados o cercenados de ese vasto proyecto que fue la Liga Federal de los Pueblos Libres, y todo ocurrió a una velocidad de vértigo, apenas diez años después del ostracismo de Artigas en Paraguay. No sabíamos demasiado bien dónde estábamos parados (bien puedo imaginar la perplejidad de Rivera y de Lavalleja, entre otros).

En todo caso, la creación de la República Oriental del Uruguay no fue una consecuencia, ni directa ni indirecta, del proceso revolucionario, sino más bien una componenda internacional en la que sólo se tuvo en cuenta, a modo de fundamento meramente circunstancial o provisorio, el supuesto carácter indómito y autónomo de los orientales, que no estarían dispuestos a someterse al yugo argentino o brasileño. Pero una cosa es el yugo de tal o cual interés concreto, y otra muy distinta es la voluntad libre de los pueblos, que no pudieron expresarse.

Así las cosas, aquel legado revolucionario, con el que nunca terminó de reconciliarse nuestra oligarquía vernácula (pues comenzó a odiar muy pronto a Artigas y a sus ideas), no pudo perpetuarse en la conciencia histórica del pueblo, salvo de manera fragmentaria y erizada de estigmas y de dificultades. Tal vez por eso no pudo echar raíces tempranas el sentimiento de nación, el amor a una bandera y a un escudo y toda esa simbología que forma parte de la tradición y de la identidad de un colectivo humano. La hazaña revolucionaria, la promesa, el proyecto, quedaron librados a su suerte, y tuvieron que aguardar mucho tiempo para cuajar en un tímido sentimiento cívico. Para sentirse parte de una nación, los hombres y las mujeres necesitan poder integrarse en algo que los supera en el tiempo y en el espacio, y que pueden identificar desde sus características germinales hasta su condensación en una realidad tangible.

La formación de la nación no supone un proceso mecánico, meramente político y diplomático, como el que acaeció entre nosotros, con una injerencia y una vigilancia externa que mancilló de algún modo nuestro nacimiento. Una nación no puede derivar de una Constitución revisada por unas “partes contratantes” (Inglaterra, Brasil y Argentina), sino de un gran contrato social por el cual se expresa la voluntad popular. Pero así nacimos, por obra y gracia de una intención exterior, sin figuras políticas lo bastante fuertes como para reunir y reconducir esa gran voluntad popular (Artigas ya no regresaría de su exilio, y Lavalleja y Rivera, pese a la Cruzada Libertadora y a la campaña de las Misiones, no tenían ni el liderazgo ni el objetivo ni la relevancia suficiente como para recoger el estandarte de una plena acción revolucionaria). Por otro lado, aunque de la idea federal no pudimos conservar ni un vestigio, nos quedó el legado del corpus fundamental de las ideas artiguistas, plasmadas en los conceptos rectores de libertad, soberanía, independencia y república.

Nos quedó también la Constitución de 1830, con la que el propio Artigas no habría estado de acuerdo, es cierto, en lo que hace a la estructura política (un estado desgajado de las provincias que un día integraron la Liga Federal), pero que obraba al fin de cuentas como justa consecuencia de esa necesidad tantas veces enunciada por nuestro prócer: en la Oración Inaugural del Congreso de Abril, en 1813, lo expresó claramente: “Es muy veleidosa la probidad de los hombres; sólo el freno de la Constitución puede afirmarla”.

Según la Real Academia Española, la probidad es la “cualidad de poseer principios morales sólidos, honestidad y decencia”, valores que, por lo visto, no abundaban tampoco en esos tiempos. Artigas no quería un estado tapón, solitario, clavado entre gigantes. Del Congreso de Abril emanan las Instrucciones dadas a los diputados que habrían de concurrir, como representantes de la Provincia Oriental, a la Asamblea Constituyente instalada en Buenos Aires, cuyo objetivo era dotar de institucionalidad a los territorios liberados a partir de la Revolución de Mayo, esos mismos que apenas tres años atrás habían hecho parte del Virreinato del Río de la Plata. Es en esas instrucciones donde queda plasmada la primigenia idea federal. La Provincia Oriental era una entidad soberana integrada por Pueblos Libres, y en tal carácter pasaría a formar parte de la Constitución que emanara del Soberano Congreso de la Nación.

Las ideas federales –aunque de clara influencia estadounidense– sólo fueron formuladas en el Río de la Plata, y con inusitada claridad y fuerza, por un revolucionario denostado, atacado y maldecido hasta el cansancio por parte de Buenos Aires: el oriental José Artigas. Y así, pese a que el propio Juan Bautista Alberdi adoptaría dichas ideas en la Constitución argentina de 1853, casi nadie se molestó en reconocer el formidable aporte teórico y práctico del Protector de los Pueblos Libres y de su Liga Federal.

Esto no ocurrió ni en la actual Argentina, ni entre nosotros los orientales, que seguimos intentando curar las heridas más o menos traumáticas que nos dejó esa suerte de escisión política por la cual otros –que no nosotros mismos– nos convirtieron en un nuevo estado y nos lanzaron atados de pies y manos, al menos en un comienzo, a la arena de las ambiciones, competencias y rivalidades que siguieron haciéndose sentir, con variados altibajos e interludios, hasta comienzos del siglo XX. Hasta ayer, como quien dice. Y por eso, en nuestro fuero íntimo, seguimos sin comprender del todo por qué le dimos la espalda al proyecto federal de José Artigas, que no era y no pretendía ser el equivalente a la Argentina actual.

Tal vez un día a la historia, que se complace en desplegarse de las maneras menos imaginadas, se le antoje dar un giro de tuerca y volver sobre sus pasos hasta encontrarse de nuevo con los sueños del viejo Protector, pues ya lo dijo Hegel: la historia es un desarrollo progresivo, donde los pueblos se van sucediendo como fases del movimiento del espíritu universal hacia su meta; cada pueblo es, en su figura concreta, un momento, una imagen móvil de la inmóvil eternidad que preside la marcha de los tiempos, en su búsqueda incesante de la libertad.

Dejá tu comentario

Forma parte de los que luchamos por la libertad de información.

Hacete socio de Caras y Caretas y ayudanos a seguir mostrando lo que nadie te muestra.

HACETE SOCIO