La revolución de mayo, acaecida primero en Buenos Aires, se encontró con esa situación, esa estructura colonial que podríamos llamar administrativa, pero que ya desde la creación del Virreinato, en 1776, y acaso desde mucho antes, venía reforzando una mentalidad y unos vínculos de centro y de periferia, no solamente con la metrópoli como gran referente, sino además con la ciudad porteña.
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Después vinieron la revolución artiguista, la invasión brasileña, la Cisplatina, la Cruzada Libertadora y los tejemanejes de Inglaterra por la vía de Lord Ponsonby, hasta que en un brevísimo período de tiempo, digamos unos escasos diez años, desde la internación de Artigas en Paraguay hasta la jura de la Constitución de 1830, quedamos convertidos en un país independiente, chiquito y en buena medida librado a su destino.
Nadie sabía muy bien cómo considerarnos. Nadie sabía muy bien qué hacer con nosotros, empezando por nosotros mismos. La inestabilidad política fue desde el primer día nuestra fatalidad. Vino el primer gobierno nacional, el de Rivera, signado por la corrupción y el fraude. Vino luego el gobierno de Oribe, que duró casi nada, porque Rivera se alzó en armas contra él. Más tarde se descolgó sobre nuestras castigadas cabezas la guerra grande, y durante el resto del siglo XIX pasamos por un medio centenar de alzamientos de toda naturaleza, de unos contra los otros, hasta que en 1904 con la derrota de la última gran revolución blanca de Aparicio Saravia sonó el clarín de una nueva era, que no sin mil dificultades nos condujo a la coparticipación política, tan anhelada pero tan ardua de lograr en los hechos, que tomaría carnadura legal con la Constitución de 1918. Recién a partir de ahí puede hablarse de democracia política (mas no social, económica y cultural) en Uruguay. En el medio llegó, en 1876, la primera dictadura militar del país que, bajo la autoridad omnímoda del coronel Lorenzo Latorre y del general Máximo Santos se impuso a sangre y fuego, con sus propios desaparecidos, arrojados más de una vez a las aguas del Río de la Plata (sí, ya entonces).
Este brevísimo recorrido histórico pretende señalar algunos fenómenos vinculados a aquella condición primigenia de provincia. Uno: nuestros destinos permanecieron fatalmente ligados a los de los dos poderosos vecinos, Argentina y Brasil, en todos los sentidos posibles, aunque bajo expresiones diferentes. Con Argentina nos unía un común germen de identidad, en especial con algunas provincias, como Entre Ríos, Córdoba, Corrientes y Santa Fe, en tanto que la rivalidad con Buenos Aires, que no nació durante la revolución artiguista, existió tal vez desde el instante en que se levantó en la bahía de Montevideo el fuerte y el modesto caserío que un día daría lugar a la ciudad. Con Brasil, la barrera del idioma no impidió la conformación de un vínculo de dominados y dominadores, en el que las apetencias del imperio portugués (primero) y brasileño (después) nos tuvieron siempre como uno de los principales focos de expansión hacia el Río de la Plata, ya desde los tiempos de la colonia. Por nuestra condición de país pequeño, endeble y mal avenido, esas dos fuerzas no dejaron jamás de tironearnos, y en el siglo XX su influencia se evidenció de modo trágico, en el terreno político, por las olas sísmicas de las sucesivas dictaduras militares argentinas y brasileñas.
