De los 7 millones de jubilados y pensionados, la mitad recibe el haber mínimo que no alcanza el umbral de indigencia, mientras un 20 % apenas llega hasta dos mínimos y aun así se mantiene debajo de la línea de pobreza. Esta vasta mayoría, el 70 % de pasivos, es la que soporta el mayor peso del ajuste, atrapada en una trampa sanitaria que los expulsa, inexorablemente, hacia los márgenes de la existencia. Apenas paliativa, la ley vetada pretendía amortiguar algo de este martirio. Casi el mismo día del veto comenzó a regir una baja de más del 50 % del “impuesto país” que grava todas las importaciones, reduciendo en consecuencia los ingresos fiscales y, con ellos, el superávit proclamado.
El escenario inmediato se viste con tintes dilemáticos donde las propias normas parlamentarias, como hilos de un destino inexorable, arrojan a los legisladores a una disyuntiva que mezcla aspectos éticos e institucionales. La encrucijada se plantea ante una ley que fue aprobada por más de las dos terceras partes de ambas Cámaras, precisamente la misma proporción necesaria para anular el veto y consecuentemente promulgarla, devolviéndole vida. La ley, para alcanzar tan amplio consenso, debió contar con la amplia mayoría de los integrantes del partido de Macri (PRO), antes de que su líder se manifestara a favor del veto para señalar exclusivamente a los más directamente involucrados en la disyuntiva. ¿Ponderarán más las concepciones y fundamentos que les aconsejó votar afirmativamente o se impondrá la genuflexa disciplina ante la orden del caudillo? El teatro de la política oscura, chantajista y maniobrera, ¿les aconsejará desaparecer sigilosamente de la sesión, ausentándose? ¿Querrán participar en el campo abierto de una disputa por las últimas luces de la independencia del Poder Legislativo? ¿Qué posiciones adoptará el llamado bloque dialoguista y los integrantes de la coalición “Cambiemos”, liderada por el PRO, como el partido radical o la Coalición Cívica, además de los partidos provinciales? ¿Revisarán su vergonzosa abstención durante la votación de la ley los 5 diputados de la autopercibida izquierda revolucionaria?
Un eco del pasado resuena en la memoria, trayendo un antecedente algo fantasmagórico. Aquellos que hoy se ven tentados a pavimentar la senda del viejo y polvoriento veto, el mismo que Macri les señala con dedo firme, tal vez recuerden cómo sus propias iniciativas partidarias fueron sacrificadas en el altar de este arcaico mecanismo institucional y en la misma materia de la cuestión jubilatoria. El año 2010 fue testigo de un proyecto de ley surgido de un dictamen conjunto de varios proyectos que iban en una línea similar y logró la aprobación de ambas Cámaras, estableciendo una jubilación mínima equivalente al 82 % del salario mínimo, vital y móvil de los trabajadores activos. El 14 de octubre fue vetado por la presidenta de entonces, Fernández de Kirchner. La paradoja no podía ser más amarga. Los argumentos esgrimidos entonces por el kirchnerismo son los mismos que hoy blande Milei con la fuerza de una repetición trágica: la iniciativa carecía del sustento financiero necesario, llegando al abismo ya que “su promulgación implicaría prácticamente la quiebra no sólo del sistema previsional argentino, sino del propio Estado”. Lo que antes fue criticado, seguramente por mero oportunismo, hoy se convierte en la bandera de quienes, con una mirada gélida hacia el pasado, justifican el presente con las mismas palabras que antes denostaron.
Dicho sea de paso, es interesante la secuencia histórica de idas y vueltas en materia de intervención sobre lo previsional que el decreto del veto de la presidenta Fernández realiza en sus considerandos desde el año 1958 en la presidencia de Frondizi. Antes que ella, el presidente De la Rúa había vetado conquistas previsionales en el año 2000.
La semana pasada tuve ocasión de esbozar en este espacio mi inquietud acerca del uso acrítico que los progresismos e izquierdas han hecho de institutos políticos como el veto. Este mecanismo, lejos de ser un mero trámite institucional, actúa como tóxico contaminante del clima político y, peor aún, deja entrever una peligrosa atonía crítica que se extiende por toda la esfera política, sofocando las posibilidades de su democratización. En ese gesto formal se encapsulan varias renuncias a interrogantes y cuestionamientos. Pero más allá de sus implicaciones procedimentales, el veto, en términos de contenido, ha sido históricamente una herramienta para cerrar el paso a las conquistas populares. Así, este instituto no solo preserva el orden establecido, sino que, con la fría eficacia de una guillotina, ha cerneado muchos más avances hacia la ampliación de derechos y libertades que los que ha preservado.
Sin ánimo de exhaustividad, puntualizo en el cuadro algunos de los más notorios vetos rioplatenses tanto totales como parciales. Entre ellos resuena el de Tabaré Vázquez a la ley de aborto, un golpe que detuvo hasta la gestión de Mujica, el avance de derechos de las legítimas propietarias de sus úteros. O el de Fernández de Kirchner a la ley de protección de glaciares que no solo provocó la ira del ambientalismo sino también notables éxodos progresistas de las propias filas. Más recientemente aún, el veto parcial de Lacalle Pou a un artículo de la ley de medios de comunicación audiovisual. Casi al mismo tiempo, Milei produce un nuevo decreto que restringe drásticamente la ley de derecho a la información pública vigente desde la gestión de Macri.
Aún antes de la aparición del decreto, el editorialista del patricio diario La Nación, Carlos Pagni, caracterizaba al Gobierno de Milei como un extraño caso de “liberalismo autoritario”, un oxímoron que intentaba explicar a través de rasgos subjetivos: el culto a la personalidad del presidente, “cuyo propio sumo sacerdote es él mismo, o su incapacidad para tolerar visiones diferentes”. Tal vez continuando con tal subjetivismo infiera el liberalismo de su discurso por el libre mercado. Si bien creo importante la semiótica discursiva, jamás me atrevería a calificar de liberal a este Gobierno. Todo lo contrario. Resulta dirigista y manipulador en lo económico, con el control férreo de todas las variables clave como tipo de cambio, tarifas, impuestos, etc. En lo social, es victoriano y normativo, con su misoginia, homofobia e intolerancia como banderas. Y en lo político, violento, policíaco y represivo, aplastando el disenso y cercenando los derechos de expresión y protesta.
En definitiva, autoritario a secas. Y si quisiera darle un término más cercano a la historiografía uruguaya, diría que estamos presenciando el surgimiento de un nuevo embrión de pachequismo en la orilla occidental.