“La maldición ha caído sobre mí, exclamó la Dama de Shalott”. Recuerdo que cuando llegó la ola del reformismo educativo al Uruguay, allá por los años 90, de la mano de bancos internacionales (lo cual, para un ámbito educativo, es un inicio infame) como el Banco Central y el BID, mis sensaciones como docente fueron desagradables, ominosas, sombrías. Se suponía que nos iban a capacitar, término odioso para referirse a gente que no se dedica a operar con máquinas, tornillos y bielas, sino a formar a otros seres humanos.
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Nuestra capacitación incluía la asistencia a unos cursos en los que se invertía una obscena cantidad de dinero. Recuerdo que en uno de esos primeros cursos (aburridos hasta la exasperación, desesperantes, predecibles, mediocres, llenos de plagios, de lugares comunes y de citas bibliográficas arbitrarias, redundantes y perfectamente inútiles para enriquecer en serio nuestra labor docente) regalaron a cada participante una enorme bolsa de cartón, que podíamos cargar a duras penas, conteniendo en su interior una especie de póster que replicaba el dibujo exterior de la bolsa. Algo con flores y un campo verde. ¿Para qué podía servir aquello? Me sentí increíblemente denigrada cuando salí del edificio arrastrando semejante bolsa; la arrojé en el basurero más cercano, y me dolió como una puñalada la constatación de que ese patético artilugio de cartón habría costado mucho más que una resma de papel para hacer escritos, tan necesaria y tan escasa en cualquier liceo. El rechazo que esa primera reforma educativa provocó en el colectivo docente de Uruguay tuvo que ver con todo eso: la radical inutilidad, de punta a punta, de esos cursos; lo artificial, lo forzado, lo estéril de ese despliegue teórico impuesto a los docentes con una demencial soberbia técnica, debajo del cual se podía oler el magma de las segundas intenciones que, por decir lo menos, constituían la arremetida silenciosa del capitalismo en los poco afortunados países del mal llamado Tercer Mundo. Venían a por nosotros, una vez más. Venían a por nuestras necesidades, nuestras falsas esperanzas, nuestra vulnerabilidad y nuestra hambre. Venían también a por los docentes, que éramos en opinión de esos arrogantes técnicos unos seres inferiores, ignorantes, equivocados, manejables y sin duda despreciables.
Desde entonces para acá, la situación no ha mejorado mucho. Ahora se intenta una nueva reforma educativa, y para justificarla se echa mano de los mismos espectros de siempre, cargados de falsas apariencias: se esgrime que la reforma es necesaria. Por supuesto, en eso estamos todos de acuerdo. Pero no estamos de acuerdo en la forma, en los procedimientos y en las bases ideológicas. No estamos de acuerdo, y no lo estaremos jamás, con la política de demonizar a los docentes, usada hasta el abuso por este gobierno, en primer lugar porque se trata de una actitud autoritaria y antidemocrática, que violenta los derechos humanos, y en segundo lugar porque es estúpida, por lo perjudicial y por lo inútil. Atacar a los docentes (de este y de cualquier otro país) por medio de la desvalorización de su rol y de su profesión, de sus demandas y de sus potencialidades, constituye una torpe y funesta manera de iniciar cualquier reforma educativa.
Mientras no se busque otra manera de hacerlo, mientras no se incluya la participación docente en la construcción de una reforma educativa, esta seguirá siendo solamente la voz de un grupo de especialistas y políticos. ¿Por qué? Porque fatalmente, al final del día, cualquier reforma termina en el aula. Es el aula, y no las pomposas, las soberbias, las rutilantes voces de una teoría, la auténtica depositaria de la realidad. Es el aula el reducto por excelencia del acto educativo. Es el aula el lugar vivo y contundente donde todo se dilucida, se aplica o no se aplica, se carga de significados, se llena de existencia, de validez y de verdad. Y esto sucede precisamente porque los docentes no son los malos de una (mala) película, ni los depositarios finales de nada, sino los constructores de todo. Sin ellos no hay educación. Es así de simple y así de contundente. Los docentes no son ni los súbditos de un poder omnímodo, ni los operarios de una fábrica ciega, ni los locos rebeldes que, imbuidos de perversos propósitos, insisten en cosas como los paros, las huelgas, los reclamos y las reivindicaciones, o sea en dinamitar los santos objetivos de la educación. Ese discurso de pésima retórica, de rastrera demagogia y de ínfima calidad política debería ser desechado por las autoridades si es que les queda un poco de respeto a la inteligencia de la gente. Los docentes son profesionales de la educación. Los docentes no son solamente transmisores, sino también creadores del acto educativo, que a su vez supone mucho más que conocimiento. De otro modo no podrían pararse frente a un grupo de estudiantes, ni haría falta que lo hicieran; bastaría con pasarles a los estudiantes un video, o darles clase por streaming desde la sede de la ANEP. A los docentes, guste o no guste, hay que darles el aula, porque para eso son lo que son. Y el aula es, como dije antes, la única vía para que cualquier reforma se convierta en una realidad. Y precisamente por ello, se precisa que cada docente asuma esa reforma, la dote de significados, de sentido, de comprensión. Es necesario que cada docente la haga propia. Y eso no se logra mediante una burda “capacitación”, y menos mediante desdén, burla, amenaza, violencia y coacción.
La participación en la construcción de la reforma, así como en la elaboración de las políticas públicas de la educación, en el marco de la dignidad profesional, del factor humano idóneo, del diálogo institucional, sigue siendo la clave. Me pregunto cómo podría ser de otro modo. Me pregunto si de verdad las autoridades actuales de la educación creen que la denigración continua de los docentes servirá para lograr sus propósitos. Me pregunto qué autoridad moral tienen para juzgar que los docentes están equivocados pero ellos no; que los docentes son malos si hacen paro, pero ellos son buenos si hacen recortes; que los docentes no demuestran idoneidad para su labor si protestan, pero ellos sí son idóneos cuando ignoran esos reclamos. Lo primero que las autoridades deberían ver en un paro, si fueran medianamente responsables, no es el derecho de los que quieren dar clases, sino precisamente el derecho de quienes se han tomado la molestia de reunirse, parar y dar a conocer sus reclamos. ¿No poseen derechos los que hacen paro? ¿No son tan ciudadanos como los demás? ¿No deberían ser escuchados, por lo menos, en sus reclamos, en lugar de ser censurados y estigmatizados? ¿Es responsable ignorarlos, minimizarlos, degradarlos en sus demandas? Esa es otra de las caras de esta enorme piedra mal llamada reforma, debajo de la que se esconden demasiadas contradicciones, dobles discursos, intenciones espurias y francamente autoritarias. Tengo muchas otras preguntas en mi bolsa. ¿Por qué los docentes (no hablo de los sindicatos) no son actores principales de una reforma educativa? ¿Es prudente, es sensato, es racional excluirlos de las deliberaciones? Y finalmente, ¿por qué a nivel mundial los docentes tienden a rechazar las reformas de las que han sido excluidos a la hora de su elaboración? Ese también es un dato de la realidad, al alcance de cualquier investigador serio, y nos preguntamos por qué no ha sido tenido en cuenta. Por qué, una vez más, la maldición de la Dama de Shalott ha caído sobre todos nosotros.