El otro sentido de nuestra condición de provincia lanzada a la independencia por obra y gracia de un cálculo británico es y ha sido una inestabilidad mucho más escurridiza. Se ha dicho hasta el cansancio por parte de ensayistas, historiadores y escritores que los uruguayos poseemos una veta conservadora, un poco timorata y un poco ingobernable, cuyos tres grandes ejes son el odio, el miedo, el silencio. Los orientales se han odiado a fondo al menos desde la batalla de Carpintería, en la que nacieron las divisas tradicionales. Han sido temerosos a la hora de pensar y de expresarse, y tal vez por lo mismo, han elegido seguir ciegamente a tal o cual caudillo o político. Y han callado, y cuánto. Esos tres sentimientos continúan incólumes en la actual sociedad, y la dictadura cívico militar de 1973 los fortaleció, los explotó a fondo, los erigió en verdaderos nortes y guías de la realidad nacional. Había que odiar, había que callar, había que temer. Y así sigue siendo, a pesar de los pesares, porque el fugaz interregno en el que pretendimos construir un país y una democracia, digamos durante el primer batllismo (1903-1933) el subsiguiente neobatllismo (1947-1958) y los tres gobiernos del Frente Amplio (2005-2020), no alcanzó para comenzar a soñar con algo diferente, porque aquellas fuerzas subterráneas, en especial las de la dictadura y el conservadurismo aliado con el neoliberalismo, seguían latiendo y provocando tumultos de erosión y de nuevos silencios y temores, adobados ahora con una casi brutal indiferencia hacia la suerte del prójimo. No puedo evitar recordar la obra El país de la cola de paja, de Mario Benedetti, quien dijo en el prólogo a la primera edición, de 1960: “No importa que queden por tratar temas capitales, graves enigmas, vastas zonas del panorama nacional. Si bien conozco mis limitaciones y me sé incapaz de abarcar toda la compleja significación del problema, no quiero que esas mismas limitaciones me lleven a sentirme cómplice del gran silencio que rodea la presente crisis moral, sin duda la más grave de nuestra breve historia como nación”.
Suscribo esas palabras. Como dice Arturo Andrés Roig, el filósofo tucumano, si hubiera que esperar tiempos mejores, más sólidos, humanos, solidarios y prósperos, para empezar a hablar, para denunciar contubernios, hipocresías, mentiras y manipulaciones, intereses disfrazados con los ropajes de una pseudo democracia, bajo la cual laten los verdaderos objetivos de unos pocos; si hubiera que esperar a que nos llegaran la revelación y la verdad como les llegan a los santos y a los iluminados, para dejar de soportar pasivamente, para dejar de agachar la cabeza, para dejar de sentir miedo, para dejar caer el odio, para no hacerse cómplice, entonces estamos condenados de antemano. Benedetti dice también que a los uruguayos no les gusta destapar sus propias contradicciones. La crítica y la confrontación son actitudes indeseables en el reino de la censura, del encubrimiento y del amiguismo, venga de donde venga. Y para no ser silenciado él mismo, agrega en otra obra, Letras del continente mestizo, que no cree en el deslinde tajante entre la obra literaria y la responsabilidad humana del escritor. Pero el odio, el silencio y el miedo vuelven por sus fueros. Para enmudecer a cualquier voz que tenga la osadía de alzarse en demanda de preguntas, análisis y respuestas, surgen por todos lados los clichés sobre el “paisito”: es una democracia, afirman; la enseñanza es laica, gratuita y obligatoria, hay separación entre el Estado y la iglesia, hay elecciones pacíficas y arregladas a la ley y hay libertad de prensa. Pero adviértase que tales precisiones se enarbolan únicamente a modo de consignas, banderas o eslóganes de los que no admiten réplica; si uno insiste en efectuar análisis, disecciones o cortes sincrónicos, investigaciones y cualquier otro tipo de indagación crítica, le cae de inmediato el peso del anatema y del dogma. ¿Es, pues, tan real y tan impoluta nuestra democracia? Mientras tanto, por nuestra condición de provincia violentamente desgajada del mosaico colonial, o desprendida por lo menos de aquella esplendorosa idea federal de José Artigas, de la que mucho se tomó pero de la que mucho se olvidó en el Río de la Plata, acá seguimos debatiéndonos en nuestro exiguo territorio, tironeados y vigilados por los vecinos gigantescos, mientras la historia -a veces tan impredecible- continúa haciendo girar su rueda implacable.